¿Con quién pasarías una noche?
Según la encuesta de la revista Men´s Health, Jennifer Aniston es
la mujer más sexy del mundo. Fue elegida entre cien candidatas
presentadas por la propia revista. Un rápido repaso a la lista muestra lo despitadas que están las gónadas masculinas contemporáneas o lo devaluado que está el concepto de lo “sexy”
porque, con perdón de la entusiasmante Jennifer, hasta el filósofo
Kant, que murió casto, habría sido capaz de decretar de inmediato un
cuádruple empate ítalo-indio-ucraniano-americano entre Claudia Cardinale, Aishwarya Rai, Mila Kunis y Beyonce. Y no se hable más.
Pero nada de esto importa. Lo que importa no es nunca con quién te acuestas sino con quién te despiertas.
Y si lo que importa es eso, quizá la pregunta definitiva no sea con
quién inicias la noche sino con quién la despides. ¿Cómo responderíamos a
esa pregunta si nos la hicieran con ciertos condicionamientos para
acotar un poquito los linderos de la fantasía, entre ellos que se trate
de alguien que vive todavía?
Yo sé cómo la respondería. Por lo
pronto, la propia Jennifer, entrevistada por la revista tras salir
escogida la mujer más sexy del mundo, dijo que ella elegiría a la
célebre y otrora furibunda feminista Gloria Steinem
porque –son sus plabras— tiene “el paquete completo”. Se refería –sin
decirlo- a que Gloria fue atractiva (la famosa foto con las gafas de los
años sesenta es irresistible) pero a que tuvo tres cosas más: una
estatura icónica, una sustancia ideológica y un desprecio profundo por
el culto a lo sexy. Lo que en el fondo Jennifer está diciendo es:
Glorida Steinem es una ironía perfecta porque fue una de las mujeres más atractivas al mismo tiempo que hizo de la negación de la mujer-objeto,
y casi casi de la denuncia de lo físico, toda una carrera, combinación
lo suficientemente sexy como para merecer el cetro de Men´s Health.
Bien, si uso los parámetros de Jennifer y
exigo que mi candidata a mujer para despedir la noche encierre una
ironía y una contradicción como la de Gloria Steinem, ¿a quién elegiría?
Tiene que ser alguien que transmita la negación de la sexualidad, o
mejor dicho su sublimación en algo tan elevado que ya no sea sexualidad,
y al mismo tiempo proyecte una femineidad natural y atrayente que haga
de ella una persona de carne y hueso, no un cosa deshumanizada. Pero
tiene también que contradecirse sin quererlo, o al menos sin que haya de
por medio un designio tramposo. Tiene que estar asociada, en nuestro
concepto de ella, a valores muy profundos o a causas moralmente muy
poderosas, y, al mismo tiempo, tener en su físico una cualidad difícil
de describir en palabras que parezca desmentir todo lo que cree y hace.
¿Quién es, contemporáneamente, ese
contradicción viviente, esa mujer-ángel y mujer-mujer a un mismo tiempo,
esa negación andante de su propia historia y su propio mito, pero mito e
historia al fin y al cabo? ¿Con quién en suma me resulta absolutamente indispensable despedir esta noche?
No hace falta ni siquiera pensarlo. El nombre acude a los labios con una fluidez invencible: Aung San Suu Kyi. Durante dos décadas, ha sido la encarnación de la fuerza. Su resistencia legendaria contra la dictadura birmana
ha hecho que su nombre se enrede con los muchos nombres que describen
el acto de vencer a poderes muy superiores, empezando por heroísmo. Y,
sin embargo, en todo ese tiempo no dejó nunca de ser la imagen física de
la fragilidad, la vulnerabilidad, la indefensión. La mujer menos débil del mundo, enfrentada al mastodonte del poder totalitario, era también ese ser angelical
que parece en las fotos y que, según me cuenta mi hermano Gonzalo, que
estuvo con ella en Rangoon alguna vez en medio de su hecatombe, es
también en persona. Quizá el budismo, que ha influido tanto en su mundo
interior, o la tradición familiar (es hija del padre de la Birmania
moderna) que le ha transmitido un sentido místico de misión, le permiten
ser heroína y anti-heroína a la vez: nunca se le despeinó el cabello,
nunca alzó la voz, nunca perdió los modales delicados y como de otro
tiempo, nunca dejó de sonreír con una calidez invitante. Verla es a un
mismo tiempo querer pintarla o esculpirla y querer abrazarla
intensamente.
No sé si eso se llama sexy, pero lo
parece tanto que no me atrevo a negarlo. Sí, despedir una noche
profundamente casta con ella, sólo observándola o escuchándola, tratando
de entender de dónde viene esa contradicción y esa ironía, debe ser la
experiencia altamente sensual.
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