28 febrero, 2012

Historia de un abuso

Por:
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Antes de llegar a Los Ángeles, un amigo estadounidense me advirtió de la abrumadora burocracia californiana. Le respondí que nada podría sorprenderme: después de todo, soy mexicano. En México, la burocracia es un laberinto tan extraordinario que alguna vez el gobierno organizó un concurso para encontrar el trámite más inútil (participaron 20 mil ciudadanos; ganó el proceso para obtener un medicamento controlado en el Seguro Social). Mi país, le recordé a mi amigo, es experto en los políticos de carrera, que se reciclan como papel cartón, apareciendo nuevecitos, dispuestos a seguir engarzados a la ubre del contribuyente. Esos mismos funcionarios que no saben lo que significa la rendición de cuentas ni mucho menos la responsabilidad política cuando es hora de dar la cara.  Los que no renunciaron después de la Guardería ABC, por ejemplo. Por todo eso, insistí, resultaba difícil que la burocracia de California me asustara, a pesar de su bien ganada fama de engorrosa y enredada.


Pues resulta que me equivoqué. La burocracia en California tiene lo suyo. Y no me refiero a la odisea que implica existir legalmente en este estado (la licencia de manejo, por ejemplo, lo obliga a uno a convertirse en Job). Pienso, más bien, en un caso de verdad doloroso que ha exhibido no sólo los alcances del pulpo burocrático angelino sino de la capacidad infinita de la torpeza – y la maldad - humana para encontrar maneras de vulnerar a los indefensos.
Primero, la escena. La escuela Miramonte está en el sur de Los Ángeles. Sus 1500 alumnos atiborran día a día los pasillos del enorme edificio pintado de un color azul chillante.  La gran mayoría de los  estudiantes proviene de familias humildes, hogares hispanos de origen mexicano o centro-americano. Mucho niños apenas comienzan a aprender inglés;  el murmullo, en esa zona de la ciudad, suena a castellano. Como ocurre en otras partes habitadas por hispanos, la regla en el barrio es no hacer alharaca. Por costumbre y por necesidad, los que hablan español no se quejan: trabajan, se entregan, mandan a sus hijos a la escuela y siguen con su vida, sin llamar la atención ni alzar la voz. En ese contexto de necesidad y silencio, ocurrió una tragedia.
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Mark Berndt fue profesor de la primaria Miramonte durante 32 años. No hace falta sacar la calculadora para imaginar cuántos niños pasaron por los pupitres del señor Berndt. Miles, con todas seguridad. A lo largo de esas tres décadas, Berndt guardó un secreto, una muestra de psicopatía que, de tan repugnante, desafía incluso a la imaginación. Durante años, Berndt obligó a varios niños a posar para fotografías mientras comían galletas que, ahora se sabe, estaban cubiertas de su semen (“juegos de saborear”, les llamaba Berndt) . Por décadas, el tipo pasó desapercibido: era un viejito afable, que contaba con la aquiescencia aterrorizada de sus víctimas. Pero hubo señales de alerta, y no fueron pocas. En el ’94, Berndt fue investigado tras conocerse que una pequeña lo había acusado de tocarla de manera inapropiada. Al parece, algunos años antes, Berndt había sido descubierto por un par de estudiantes masturbándose detrás de su escritorio (“paren de inventar cosas”, les respondió un consejero de la escuela). Casi veinte años después, las autoridades finalmente actuaron tras escuchar la historia de las galletas y el semen. Y un dato más: al parecer, a Berndt le gustaba montar sus enfermas escenas con niños hispanos. “Ustedes son mexicanos, ¿cierto?”, les dijo a unos niños alguna vez. “Solo pretendan que están haciendo una piñata. A ustedes les encantan esas piñatas, ¿no?”
Tras 32 años de dar clases a pequeños inocentes a los que, en efecto, les gustan las piñatas, Berndt fue detenido. Junto con él también fue capturado otro maestro, Martin Springer, acusado de abusar de tres menores. Springer impartió clases en la primaria Miramonte durante 26 años. Hoy, los padres no caben en sí de indignación. La policía ha encontrado cientos de fotografías en los cateos que ha hecho por el caso.  Mientras más imágenes descubren, más queda claro por cuánto tiempo y con cuánta impunidad actuaron los perversos.  ¡A quién sorprende, entonces, que los padres literalmente tiemblen de ira!
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Yo comprendo plenamente su indignación. La entiendo por lo ocurrido. Pero, sobre todo, por lo que no ocurrió. La desidia de las autoridades angelinas desafía cualquier explicación. Lo mismo que la ceguera de la directiva de la escuela. ¿Cómo es posible que nadie supiera, que nadie actuara? Sabrá Dios. Pero eso no es todo. Uno supondría que, tras conocerse semejante aberración, las autoridades del Distrito Escolar Unificado de Los Ángeles tuvieran la decencia de renunciar. Pero aquí tampoco vivimos tiempos decentes. Me temo que, como en otros sitios, los responsables de cuidar a los niños suponen que no son responsables de nada. “Algunos padres están inquietos”, dijo, a modo de explicación, Mónica García, quien preside la junta escolar. Cuesta trabajo recordar un eufemismo mayor, más cínico.  Finalmente, presionados por medio mundo, las autoridades respondieron con un gesto que quiso ser dramático y terminó siendo patético : suspendieron a todos los maestros de la escuela hasta nuevo aviso. ¿Resultado? Los niños, despojados no sólo de su inocencia sino de su más elemental tranquilidad, no paraban de llorar. “No queremos maestros nuevos”, decía una pancarta que llevaba un pequeño. Pero los niños tendrá, en efecto, maestros diferentes. Y los profesores - los que nada hicieron, los que se dedicaban a su noble empleo- serán "reubicados". Y Mark Berndt irá a la cárcel, sí, pero después de tres décadas de impunidad. Ah! Por cierto: el señor Berndt sigue gozando de un sueldo: cosas que obsequia la absurda, inmensa burocracia que, en el norte, también existe.

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