Por Ralph
Raico.
¿Un “casi-grande”?
Cuando Harry Truman abandonó el
cargo en enero de 1953, era intensamente popular, aunque ampliamente
despreciado. Muchos de sus programas favoritos, del seguro sanitario nacional
(medicina socializada) al servicio militar universal habían sido rechazados
sensatamente por el Congreso y el público. Lo peor de todo, la guerra en Corea,
que persistía en llamar una “acción policial”, estaba prolongándose sin un
final a la vista.
Aún hoy, los republicanos, no menos
que los demócratas compiten en glorificar a Truman. Cuando se pide a los
historiadores que clasifiquen a los presidentes estadounidenses, se le coloca
como un “casi-grande”. Naturalmente, los historiadores, como todos los demás,
tienen sus propias opiniones y valoraciones personales. Como otros académicos,
tienden a estar abrumadoramente a la izquierda del centro. Como escribe Robert
Higgs: “Los historiadores liberales de izquierdas adoran el poder político e
idolatran a quienes lo ejercen más generosamente al servicio de causa liberales
de izquierda”.[1] Así que apenas sorprende
que deban venerar a hombres como Woodrow Wilson, Franklin Roosevelt y Harry
Truman y trabajen para que el público crédulo piense lo mismo.
Pero a cualquiera más amigo del
gobierno limitado que lo normal entre los profesores de historia, la
presidencia de Harry Truman le parecerá bajo una luz diferente. El predecesor
de Truman había expandido enormemente el poder federal, especialmente el poder
del presidente, en lo que equivalía a una revolución en el gobierno
estadounidense. Bajo Truman, esa revolución se consolidó y avanzó más allá de
lo que incluso Franklin Roosevelt se habría atrevido a esperar.
El inicio de la Guerra Fría: Atemorizando al pueblo estadounidense con el infierno
La más perjudicial de todo es que
la presidencia de Truman vio la génesis de imperio político y militar
estadounidense expandiéndose por el mundo.[2] Sin
embargo, no fue simplemente una consecuencia no pretendida de alguna supuesta
amenaza soviética. Incluso antes del final de la Segunda Guerra Mundial, los
altos cargos en Washington estaban desarrollando planes para proyectar el
poderío militar estadounidense en todo el planeta. Para empezar, Estados Unidos
dominaría los océanos Atlántico y Pacífico y el hemisferio occidental a través
de una red de bases aéreas y navales. Como complemento de esto, habría un
sistema de derechos de tránsito aéreo e instalaciones de aterrizaje desde el
norte de África a Saigón y Manila. Esta planificación continuó a lo largo de
los primeros años de la administración Truman.[3]
Pero los planificadores no tenían
ninguna garantía de que un cambio tan radical de nuestra política tradicional
pudiera convencer al Congreso y al pueblo. Fue la confrontación con la Unión
Soviética y el “comunismo internacional”, empezada y definida por Truman y
luego prolongada durante cuarenta décadas, la que dio la oportunidad y la
justificación para poner en marcha los sueños globalizadores.
Era inevitable que la Unión
Soviética fuera preponderante en Europa tras la Segunda Guerra Mundial, dados
los objetivos buscados por Roosevelt y Churchill: la rendición incondicional de
Alemania y su total aniquilación como factor en el equilibrio de poder.[4] En
Yalta, los dos líderes occidentales aceptaron el control de la Europa del Este
que habían conquistado los ejércitos de Stalin, simulando creer que el dictador
rojo aceptaría encantado el establecimiento de gobiernos democráticos en esa
área. El problema era que elecciones genuinamente libres al este del Elba
(salvo en Checoslovaquia) inevitablemente producirían regímenes agudamente
anticomunistas. Ese resultado era inaceptable para Stalin, cuya posición era
bien conocida y mucha más realista que las ilusiones de sus antiguos aliados.
Como declaraba en la primavera de 1945: “Quienquiera que ocupa un territorio,
también impone en él su propio sistema social [hasta donde] pueda llegar su
ejército”.[5]
Cuando Truman se convirtió en
presidente en abril de 1945, estaba al principio preparado para continuar con
la “Gran Alianza” y de hecho albergó sentimientos de simpatía hacia Stalin.[6] Pero
pronto aparecieron diferencias. El aumento en las violaciones y asesinatos de
las tropas del Ejército Rojo a medida que se extendían por la Europa del Este
resultó una desagradable sorpresa para los estadounidenses que se habían
tragado la propaganda de tiempos de guerra, de Hollywood y otros lugares, sobre
la “pureza de las armas” soviéticas. La evidente intención de Stalin de hacer
comunista a Polonia e incluir los demás territorios conquistados dentro de su
esfera de influencia generó un profundo resentimiento de los líderes en
Washington, que al mismo tiempo tenían reparos en mantener su propia esfera de
influencia en toda Latinoamérica.[7]
Los predecibles movimientos de
Stalin para extender su influjo alrededor de la periferia de la URSS alarmaron
aún más a Washington. Explotando la presencia de las fuerzas soviéticas al
norte de Irán (como resultado del acuerdo en tiempo de guerra de los Tres
Grandes de dividir el control de ese país), presionaba para obtener concesiones
petrolíferas similares a las obtenidas por Estados Unidos y Gran Bretaña.
Después de que los soviéticos se retiraron a cambio de una promesa de
concesiones del parlamento iraní, Irán, apoyada por la ONU, incumplió el
acuerdo. Dirigiéndose a Turquía, Stalin recuperó las tradicionales demandas
rusas de los tiempos zaristas al presionar a Ankara para que permitiera un
tránsito in trabas a los barcos de guerra soviéticos a través de los estrechos.
En opinión de Washington, peor era
la guerra civil en Grecia, en la que las fuerzas realistas se enfrentaban a los
insurgentes comunistas. Gran Bretaña, en quiebra por la guerra, se veía
obligada a abandonar su apoyo a la causa realista. ¿Tomaría Estados Unidos el
relevo de la mano vacilante del gran poder imperial? Aquí, dijo Truman a su
gobierno, “afrontaba la decisión más seria que nunca había afrontado ningún
presidente”.[8] La hipérbole es una
tontería, pero uno puede apreciar el problema de Truman. Estados Unidos nunca
tuvo el más mínimo interés en el Mediterráneo oriental, ni era posible apreciar
ninguna amenaza a la seguridad estadounidense cualquiera que fuera el resultado
que se produjera en la guerra civil griega. Además, Stalin había concedido a
Grecia en su famoso acuerdo con Churchill en octubre de 1944, por el cual se
daba control a Rusia de la mayoría del resto de los Balcanes (un acuerdo
aprobado por Roosevelt). Por consiguiente, los comunistas griegos no tenían
respaldo soviético: por ejemplo, no se les permitió unirse al Kominform y sus gobierno
provisional no estaba reconocido por la Unión Soviética o cualquier otro estado
comunista.[9]
Por todo esto, ¿cómo podría Truman
ser capaz de justificar la implicación de EEUU? Empujados por gente de la línea
dura como el Secretario de la Armada, James Forrestal, que estaban
envalentonados por el monopolio (temporal) estadounidenses de la bomba atómica,
decidió presentar el levantamiento comunista en Grecia, así como los
movimientos soviéticos en Irán y Turquía, en término apocalípticos. Al
contrarrestarlos, meditaba: “También podríamos averiguar si los rusos [están]
inclinados a conquistar el mundo ahora o en cinco o diez años”.[10]
Conquistar el mundo. Ahora parecía que había un Hitler Rojo en marcha.[11]
Aún así, después de la aplastante
victoria republicana en las elecciones al Congreso de 1946, Truman tuvo que
ocuparse de una oposición potencialmente recalcitrante. Los republicanos habían
prometido devolver al país a algún grado de normalidad después del exceso
estatista de los años de la guerra. Las principales prioridades eran fuertes
recortes en los impuestos, la abolición de los controles de tiempo de guerra y
un presupuesto equilibrado.
Pero Truman podía contar con
aliados en el ala internacionalista del Partido Republicano, siendo el más
eminente Arthur Vandenberg, un antiguo “aislacionista” que convertido en
rabioso globalista, ahora presidente del Comité de Relaciones Exteriores del
Senado. Cuando Truman reveló su nueva “doctrina” a Vandenberg, el líder
republicano le aconsejó que, para poder aplicar ese programa, el presidente
tendría que “atemorizar con el infierno al pueblo estadounidense”.[12] Eso
procedió a hacer Truman.
El 12 de marzo de 1947, en un
discurso ante una sesión conjunta del Congreso, Truman proclamaba una
revolución en la política exterior estadounidense. Más importante que la
propuesta de 300 millones de dólares en ayudas a Grecia y 100 millones a
Turquía era la perspectiva que presentaba. Al declarar que en adelante “debe
ser política de Estados Unidos apoyar a los pueblos libres que están
resistiendo los intentos de subyugación por minorías armadas o por presión
exterior”, Truman situaba la ayuda a Grecia y Turquía dentro de una lucha a
muerte en todo el mundo “entre modos de vida alternativos”.[13] Como
ha escrito un historiador, “ascendió la larga lucha histórica por el poder
político entre izquierda y derecha en Grecia y la igualmente histórica
reclamación rusa para el control de los Dardanelos a un conflicto universal
entre la libertad y la esclavitud. Era realmente un salto muy grande”.[14]
Al principio, la radical iniciativa
de Truman provocó inquietud, incluso dentro de su administración. George
Kennan, considerado a menudo como padre la idea de la “contención” de la Guerra
Fría, se opuso fuertemente a la ayuda militar a Turquía, una nación que no
estaba bajo ninguna amenaza militar y que tenía fronteras con la Unión
Soviética. Kennan también se burlaba del carácter “grandioso” y “radical” de la
Doctrina Truman.[15]
En el Congreso, la respuesta del
senador Robert Taft fue acusar al presidente de dividir el mundo en zonas
comunistas y anticomunistas. Pedía evidencias de que nuestra seguridad nacional
estuviera implicada en Grecia añadiendo que el no “quería la guerra con Rusia”.[16] Pero
Taft resultó ser el último, y a menudo vacilante, líder de la Vieja Derecha,
cuyas filas se estaban debilitando visiblemente.[17]
Aunque se le llamaba “Mr. Republicano”, eran ahora los internacionalistas los
que dominaban el partido. En el Senado, las dudas de Taft fueron respondidas
con refutaciones calmadas y bien razonadas. Vendenberg entonaba: “Si
abandonamos al Presidente de los Estados Unidos en [este] momento dejaremos de
tener para siempre alguna influencia en el mundo”. Henry Cabot Lodge afirmó que
repudiar a Truman sería como echar por tierra la bandera estadounidense y
pisotearla.[18] En mayo, el Congreso
otorgó los fondos que pedía el presidente.
Entretanto se estaban implantando
los órganos del estado de seguridad nacional.[19] Los
departamentos de Guerra y Armada y las fuerzas aéreas se combinaron en lo que
se llamó, al estilo orwelliano, el Departamento de Defensa. Otra legislación
establecía el Consejo de Seguridad Nacional y promovía las operaciones de
inteligencia en la Central Intelligence Agency (CIA).
En las siguientes décadas, la CIA
iba a desempeñar un papel siniestro, extremadamente expansivo y a veces
cómicamente inepto (especialmente en sus continuamente absurdas
sobreestimaciones de la fortaleza soviética).[20] Al
crear la CIA, el Congreso no tenía ninguna intención de autorizarle a realizar
operaciones militares secretas, pero ajo Truman fue esto lo que empezó
rápidamente a hacer, incluyendo el inicio de una guerra secreta en territorio
chino incluso antes de que empezara la Guerra de Corea (sin resultados
apreciables).[21] En 1999, después de
marcar como objetivo de un bombardeo a la embajada china en Belgrado
(supuestamente un error, a pesar de que los diplomáticos estadounidenses habían
cenado en la embajada y sus localización era conocida por todos en la ciudad),
CIA ha venido a significar, en palabras de un escritor inglés,[22] “Can't
Identify Anything” [“No puede identificar nada”].
En junio de 1947, el Secretario de
Estado, George Marshall, anunciaba un plan de amplio rango de ayuda económica a
Europa. En diciembre se presentaba el Plan Marshall como una propuesta de
asignación que pedía la concesión de 17.000 millones de dólares durante cuatro
años. El plan, se afirmaba, reconstruiría Europa hasta el punto de que los
europeos pudieran defenderse a ellos mismos. El Congreso recibió en principio
la idea con frialdad. Taft refunfuñaba que los contribuyentes estadounidenses
no deberían tener que apoyar un “WPA internacional”,
argumentando que los fondos subvencionarían los programas de socialización en
marcha en muchos de los países receptores.[23] El
Plan Marshall llevó a una intensificación de las tensiones con los rusos, que
lo veían como una prueba añadida de que Washington buscaba socavar su poder en
Europa del Este. Stalin indicó a sus estados satélites que no tomaran parte en
él.[24]
La alerta roja de la “conquista del mundo”
1948 fue un año decisivo en la
Guerra Fría. Había muchas reticencias del conservador 80º Congreso en cumplir
con el programa de Truman, que incluía financiar la Ley de Recuperación Europea
(el Plan Marshall) y la recuperación del servicio militar. Para ocuparse de
esta resistencia, la administración se inventó el miedo a la guerra de 1948.
El primer pretexto se produjo en
febrero, con el llamado golpe comunista en Checoslovaquia. Pero Checoslovaquia,
a todos los efectos, ya era un satélite soviético. Habiendo liderado a los
checos en la “limpieza étnica” de 3,5 millones de alemanes de los Sudetes, los
comunistas disfrutaban de una gran popularidad. En las elecciones generales,
obtuvieron el 38% de los votos, constituyendo con mucho el mayor partido. El
embajador estadounidense informó a Washington que la consolidación comunista en
el poder a principios de 1948 era la consecuencia lógica de la alianza militar
checo-soviética que se remontaba a 1943. El propio George Marshall, en privado,
declaró que “en lo que se refiere a los asuntos internacionales”, la sunción
formal del poder por los comunistas no suponía ninguna diferencia: simplemente
“cristaliza y confirma para el futuro la política checa previa”.[25] El
“golpe” comunista se presentó como un gran salto adelante en el plan de Stalin
para “la conquista del mundo”.
Luego, el 5 de marzo, llegó la sorprendente
carta del general Lucius Clay, gobernador militar de EEUU en Alemania, al
general Stephen J. Chamberlin, jefe de inteligencia del Ejército, en la que
Clay revelaba su premonición de que la guerra “puede producirse de una forma
dramáticamente repentina”. Años después, cuando el biógrafo de Clat le preguntó
por qué, si sentía una guerra inminente, fue la única referencia que hizo nunca
a ello, replicó: “El general Chamberlin (…) me dijo que el Ejército tenía
problemas para conseguir que se reinstaurara el servicio militar y necesitaban
de mí un mensaje fuerte que pudieran usar como testimonio en el senado. Así que
escribí ese cable”.[26]
El 11 de marzo, Marshall advertía
solemnemente en un discurso público: “El mundo está en medio de una gran
crisis”. Averell Harriman afirmaba: “Hay en el mundo fuerzas agresivas
provenientes de la Unión Soviética que son tan destructivas como lo era Hitler
y pienso que son una amenaza mayor de que lo era Hitler”.[27]
Así Harriman jugaba la carta de
Hitler, que iba a convertirse en el triunfo maestro en la mano de la propaganda
globalista durante el próximo medio siglo, y probablemente para los próximos
siglos.
Taft, haciendo campaña para la
nominación republicana a la presidencia, estaba irritado por la histeria bélica
alimentada por la administración:
No tengo ningún indicio de intención
rusa de llevar a cabo una agresión militar más allá de la esfera de influencia
que se le asignó originalmente [en Yalta]. La situación en Checoslovaquia es
realmente trágica, pero la influencia rusa ha predominado allí desde el final
de la guerra.
Taft trató de introducir una nota
de sensatez: “Si el presidente Truman y el general Marshall tienen algún
conocimiento privado” respecto de una guerra inminente, “tendrían que
contárselo al pueblo estadounidense”. De otra forma, deberían proceder
“basándose en la paz”.[28]
En realidad, la administración no
tenía ese “conocimiento privado”, de hay la necesidad de teatralizar la carta
de Clay. Por el contrario, el coronel Robert B. Landry, asesor de Truman en
asuntos aéreos, informaba de que en su zona en Alemania Oriental los rusos
habían desmantelado cientos de millas de vías férreas y las habían trasladado a
su país (en otras palabras, que habían desmontado las mismas vías que hacían
falta para cualquier ataque soviético a Europa occidental).[29] El
mariscal Montgomery, después de un viaje a Rusia en 1947, escribía al general
Eisenhower: “La Unión Soviética está muy, muy casada. La devastación en Rusia
es terrible y el país no está lista para ir a la guerra”.[30] Hoy
sería muy difícil encontrar a ningún investigador dispuesto a suscribir la
opinión frenética de Truman de una Unión Soviética a punto de empezar a
conquistar el mundo. Como escribía el historiador John Lewis Gaddis:
Ahora se ve a Stalin como un oportunista
reservado pero inseguro, aprovechando las oportunidades tácticas que aparecían
para expandir la influencia soviética, pero sin ninguna estrategia a largo
plazo o siquiera mucho interés en promover la extensión del comunismo más allá
de la esfera soviética.[31]
La inexistencia de planes
soviéticos para lanzar un ataque en Europa persiste durante todo el periodo de
la Guerra Fría. Un estudioso del tema concluye:
A pesar del hecho de que los archivos
rusos han proporcionado amplias evidencias de la perfidia soviética y su pésimo
comportamiento en muchas otras esferas, no se ha encontrado nada que apoye la
idea de que el liderazgo soviético haya planeado nunca realmente iniciar una
Tercera Guerra Mundial y enviar “hordas rusas” hacía el oeste.[32]
¿Entonces por qué el miedo a la
guerra en 1948? En una entrevista de 1976, repasando este periodo, el general
de brigada de la Fuerza Aérea, Robert C. Richardson, que trabajó en el cuartel
general de la OTAN a principios de la década de 1950, admitía cándidamente:
No hay duda respecto de ello, de que
la amenaza [soviética] contra la que estábamos planificando estaba bastante
exagerada y exagerada intencionadamente, porque existía el problema de
reorientar la desmovilización [de EEUU] (…) [Washington] creó esa gigantesca
amenaza. Y coló durante años. Quiero decir, era casi inamovible.[33]
Aún así, cualquiera que dudara de
la sensatez de la política militarista de la administración era objeto de
malignas calumnias. Según Truman, los republicanos que se oponían a su cruzada universal
eran “activos del Kremlin”, el tipo de traidores que dispararían “a nuestros
soldados por la espalda en una guerra caliente”, un buen ejemplo de la aclamada
“forma llana de hablar” de Truman.[34][35] Averell
Harriman acusaba sencillamente a Taft de ayudar a Stalin a alcanzar sus
objetivos El New York Times y el
resto de la prensa del establishment se hacía eco de las calumnias.
Curiosamente, a los republicanos críticos con la histeria bélica se les
calificaba como pro-soviéticos, incluso en revistas como New Republic y Nation,
que habían funcionado como apologistas de régimen de terror de Stalin durante
años.[36]
La campaña de Truman no podría
haber tenido éxito son la cooperación entusiasta de los medios de comunicación
estadounidenses. Liderados por el Times,
el Herald Tribune y las revistas de
Henry Luce, la prensa actuó como propagandista voluntaria del programa
intervencionista, con todos sus engaños calculados. (Las principales
excepciones fueron el Chicago Tribune
y el Washington Times-Herald, en los tiempos
del coronel McCormick y Cissy Paterson).[37] Con
el tiempo, ese servilismo en asuntos exteriores se convirtió en una rutina para
el “cuarto poder”, culminando durante y después de la guerra de Yugoslavia de
1999 en las informaciones de los cuerpos periodísticos tan sesgadas como las
del ministro serbio de información.
Abrumada por el ataque de
propaganda de la administración y la prensa, una mayoría republicana en el
Congreso prestó atención a la llamada del secretario de estado de mantener
altos principios en la política exterior “por encima de la política” y votó la
financiación completa del Plan Marshall.[38]
El siguiente paso importante fue la
creación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte. El verdadero
propósito del tratado de la OTAN se ocultó, ya que el nuevo Secretario de
Estado, Dean Acheson aseguró al Congreso que no vendría seguido por otros
pactos regionales, que no se mantendría un número “sustancial” de tropas
estadounidenses en Europa y que los alemanes no se rearmarían bajo ninguna
circunstancia. Igualmente, se prometió al Congreso que Estados Unidos no tenía
ninguna obligación de extender la ayuda militar a sus nuevos aliados, ni iba a
producirse una carrera armamentística con la Unión Soviética.[39] Los
acontecimientos vinieron en ayuda de los globalistas. En septiembre de 1949,
los soviéticos hicieron estallar una bomba atómica. El Congreso aprobó la
autorización militar para la OTAN que había solicitado Truman, que, dadas las
circunstancias, se vio seguida por una mayor escalada soviética. Esta escalada
adelante y atrás se convirtió en el patrón de la carrera armamentística de la
Guerra Fría durante los siguientes 50 años, para deleite de los contratistas de
armamentos de EEUU y los generales y almirantes de ambos bandos.
La guerra de Corea
En junio de 1950, el Consejo de
Seguridad Nacional aprobó un importante documento estratégico, el NSC-68, que
declaraba, de forma inverosímil, que “una derrota de las instituciones libres
en cualquier lugar es una derrota en todos los lugares”. Estados Unidos ya no
debería intentar “distinguir entre seguridad nacional y global”. Por el
contrario, debe mantenerse en el “centro político y material con otras naciones
libres en órbitas variables en torno a éste”. El NSC-68, que no fue
desclasificado hasta 1975, pedía un aumento inmediato del triple al cuádruple
en el gasto militar, que serviría asimismo para estimular la prosperidad
económica, formalizando así el keynesianismo militarista como una
característica permanente de la vida estadounidense. Además, la opinión pública
iba a estar condicionada para aceptar la “gran medida de sacrificio y
disciplina” necesaria para afrontar el proteico desafío comunista para un
futuro indefinido.[40]
Incluso Truman dudaba de las
perspectivas de tal salto cuántico en el globalismo en tiempo de paz. Pero de
nuevo los acontecimientos (y la hábil explotación de ellos por Truman) vinieron
en ayuda de los planificadores internacionales. Como expresaba posteriormente
uno de los consejeros de Truman, en junio de 1950 “estábamos sufriendo” y
luego, “gracias a Dios, apareció Corea”.[41]
Durante años se habían producido
escaramuzas e incluso grandes enfrentamientos a través del paralelo 38, que
dividía Corea del Norte de Corea del Sur. El 12 de enero de 1950, el secretario
de estado Acheson describía el perímetro defensivo estadounidense como
extendiéndose desde las islas Aleutianas a Japón a las Filipinas. Corea del Sur
(así como Taiwán) estaba claramente situada fuera de este perímetro. Una razón
era que no se consideraba de ningún valor militar. Otra era que Washington no
confiaba en el hombre fuerte de Corea del Sur, Syngman Rhee, que repetidamente
amenazaba con reunificar el país por la fuerza. A mediados de junio de 1950, Rhee
aún defendía marchar hacia el norte ante los oficiales americanos.[42]
El 25 de junio, fue Corea del Norte
la que atacó.[43] Al día siguiente, Truman
mandó a las fuerzas aéreas y navales de EEUU que destruyeran las líneas de
suministro comunistas- Cuando los bombardeos no consiguieron impedir la
retirada precipitada del ejército de Corea del Sur, Truman, envió tropas
estadounidenses acuarteladas en Japón a unirse a la batalla. El general Douglas
MacArthur fue capaz de mantener el reducto alrededor de Pusan para luego, en
una invasión anfibia en Inchon, empezar la destrucción de las posiciones de
Corea del Norte.
Después de que los norcoreanos se
retiraran por detrás del paralelo 38, Truman decidió no acabar la guerra
basándose en el status quo anterior. Por el contrario, ordenó a MacArthur
avanzar hacia el norte. Pyongyang iba a ser la primera capital comunista
liberada y toda la península iba a ser unificada bajo el gobierno de Syngman
Rhee. Mientras las fuerzas de la ONU (principalmente de EEUU y Corea del Sur)
avanzaban hacia el norte, los chinos enviaban advertencias acerca de
aproximarse a su frontera en el Río Yalu. Éstas fueron ignoradas por una
administración de alguna manera incapaz de entender por qué China podía temer
una fuerza militar masiva de EEUU asentada en su frontera. Las tropas chinas
entraron en guerra, prolongándola durante otros tres años, durante los cuales,
la mayoría de las bajas estadounidenses fueron constantes.[44] MacArthur,
que propuso bombardear la propia China, fue destituido por Truman, que al menos
ahorró a la nación una posible guerra más amplia, que podría incluir también a
Rusia.
Corea dio oportunidades sin
precedentes para avanzar en el programa globalista. Truman asignó la Sétima
Flota de EEUU para patrullar el estrecho entre Taiwán y el continente. Se
enviaron cuatro divisiones de EEUU más a Europa, para añadirlas a las dos que
ya estaban allí y se asignaron otros 4.000 millones de dólares para el rearme
de nuestros aliados europeos. Unos meses después del inicio de la Guerra de
Corea, Truman ya había iniciado la funesta implicación en Indochina, apoyando a
los franceses y su gobernante títere Bao Dai contra el revolucionario
nacionalista y comunista Ho Chi Minh. Corea fue una buena cobertura para
conseguir ayuda para los franceses, que pronto ascendió a 500 millones de
dólares anuales. Así que Estados Unidos estaba proporcionando la gran mayoría
de los recursos materiales para la guerra colonial de Francia. El Departamento
de Estado defendía este compromiso, bastante ridículamente, citando la
producción de Indochina de los “los muy necesarios arroz, goma y estaño”. Más
apropiado era el temor expresado de que la “pérdida” de Indochina, incluyendo
Vietnam, representaría una derrota en palucha contra lo que se presentaba como
un golpe comunista unificado y coordinado para apoderarse del mundo.[45]
Al mismo tiempo, la degradación del
lenguaje político iba a toda marcha, permaneciendo así durante el resto de la
Guerra Fría y siendo probablemente permanente. A los regímenes autoritarios en
Gracia y Turquía se añadían ahora, como componentes del “mundo libre” que los
estadounidenses estaban obligados a defender, la autocrática República de Corea
de Rhee, la dictadura de Chiang en Taiwán e incluso la colonialista Indochina
Francesa.
Con el estallido de la Guerra de
Corea, la capitulación republicana ante el globalismo fue prácticamente
completa.[46] Como es habitual en la
política estadounidense, la política exterior no fue asunto de la campaña
presidencial de 1948. Thomas E. Dewey, una criatura del establishment del este
centrado en Wall Street, era tan entrometido en el exterior como Truman. Ahora
bien, en la lucha contra el “comunismo internacional”, incluso los antiguos
“aislacionistas” se mostraron como archintervencionistas cuando se refería a
Asia, llegando a hacer de MacArthur un héroe por reclamar una extensión de la
guerra y “obstar” al ejército de Chiang en el continente. Taft apoyaba enviar
tropas a luchar en Corea, al tiempo que ponía una objeción importante. Como es
habitual, era la cuestión de la constitucionalidad.
El presidente como declarante de guerra a voluntad
Cuando Corea del Norte invadió el
Sur, Truman y Acheson reclamaron una autoridad presidencial ilimitada para
implicar a Estados Unidos en la guerra, a la que se referían como una “acción
de policía”. Truman declaraba: “El presidente, como comandante en jefe de las
fuerzas armadas de Estados Unidos, tiene por tanto el control total sobre su
uso”.[47] Esto
se enfrenta con el Artículo 1, sección 8 de la Constitución de EEUU, en el que
el poder de declarar la guerra se otorga al Congreso. Las deliberaciones en la
Convención Constitucional y otras declaraciones de los Padres Fundadores no
inequívocas en este aspecto. Aunque al presidente, como comandante en jefe, se
le da autoridad para desplegar fuerzas estadounidenses en tiempo de guerra, es
el Congreso el que decide sobre la guerra o la paz. ¿No sería increíblemente
extraño que los Fundadores, tan preocupados por limitar, dividir y equilibrar
el poder, hubieran dejado la decisión de poner en guerra al país a la voluntad
de un solo individuo?[48]
Este principio estaba tan bien
establecido que incluso Woodrow Wilson y Franklin Roosevelt, no precisamente
minimizadores de las prerrogativas del ejecutivo, se sometieron a él y fueron
al Congreso para sus declaraciones de guerra. Fue Truman el que se atrevió a
hacer lo que no hizo ni siquiera su predecesor. Como han escrito dos expertos
constitucionalistas, Francis D. Wormuth y Edwin B. Firmage: “La Constitución no
es ambigua. (…) Los primeros presidentes, y de hecho todos en el país hasta
1950, negaron que el presidente poseyera [el poder de iniciar una guerra]. No
hay una practica común sostenida para apoyar esa afirmación”.[49]
En ese momento, los profesores
universitarios de historia se apresuraron a recalcar las supuestamente
incontables ocasiones en que los presidentes mandaron fuerzas de EEUU a la
guerra o a situaciones similares son aprobación del Congreso. Las listas de
esas ocasiones se recopilaron posteriormente por otros apologistas del poder
ejecutivo en asuntos exteriores: por ejemplo, en 1971, por el reverenciado
conservador Barry Goldwater. Estos incidentes han sido examinados
cuidadosamente por Wormuth y Firmage, quienes concluyen:
Uno no puede estar seguro, pero el
número de caso en los que los presidentes han tomado personalmente la decisión
[contrastando, por ejemplo, con los oficiales militares y navales con exceso de
celo], de participar inconstitucionalmente en una guerra o en actos de guerra
probablemente se encuentre entre una y dos docenas. Y en todos estos casos, los
presidentes han hechos falsas reclamaciones de autorización, ya sea por
reglamento o por tratado o por derecho internacional. No se han basado en sus
poderes como comandante en jefe o como jefe del ejecutivo.[50]
En todos los casos, como sostuvo el
juez principal Earl Warren en 1969, desarrollando un principio constitucional
bien conocido en nombre de otros siete jueces: “El que se haya realizado antes
una acción inconstitucional indudablemente no hace esa acción menos
inconstitucional en el futuro”.[51]
La administración aludió a veces al
voto del Consejo de Seguridad de la ONU aprobando la acción militar en Corea
como otorgante de la autoridad necesaria. No es más que una cortina humo.
Primero, porque según la Carta de la ONU cualquier compromiso de tropas de
miembros del Consejo de Seguridad debe ser coherente con “los respectivos
procesos constitucionales” de los miembros. La Ley de Participación en las
Naciones Unidas de 1945 también requería la ratificación del Congreso para el
uso de fuerzas estadounidenses. En todo caso, Truman declaró que enviaría
tropas a Corea estuviera autorizado o no por el Consejo de Seguridad. Su
postura era realmente que un presidente puede meter al país en una guerra
simplemente con su visto bueno.[52]
Hoy los presidentes afirman el
derecho a bombardear a voluntad países que, como Corea del Norte en 1950, nunca
nos atacaron y con los que no estamos en guerra (Sudán, Afganistán, Iraq y,
masivamente, Yugoslavia). Están servilmente secundados en esto por políticos y
periodistas “conservadores”, sin que tampoco ponga reparos el público
estadounidense. Volviendo a 1948, Charles Beard ya notaba la lamentable
ignorancia entre nuestro pueblo de los principios del gobierno republicano:
La educación estadounidense de las
universidades abajo está imbuida, si no dominada, por la teoría de la
supremacía presidencial en asuntos exteriores. Unida a la flagrante falta de
instrucción en el gobierno constitucional, esta propaganda (…) ha implantado
profundamente en las mentes de las nuevas generaciones la doctrina de que el
poder del presidente sobre las relaciones internacionales es, a todos los
efectos prácticos, ilimitable.[53]
No hace falta decir que la
situación no ha mejorado en modo alguno, ya que las escuelas públicas moldean a
decenas de millones de futuros votantes para quienes la idea, por ejemplo, de
que James Madison tenga algo que ver con la Constitución de Estados Unidos
resultaría una revelación sin interés.
La Guerra de Corea duró tres años y
costó 36.916 vidas estadounidenses y más de 100.000 bajas más. Además, hubo
millones de coreanos muertos y una devastación de la península, especialmente
en el Norte, donde la Fuerza Aérea de EEUU pulverizó la infraestructura civil
(con muchos “daños colaterales”) en lo que desde entonces se ha convertido en
el método emblemático de hacer la guerra.[54] Hoy,
casi medio siglo después del final de conflicto, Estados Unidos continúa
teniendo tropas como “alarma” en otro más de sus puestos de avanzada
imperiales.[55]
Las consecuencias indirectas de la
“acción de policía” de Truman han sido igualmente nefastas. Hans Morgenthau
escribía:
Esta interpretación errónea de la
agresión de Corea del Norte como parte de un gran plan para conquistar el mundo
originado y controlado por Moscú generó una drástica militarización de la
guerra fría en forma de una carrera armamentística convencional y nuclear, una
búsqueda frenética de alianzas y un establecimiento de bases militares.[56]
Se glorifica a Truman por su
dirección de los asuntos exteriores más que nada. Estar de acuerdo depende
principalmente del tipo de país que uno quiera que sea Estados Unidos. Stephen
Ambrose ha resumido los resultados de la política exterior de Harry Truman:
Cuando Truman se convirtió en
presidente lideraba una nación ansiosa por volver a las relaciones tradicionales
entre civiles y militares y a la política exterior histórica estadounidense de
no implicación. Cuando abandonó la Casa Blanca, su legado era una presencia
estadounidense en todos los continentes del mundo y un sector armamentístico
enormemente extendido. Aún así, consiguió con tanto éxito crear miedo en el
pueblo estadounidense que las únicas críticas que recibieron alguna atención en
los medios de comunicación de masas fueron las de quienes pensaban que Truman
no había ido lo suficientemente lejos en hacer frente a los comunistas. A pesar
de sus tribulaciones, Truman había triunfado.[57]
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