01 marzo, 2012

Harry Truman: Avanzando en la Revolución

Por Ralph Raico.

¿Un “casi-grande”?

Cuando Harry Truman abandonó el cargo en enero de 1953, era intensamente popular, aunque ampliamente despreciado. Muchos de sus programas favoritos, del seguro sanitario nacional (medicina socializada) al servicio militar universal habían sido rechazados sensatamente por el Congreso y el público. Lo peor de todo, la guerra en Corea, que persistía en llamar una “acción policial”, estaba prolongándose sin un final a la vista.

Aún hoy, los republicanos, no menos que los demócratas compiten en glorificar a Truman. Cuando se pide a los historiadores que clasifiquen a los presidentes estadounidenses, se le coloca como un “casi-grande”. Naturalmente, los historiadores, como todos los demás, tienen sus propias opiniones y valoraciones personales. Como otros académicos, tienden a estar abrumadoramente a la izquierda del centro. Como escribe Robert Higgs: “Los historiadores liberales de izquierdas adoran el poder político e idolatran a quienes lo ejercen más generosamente al servicio de causa liberales de izquierda”.[1] Así que apenas sorprende que deban venerar a hombres como Woodrow Wilson, Franklin Roosevelt y Harry Truman y trabajen para que el público crédulo piense lo mismo.
Pero a cualquiera más amigo del gobierno limitado que lo normal entre los profesores de historia, la presidencia de Harry Truman le parecerá bajo una luz diferente. El predecesor de Truman había expandido enormemente el poder federal, especialmente el poder del presidente, en lo que equivalía a una revolución en el gobierno estadounidense. Bajo Truman, esa revolución se consolidó y avanzó más allá de lo que incluso Franklin Roosevelt se habría atrevido a esperar.

El inicio de la Guerra Fría: Atemorizando al pueblo estadounidense con el infierno

La más perjudicial de todo es que la presidencia de Truman vio la génesis de imperio político y militar estadounidense expandiéndose por el mundo.[2] Sin embargo, no fue simplemente una consecuencia no pretendida de alguna supuesta amenaza soviética. Incluso antes del final de la Segunda Guerra Mundial, los altos cargos en Washington estaban desarrollando planes para proyectar el poderío militar estadounidense en todo el planeta. Para empezar, Estados Unidos dominaría los océanos Atlántico y Pacífico y el hemisferio occidental a través de una red de bases aéreas y navales. Como complemento de esto, habría un sistema de derechos de tránsito aéreo e instalaciones de aterrizaje desde el norte de África a Saigón y Manila. Esta planificación continuó a lo largo de los primeros años de la administración Truman.[3]
Pero los planificadores no tenían ninguna garantía de que un cambio tan radical de nuestra política tradicional pudiera convencer al Congreso y al pueblo. Fue la confrontación con la Unión Soviética y el “comunismo internacional”, empezada y definida por Truman y luego prolongada durante cuarenta décadas, la que dio la oportunidad y la justificación para poner en marcha los sueños globalizadores.
Era inevitable que la Unión Soviética fuera preponderante en Europa tras la Segunda Guerra Mundial, dados los objetivos buscados por Roosevelt y Churchill: la rendición incondicional de Alemania y su total aniquilación como factor en el equilibrio de poder.[4] En Yalta, los dos líderes occidentales aceptaron el control de la Europa del Este que habían conquistado los ejércitos de Stalin, simulando creer que el dictador rojo aceptaría encantado el establecimiento de gobiernos democráticos en esa área. El problema era que elecciones genuinamente libres al este del Elba (salvo en Checoslovaquia) inevitablemente producirían regímenes agudamente anticomunistas. Ese resultado era inaceptable para Stalin, cuya posición era bien conocida y mucha más realista que las ilusiones de sus antiguos aliados. Como declaraba en la primavera de 1945: “Quienquiera que ocupa un territorio, también impone en él su propio sistema social [hasta donde] pueda llegar su ejército”.[5]
Cuando Truman se convirtió en presidente en abril de 1945, estaba al principio preparado para continuar con la “Gran Alianza” y de hecho albergó sentimientos de simpatía hacia Stalin.[6] Pero pronto aparecieron diferencias. El aumento en las violaciones y asesinatos de las tropas del Ejército Rojo a medida que se extendían por la Europa del Este resultó una desagradable sorpresa para los estadounidenses que se habían tragado la propaganda de tiempos de guerra, de Hollywood y otros lugares, sobre la “pureza de las armas” soviéticas. La evidente intención de Stalin de hacer comunista a Polonia e incluir los demás territorios conquistados dentro de su esfera de influencia generó un profundo resentimiento de los líderes en Washington, que al mismo tiempo tenían reparos en mantener su propia esfera de influencia en toda Latinoamérica.[7]
Los predecibles movimientos de Stalin para extender su influjo alrededor de la periferia de la URSS alarmaron aún más a Washington. Explotando la presencia de las fuerzas soviéticas al norte de Irán (como resultado del acuerdo en tiempo de guerra de los Tres Grandes de dividir el control de ese país), presionaba para obtener concesiones petrolíferas similares a las obtenidas por Estados Unidos y Gran Bretaña. Después de que los soviéticos se retiraron a cambio de una promesa de concesiones del parlamento iraní, Irán, apoyada por la ONU, incumplió el acuerdo. Dirigiéndose a Turquía, Stalin recuperó las tradicionales demandas rusas de los tiempos zaristas al presionar a Ankara para que permitiera un tránsito in trabas a los barcos de guerra soviéticos a través de los estrechos.
En opinión de Washington, peor era la guerra civil en Grecia, en la que las fuerzas realistas se enfrentaban a los insurgentes comunistas. Gran Bretaña, en quiebra por la guerra, se veía obligada a abandonar su apoyo a la causa realista. ¿Tomaría Estados Unidos el relevo de la mano vacilante del gran poder imperial? Aquí, dijo Truman a su gobierno, “afrontaba la decisión más seria que nunca había afrontado ningún presidente”.[8] La hipérbole es una tontería, pero uno puede apreciar el problema de Truman. Estados Unidos nunca tuvo el más mínimo interés en el Mediterráneo oriental, ni era posible apreciar ninguna amenaza a la seguridad estadounidense cualquiera que fuera el resultado que se produjera en la guerra civil griega. Además, Stalin había concedido a Grecia en su famoso acuerdo con Churchill en octubre de 1944, por el cual se daba control a Rusia de la mayoría del resto de los Balcanes (un acuerdo aprobado por Roosevelt). Por consiguiente, los comunistas griegos no tenían respaldo soviético: por ejemplo, no se les permitió unirse al Kominform y sus gobierno provisional no estaba reconocido por la Unión Soviética o cualquier otro estado comunista.[9]
Por todo esto, ¿cómo podría Truman ser capaz de justificar la implicación de EEUU? Empujados por gente de la línea dura como el Secretario de la Armada, James Forrestal, que estaban envalentonados por el monopolio (temporal) estadounidenses de la bomba atómica, decidió presentar el levantamiento comunista en Grecia, así como los movimientos soviéticos en Irán y Turquía, en término apocalípticos. Al contrarrestarlos, meditaba: “También podríamos averiguar si los rusos [están] inclinados a conquistar el mundo ahora o en cinco o diez años”.[10] Conquistar el mundo. Ahora parecía que había un Hitler Rojo en marcha.[11]
Aún así, después de la aplastante victoria republicana en las elecciones al Congreso de 1946, Truman tuvo que ocuparse de una oposición potencialmente recalcitrante. Los republicanos habían prometido devolver al país a algún grado de normalidad después del exceso estatista de los años de la guerra. Las principales prioridades eran fuertes recortes en los impuestos, la abolición de los controles de tiempo de guerra y un presupuesto equilibrado.
Pero Truman podía contar con aliados en el ala internacionalista del Partido Republicano, siendo el más eminente Arthur Vandenberg, un antiguo “aislacionista” que convertido en rabioso globalista, ahora presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado. Cuando Truman reveló su nueva “doctrina” a Vandenberg, el líder republicano le aconsejó que, para poder aplicar ese programa, el presidente tendría que “atemorizar con el infierno al pueblo estadounidense”.[12] Eso procedió a hacer Truman.
El 12 de marzo de 1947, en un discurso ante una sesión conjunta del Congreso, Truman proclamaba una revolución en la política exterior estadounidense. Más importante que la propuesta de 300 millones de dólares en ayudas a Grecia y 100 millones a Turquía era la perspectiva que presentaba. Al declarar que en adelante “debe ser política de Estados Unidos apoyar a los pueblos libres que están resistiendo los intentos de subyugación por minorías armadas o por presión exterior”, Truman situaba la ayuda a Grecia y Turquía dentro de una lucha a muerte en todo el mundo “entre modos de vida alternativos”.[13] Como ha escrito un historiador, “ascendió la larga lucha histórica por el poder político entre izquierda y derecha en Grecia y la igualmente histórica reclamación rusa para el control de los Dardanelos a un conflicto universal entre la libertad y la esclavitud. Era realmente un salto muy grande”.[14]
Al principio, la radical iniciativa de Truman provocó inquietud, incluso dentro de su administración. George Kennan, considerado a menudo como padre la idea de la “contención” de la Guerra Fría, se opuso fuertemente a la ayuda militar a Turquía, una nación que no estaba bajo ninguna amenaza militar y que tenía fronteras con la Unión Soviética. Kennan también se burlaba del carácter “grandioso” y “radical” de la Doctrina Truman.[15]
En el Congreso, la respuesta del senador Robert Taft fue acusar al presidente de dividir el mundo en zonas comunistas y anticomunistas. Pedía evidencias de que nuestra seguridad nacional estuviera implicada en Grecia añadiendo que el no “quería la guerra con Rusia”.[16] Pero Taft resultó ser el último, y a menudo vacilante, líder de la Vieja Derecha, cuyas filas se estaban debilitando visiblemente.[17] Aunque se le llamaba “Mr. Republicano”, eran ahora los internacionalistas los que dominaban el partido. En el Senado, las dudas de Taft fueron respondidas con refutaciones calmadas y bien razonadas. Vendenberg entonaba: “Si abandonamos al Presidente de los Estados Unidos en [este] momento dejaremos de tener para siempre alguna influencia en el mundo”. Henry Cabot Lodge afirmó que repudiar a Truman sería como echar por tierra la bandera estadounidense y pisotearla.[18] En mayo, el Congreso otorgó los fondos que pedía el presidente.
Entretanto se estaban implantando los órganos del estado de seguridad nacional.[19] Los departamentos de Guerra y Armada y las fuerzas aéreas se combinaron en lo que se llamó, al estilo orwelliano, el Departamento de Defensa. Otra legislación establecía el Consejo de Seguridad Nacional y promovía las operaciones de inteligencia en la Central Intelligence Agency (CIA).
En las siguientes décadas, la CIA iba a desempeñar un papel siniestro, extremadamente expansivo y a veces cómicamente inepto (especialmente en sus continuamente absurdas sobreestimaciones de la fortaleza soviética).[20] Al crear la CIA, el Congreso no tenía ninguna intención de autorizarle a realizar operaciones militares secretas, pero ajo Truman fue esto lo que empezó rápidamente a hacer, incluyendo el inicio de una guerra secreta en territorio chino incluso antes de que empezara la Guerra de Corea (sin resultados apreciables).[21] En 1999, después de marcar como objetivo de un bombardeo a la embajada china en Belgrado (supuestamente un error, a pesar de que los diplomáticos estadounidenses habían cenado en la embajada y sus localización era conocida por todos en la ciudad), CIA ha venido a significar, en palabras de un escritor inglés,[22] “Can't Identify Anything” [“No puede identificar nada”].
En junio de 1947, el Secretario de Estado, George Marshall, anunciaba un plan de amplio rango de ayuda económica a Europa. En diciembre se presentaba el Plan Marshall como una propuesta de asignación que pedía la concesión de 17.000 millones de dólares durante cuatro años. El plan, se afirmaba, reconstruiría Europa hasta el punto de que los europeos pudieran defenderse a ellos mismos. El Congreso recibió en principio la idea con frialdad. Taft refunfuñaba que los contribuyentes estadounidenses no deberían tener que apoyar un “WPA internacional”, argumentando que los fondos subvencionarían los programas de socialización en marcha en muchos de los países receptores.[23] El Plan Marshall llevó a una intensificación de las tensiones con los rusos, que lo veían como una prueba añadida de que Washington buscaba socavar su poder en Europa del Este. Stalin indicó a sus estados satélites que no tomaran parte en él.[24]

La alerta roja de la “conquista del mundo”

1948 fue un año decisivo en la Guerra Fría. Había muchas reticencias del conservador 80º Congreso en cumplir con el programa de Truman, que incluía financiar la Ley de Recuperación Europea (el Plan Marshall) y la recuperación del servicio militar. Para ocuparse de esta resistencia, la administración se inventó el miedo a la guerra de 1948.
El primer pretexto se produjo en febrero, con el llamado golpe comunista en Checoslovaquia. Pero Checoslovaquia, a todos los efectos, ya era un satélite soviético. Habiendo liderado a los checos en la “limpieza étnica” de 3,5 millones de alemanes de los Sudetes, los comunistas disfrutaban de una gran popularidad. En las elecciones generales, obtuvieron el 38% de los votos, constituyendo con mucho el mayor partido. El embajador estadounidense informó a Washington que la consolidación comunista en el poder a principios de 1948 era la consecuencia lógica de la alianza militar checo-soviética que se remontaba a 1943. El propio George Marshall, en privado, declaró que “en lo que se refiere a los asuntos internacionales”, la sunción formal del poder por los comunistas no suponía ninguna diferencia: simplemente “cristaliza y confirma para el futuro la política checa previa”.[25] El “golpe” comunista se presentó como un gran salto adelante en el plan de Stalin para “la conquista del mundo”.
Luego, el 5 de marzo, llegó la sorprendente carta del general Lucius Clay, gobernador militar de EEUU en Alemania, al general Stephen J. Chamberlin, jefe de inteligencia del Ejército, en la que Clay revelaba su premonición de que la guerra “puede producirse de una forma dramáticamente repentina”. Años después, cuando el biógrafo de Clat le preguntó por qué, si sentía una guerra inminente, fue la única referencia que hizo nunca a ello, replicó: “El general Chamberlin (…) me dijo que el Ejército tenía problemas para conseguir que se reinstaurara el servicio militar y necesitaban de mí un mensaje fuerte que pudieran usar como testimonio en el senado. Así que escribí ese cable”.[26]
El 11 de marzo, Marshall advertía solemnemente en un discurso público: “El mundo está en medio de una gran crisis”. Averell Harriman afirmaba: “Hay en el mundo fuerzas agresivas provenientes de la Unión Soviética que son tan destructivas como lo era Hitler y pienso que son una amenaza mayor de que lo era Hitler”.[27]
Así Harriman jugaba la carta de Hitler, que iba a convertirse en el triunfo maestro en la mano de la propaganda globalista durante el próximo medio siglo, y probablemente para los próximos siglos.
Taft, haciendo campaña para la nominación republicana a la presidencia, estaba irritado por la histeria bélica alimentada por la administración:
No tengo ningún indicio de intención rusa de llevar a cabo una agresión militar más allá de la esfera de influencia que se le asignó originalmente [en Yalta]. La situación en Checoslovaquia es realmente trágica, pero la influencia rusa ha predominado allí desde el final de la guerra.
Taft trató de introducir una nota de sensatez: “Si el presidente Truman y el general Marshall tienen algún conocimiento privado” respecto de una guerra inminente, “tendrían que contárselo al pueblo estadounidense”. De otra forma, deberían proceder “basándose en la paz”.[28]
En realidad, la administración no tenía ese “conocimiento privado”, de hay la necesidad de teatralizar la carta de Clay. Por el contrario, el coronel Robert B. Landry, asesor de Truman en asuntos aéreos, informaba de que en su zona en Alemania Oriental los rusos habían desmantelado cientos de millas de vías férreas y las habían trasladado a su país (en otras palabras, que habían desmontado las mismas vías que hacían falta para cualquier ataque soviético a Europa occidental).[29] El mariscal Montgomery, después de un viaje a Rusia en 1947, escribía al general Eisenhower: “La Unión Soviética está muy, muy casada. La devastación en Rusia es terrible y el país no está lista para ir a la guerra”.[30] Hoy sería muy difícil encontrar a ningún investigador dispuesto a suscribir la opinión frenética de Truman de una Unión Soviética a punto de empezar a conquistar el mundo. Como escribía el historiador John Lewis Gaddis:
Ahora se ve a Stalin como un oportunista reservado pero inseguro, aprovechando las oportunidades tácticas que aparecían para expandir la influencia soviética, pero sin ninguna estrategia a largo plazo o siquiera mucho interés en promover la extensión del comunismo más allá de la esfera soviética.[31]
La inexistencia de planes soviéticos para lanzar un ataque en Europa persiste durante todo el periodo de la Guerra Fría. Un estudioso del tema concluye:
A pesar del hecho de que los archivos rusos han proporcionado amplias evidencias de la perfidia soviética y su pésimo comportamiento en muchas otras esferas, no se ha encontrado nada que apoye la idea de que el liderazgo soviético haya planeado nunca realmente iniciar una Tercera Guerra Mundial y enviar “hordas rusas” hacía el oeste.[32]
¿Entonces por qué el miedo a la guerra en 1948? En una entrevista de 1976, repasando este periodo, el general de brigada de la Fuerza Aérea, Robert C. Richardson, que trabajó en el cuartel general de la OTAN a principios de la década de 1950, admitía cándidamente:
No hay duda respecto de ello, de que la amenaza [soviética] contra la que estábamos planificando estaba bastante exagerada y exagerada intencionadamente, porque existía el problema de reorientar la desmovilización [de EEUU] (…) [Washington] creó esa gigantesca amenaza. Y coló durante años. Quiero decir, era casi inamovible.[33]
Aún así, cualquiera que dudara de la sensatez de la política militarista de la administración era objeto de malignas calumnias. Según Truman, los republicanos que se oponían a su cruzada universal eran “activos del Kremlin”, el tipo de traidores que dispararían “a nuestros soldados por la espalda en una guerra caliente”, un buen ejemplo de la aclamada “forma llana de hablar” de Truman.[34][35] Averell Harriman acusaba sencillamente a Taft de ayudar a Stalin a alcanzar sus objetivos El New York Times y el resto de la prensa del establishment se hacía eco de las calumnias. Curiosamente, a los republicanos críticos con la histeria bélica se les calificaba como pro-soviéticos, incluso en revistas como New Republic y Nation, que habían funcionado como apologistas de régimen de terror de Stalin durante años.[36]
La campaña de Truman no podría haber tenido éxito son la cooperación entusiasta de los medios de comunicación estadounidenses. Liderados por el Times, el Herald Tribune y las revistas de Henry Luce, la prensa actuó como propagandista voluntaria del programa intervencionista, con todos sus engaños calculados. (Las principales excepciones fueron el Chicago Tribune y el Washington Times-Herald, en los tiempos del coronel McCormick y Cissy Paterson).[37] Con el tiempo, ese servilismo en asuntos exteriores se convirtió en una rutina para el “cuarto poder”, culminando durante y después de la guerra de Yugoslavia de 1999 en las informaciones de los cuerpos periodísticos tan sesgadas como las del ministro serbio de información.
Abrumada por el ataque de propaganda de la administración y la prensa, una mayoría republicana en el Congreso prestó atención a la llamada del secretario de estado de mantener altos principios en la política exterior “por encima de la política” y votó la financiación completa del Plan Marshall.[38]
El siguiente paso importante fue la creación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte. El verdadero propósito del tratado de la OTAN se ocultó, ya que el nuevo Secretario de Estado, Dean Acheson aseguró al Congreso que no vendría seguido por otros pactos regionales, que no se mantendría un número “sustancial” de tropas estadounidenses en Europa y que los alemanes no se rearmarían bajo ninguna circunstancia. Igualmente, se prometió al Congreso que Estados Unidos no tenía ninguna obligación de extender la ayuda militar a sus nuevos aliados, ni iba a producirse una carrera armamentística con la Unión Soviética.[39] Los acontecimientos vinieron en ayuda de los globalistas. En septiembre de 1949, los soviéticos hicieron estallar una bomba atómica. El Congreso aprobó la autorización militar para la OTAN que había solicitado Truman, que, dadas las circunstancias, se vio seguida por una mayor escalada soviética. Esta escalada adelante y atrás se convirtió en el patrón de la carrera armamentística de la Guerra Fría durante los siguientes 50 años, para deleite de los contratistas de armamentos de EEUU y los generales y almirantes de ambos bandos.

La guerra de Corea

En junio de 1950, el Consejo de Seguridad Nacional aprobó un importante documento estratégico, el NSC-68, que declaraba, de forma inverosímil, que “una derrota de las instituciones libres en cualquier lugar es una derrota en todos los lugares”. Estados Unidos ya no debería intentar “distinguir entre seguridad nacional y global”. Por el contrario, debe mantenerse en el “centro político y material con otras naciones libres en órbitas variables en torno a éste”. El NSC-68, que no fue desclasificado hasta 1975, pedía un aumento inmediato del triple al cuádruple en el gasto militar, que serviría asimismo para estimular la prosperidad económica, formalizando así el keynesianismo militarista como una característica permanente de la vida estadounidense. Además, la opinión pública iba a estar condicionada para aceptar la “gran medida de sacrificio y disciplina” necesaria para afrontar el proteico desafío comunista para un futuro indefinido.[40]
Incluso Truman dudaba de las perspectivas de tal salto cuántico en el globalismo en tiempo de paz. Pero de nuevo los acontecimientos (y la hábil explotación de ellos por Truman) vinieron en ayuda de los planificadores internacionales. Como expresaba posteriormente uno de los consejeros de Truman, en junio de 1950 “estábamos sufriendo” y luego, “gracias a Dios, apareció Corea”.[41]
Durante años se habían producido escaramuzas e incluso grandes enfrentamientos a través del paralelo 38, que dividía Corea del Norte de Corea del Sur. El 12 de enero de 1950, el secretario de estado Acheson describía el perímetro defensivo estadounidense como extendiéndose desde las islas Aleutianas a Japón a las Filipinas. Corea del Sur (así como Taiwán) estaba claramente situada fuera de este perímetro. Una razón era que no se consideraba de ningún valor militar. Otra era que Washington no confiaba en el hombre fuerte de Corea del Sur, Syngman Rhee, que repetidamente amenazaba con reunificar el país por la fuerza. A mediados de junio de 1950, Rhee aún defendía marchar hacia el norte ante los oficiales americanos.[42]
El 25 de junio, fue Corea del Norte la que atacó.[43] Al día siguiente, Truman mandó a las fuerzas aéreas y navales de EEUU que destruyeran las líneas de suministro comunistas- Cuando los bombardeos no consiguieron impedir la retirada precipitada del ejército de Corea del Sur, Truman, envió tropas estadounidenses acuarteladas en Japón a unirse a la batalla. El general Douglas MacArthur fue capaz de mantener el reducto alrededor de Pusan para luego, en una invasión anfibia en Inchon, empezar la destrucción de las posiciones de Corea del Norte.
Después de que los norcoreanos se retiraran por detrás del paralelo 38, Truman decidió no acabar la guerra basándose en el status quo anterior. Por el contrario, ordenó a MacArthur avanzar hacia el norte. Pyongyang iba a ser la primera capital comunista liberada y toda la península iba a ser unificada bajo el gobierno de Syngman Rhee. Mientras las fuerzas de la ONU (principalmente de EEUU y Corea del Sur) avanzaban hacia el norte, los chinos enviaban advertencias acerca de aproximarse a su frontera en el Río Yalu. Éstas fueron ignoradas por una administración de alguna manera incapaz de entender por qué China podía temer una fuerza militar masiva de EEUU asentada en su frontera. Las tropas chinas entraron en guerra, prolongándola durante otros tres años, durante los cuales, la mayoría de las bajas estadounidenses fueron constantes.[44] MacArthur, que propuso bombardear la propia China, fue destituido por Truman, que al menos ahorró a la nación una posible guerra más amplia, que podría incluir también a Rusia.
Corea dio oportunidades sin precedentes para avanzar en el programa globalista. Truman asignó la Sétima Flota de EEUU para patrullar el estrecho entre Taiwán y el continente. Se enviaron cuatro divisiones de EEUU más a Europa, para añadirlas a las dos que ya estaban allí y se asignaron otros 4.000 millones de dólares para el rearme de nuestros aliados europeos. Unos meses después del inicio de la Guerra de Corea, Truman ya había iniciado la funesta implicación en Indochina, apoyando a los franceses y su gobernante títere Bao Dai contra el revolucionario nacionalista y comunista Ho Chi Minh. Corea fue una buena cobertura para conseguir ayuda para los franceses, que pronto ascendió a 500 millones de dólares anuales. Así que Estados Unidos estaba proporcionando la gran mayoría de los recursos materiales para la guerra colonial de Francia. El Departamento de Estado defendía este compromiso, bastante ridículamente, citando la producción de Indochina de los “los muy necesarios arroz, goma y estaño”. Más apropiado era el temor expresado de que la “pérdida” de Indochina, incluyendo Vietnam, representaría una derrota en palucha contra lo que se presentaba como un golpe comunista unificado y coordinado para apoderarse del mundo.[45]
Al mismo tiempo, la degradación del lenguaje político iba a toda marcha, permaneciendo así durante el resto de la Guerra Fría y siendo probablemente permanente. A los regímenes autoritarios en Gracia y Turquía se añadían ahora, como componentes del “mundo libre” que los estadounidenses estaban obligados a defender, la autocrática República de Corea de Rhee, la dictadura de Chiang en Taiwán e incluso la colonialista Indochina Francesa.
Con el estallido de la Guerra de Corea, la capitulación republicana ante el globalismo fue prácticamente completa.[46] Como es habitual en la política estadounidense, la política exterior no fue asunto de la campaña presidencial de 1948. Thomas E. Dewey, una criatura del establishment del este centrado en Wall Street, era tan entrometido en el exterior como Truman. Ahora bien, en la lucha contra el “comunismo internacional”, incluso los antiguos “aislacionistas” se mostraron como archintervencionistas cuando se refería a Asia, llegando a hacer de MacArthur un héroe por reclamar una extensión de la guerra y “obstar” al ejército de Chiang en el continente. Taft apoyaba enviar tropas a luchar en Corea, al tiempo que ponía una objeción importante. Como es habitual, era la cuestión de la constitucionalidad.

El presidente como declarante de guerra a voluntad

Cuando Corea del Norte invadió el Sur, Truman y Acheson reclamaron una autoridad presidencial ilimitada para implicar a Estados Unidos en la guerra, a la que se referían como una “acción de policía”. Truman declaraba: “El presidente, como comandante en jefe de las fuerzas armadas de Estados Unidos, tiene por tanto el control total sobre su uso”.[47] Esto se enfrenta con el Artículo 1, sección 8 de la Constitución de EEUU, en el que el poder de declarar la guerra se otorga al Congreso. Las deliberaciones en la Convención Constitucional y otras declaraciones de los Padres Fundadores no inequívocas en este aspecto. Aunque al presidente, como comandante en jefe, se le da autoridad para desplegar fuerzas estadounidenses en tiempo de guerra, es el Congreso el que decide sobre la guerra o la paz. ¿No sería increíblemente extraño que los Fundadores, tan preocupados por limitar, dividir y equilibrar el poder, hubieran dejado la decisión de poner en guerra al país a la voluntad de un solo individuo?[48]
Este principio estaba tan bien establecido que incluso Woodrow Wilson y Franklin Roosevelt, no precisamente minimizadores de las prerrogativas del ejecutivo, se sometieron a él y fueron al Congreso para sus declaraciones de guerra. Fue Truman el que se atrevió a hacer lo que no hizo ni siquiera su predecesor. Como han escrito dos expertos constitucionalistas, Francis D. Wormuth y Edwin B. Firmage: “La Constitución no es ambigua. (…) Los primeros presidentes, y de hecho todos en el país hasta 1950, negaron que el presidente poseyera [el poder de iniciar una guerra]. No hay una practica común sostenida para apoyar esa afirmación”.[49]
En ese momento, los profesores universitarios de historia se apresuraron a recalcar las supuestamente incontables ocasiones en que los presidentes mandaron fuerzas de EEUU a la guerra o a situaciones similares son aprobación del Congreso. Las listas de esas ocasiones se recopilaron posteriormente por otros apologistas del poder ejecutivo en asuntos exteriores: por ejemplo, en 1971, por el reverenciado conservador Barry Goldwater. Estos incidentes han sido examinados cuidadosamente por Wormuth y Firmage, quienes concluyen:
Uno no puede estar seguro, pero el número de caso en los que los presidentes han tomado personalmente la decisión [contrastando, por ejemplo, con los oficiales militares y navales con exceso de celo], de participar inconstitucionalmente en una guerra o en actos de guerra probablemente se encuentre entre una y dos docenas. Y en todos estos casos, los presidentes han hechos falsas reclamaciones de autorización, ya sea por reglamento o por tratado o por derecho internacional. No se han basado en sus poderes como comandante en jefe o como jefe del ejecutivo.[50]
En todos los casos, como sostuvo el juez principal Earl Warren en 1969, desarrollando un principio constitucional bien conocido en nombre de otros siete jueces: “El que se haya realizado antes una acción inconstitucional indudablemente no hace esa acción menos inconstitucional en el futuro”.[51]
La administración aludió a veces al voto del Consejo de Seguridad de la ONU aprobando la acción militar en Corea como otorgante de la autoridad necesaria. No es más que una cortina humo. Primero, porque según la Carta de la ONU cualquier compromiso de tropas de miembros del Consejo de Seguridad debe ser coherente con “los respectivos procesos constitucionales” de los miembros. La Ley de Participación en las Naciones Unidas de 1945 también requería la ratificación del Congreso para el uso de fuerzas estadounidenses. En todo caso, Truman declaró que enviaría tropas a Corea estuviera autorizado o no por el Consejo de Seguridad. Su postura era realmente que un presidente puede meter al país en una guerra simplemente con su visto bueno.[52]
Hoy los presidentes afirman el derecho a bombardear a voluntad países que, como Corea del Norte en 1950, nunca nos atacaron y con los que no estamos en guerra (Sudán, Afganistán, Iraq y, masivamente, Yugoslavia). Están servilmente secundados en esto por políticos y periodistas “conservadores”, sin que tampoco ponga reparos el público estadounidense. Volviendo a 1948, Charles Beard ya notaba la lamentable ignorancia entre nuestro pueblo de los principios del gobierno republicano:
La educación estadounidense de las universidades abajo está imbuida, si no dominada, por la teoría de la supremacía presidencial en asuntos exteriores. Unida a la flagrante falta de instrucción en el gobierno constitucional, esta propaganda (…) ha implantado profundamente en las mentes de las nuevas generaciones la doctrina de que el poder del presidente sobre las relaciones internacionales es, a todos los efectos prácticos, ilimitable.[53]
No hace falta decir que la situación no ha mejorado en modo alguno, ya que las escuelas públicas moldean a decenas de millones de futuros votantes para quienes la idea, por ejemplo, de que James Madison tenga algo que ver con la Constitución de Estados Unidos resultaría una revelación sin interés.
La Guerra de Corea duró tres años y costó 36.916 vidas estadounidenses y más de 100.000 bajas más. Además, hubo millones de coreanos muertos y una devastación de la península, especialmente en el Norte, donde la Fuerza Aérea de EEUU pulverizó la infraestructura civil (con muchos “daños colaterales”) en lo que desde entonces se ha convertido en el método emblemático de hacer la guerra.[54] Hoy, casi medio siglo después del final de conflicto, Estados Unidos continúa teniendo tropas como “alarma” en otro más de sus puestos de avanzada imperiales.[55]
Las consecuencias indirectas de la “acción de policía” de Truman han sido igualmente nefastas. Hans Morgenthau escribía:
Esta interpretación errónea de la agresión de Corea del Norte como parte de un gran plan para conquistar el mundo originado y controlado por Moscú generó una drástica militarización de la guerra fría en forma de una carrera armamentística convencional y nuclear, una búsqueda frenética de alianzas y un establecimiento de bases militares.[56]
Se glorifica a Truman por su dirección de los asuntos exteriores más que nada. Estar de acuerdo depende principalmente del tipo de país que uno quiera que sea Estados Unidos. Stephen Ambrose ha resumido los resultados de la política exterior de Harry Truman:
Cuando Truman se convirtió en presidente lideraba una nación ansiosa por volver a las relaciones tradicionales entre civiles y militares y a la política exterior histórica estadounidense de no implicación. Cuando abandonó la Casa Blanca, su legado era una presencia estadounidense en todos los continentes del mundo y un sector armamentístico enormemente extendido. Aún así, consiguió con tanto éxito crear miedo en el pueblo estadounidense que las únicas críticas que recibieron alguna atención en los medios de comunicación de masas fueron las de quienes pensaban que Truman no había ido lo suficientemente lejos en hacer frente a los comunistas. A pesar de sus tribulaciones, Truman había triunfado.[57]

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