Por
Murray N. Rothbard.
La Gran Sociedad es descendiente
directa e intensificada de aquellas otras políticas con nombres pretenciosos
del siglo XX en Estados Unidos: el Square Deal, la Nueva
Libertad, La Nueva Era, el New Deal, el Fair Deal y la Nueva Frontera. Todos
estos diversos “deals” constituyen un cambio básico y fundamental en la vida
estadounidense: un cambio de una economía de un relativo laissez faire y un
estado mínimo a una sociedad en la que el estado es incuestionablemente el rey.[1]
En el siglo anterior, el gobierno
podía ser tranquilamente ignorado por casi todos, ahora nos hemos convertido en
un país en el que el gobierno es la gran e inacabable fuente de poder y
privilegio. Fuimos una vez un país en el que cada hombre podía, en buena
medida, tomar decisiones sobre su propia vida, nos hemos convertido en un
territorio en el que el estado tiene y ejercita un poder de vida y muerte sobre
todas persona, grupo e institución. El gobierno del gran Moloch, una vez
confinado y encerrado, ha roto sus débiles cadenas para dominarnos a todos.
La razón básica para esta evolución
no es difícil de adivinar. Quien mejor la resumió fue el sociólogo alemán Franz Oppenheimer;
Oppenheimer escribió que había fundamentalmente dos, y solo dos, vías para la
adquisición de la riqueza. Una vía es la producción de un bien o servicio y su
intercambio voluntario por los bienes o servicios producidos por otros. A este
método (el método del mercado libre), Oppenheimer lo llamaba “el medio
económico” a la riqueza. La otra vía, que evita la necesidad de producción e
intercambio, es que una o más personas se apropien de los productos de otra
gente por el uso de fuerza física. Este método de robar los frutos de la
producción de otro hombre fue sagazmente llamado por Oppenheimer el “medio
político”. A lo largo de la historia, los hombres se han visto tentados a
emplear el “medio político” de
apropiarse de la riqueza en lugar de esforzarse en la producción y el
intercambio. Debería estar claro que mientras que el proceso de mercado
multiplica la producción, los medios explotadores políticos son parasitarios y,
como pasa con cualquier acción parasitaria, desanima y frena la producción en
la sociedad. Para regularizar y ordenar un sistema permanente de explotación
predatoria, los hombres han creado el estado, al que Oppenheimer definía
brillantemente como “la organización de los medios políticos”.[2]
Todo acto del estado es
necesariamente una ocasión para infligir cargas y asignar subvenciones y
privilegios: Al apropiarse de las ganancias por medio de la coacción y asignar
recompensas al desembolsar los fondos, el estado crea “clases” o “castas” de gobernantes y gobernados: por ejemplo,
las clases de lo que Calhoun distinguía como “contribuyentes” netos y
“consumidores de impuestos”, los que viven de los impuestos.[3] Y
como, por su naturaleza, la predación solo puede mantenerse por el exceso de
producción respecto de la subsistencia, la clase gobernante debe constituir una
minoría de los ciudadanos.
Como el estado, observado
objetivamente, es una poderosa máquina de depredación organizada, el gobierno
del estado, a través de sus muchos milenios de historia registrada, solo podría
preservarse convenciendo a la mayoría de la gente de que su gobierno en
realidad no ha sido explotador, sino que por el contrario ha sido necesario,
beneficioso e incluso, como en los despotismos orientales, divino. Promover
esta ideología entre las masas ha sido siempre una función esencial de los
intelectuales, una función que ha creado la base para reclutar un cuerpo de
intelectuales, en un lugar permanente en el aparato del estado. En otros
siglos, estos intelectuales formaban una casta sacerdotal que ponía un halo de
misterio y casi divinidad en las acciones del estado a una gente crédula. Hoy
en día, la apología del estado tiene formas más sutiles y aparentemente
científicas. El proceso parece esencialmente el mismo.[4]
En Estados Unidos. Una fuerte
tradición libertaria y antiestatista impidió que el proceso de estatización se
realizara a un ritmo muy rápido. La principal fuerza en su impulso ha sido el
escenario favorito del expansionismo estatal, identificado brillantemente por
Randolph Bourne como “la salud del estado”, es decir, la guerra. Pues aunque en
tiempo de guerra algunos estados se encuentran en peligro ante otros, todo estado
ha encontrado en la guerra un campo fértil para divulgar el mito entre sus
súbditos de que ellos han sido los
que han estado en peligro mortal, del cual les está protegiendo su estado. De
esta forma, los estados han podido presionar a sus súbditos para que luchen y
mueran para salvarles bajo el pretexto de que los súbditos están siendo salvados del terrible enemigo exterior. En
Estados Unidos, el proceso de estatización empezó en serio bajo la disculpa de
la Guerra de Secesión (servicio militar, gobierno militar, impuesto de la
renta, impuestos indirectos, altos aranceles, banca nacional y expansión del
crédito para las empresas favorecidas, papel moneda, concesiones de terrenos a
los ferrocarriles) y alcanzó su pleno florecimiento como consecuencia de las
dos guerras mundiales, para culminar finalmente en la Gran Sociedad.
El recientemente aparecido grupo de
“conservadores libertarios” en Estados Unidos ha comprendido parte del panorama
actual de estatismo acelerado, pero su análisis adolece de varios puntos ciegos
esenciales. Uno es la completa incapacidad de darse cuenta de que la guerra,
culminando en el actual estado acuartelado y la economía militar-industrial, ha
sido el camino real hacia la agravación del estatismo en Estados Unidos. Por el contrario, el aumento del reverente
patriotismo que la guerra produce en los corazones conservadores, junto con su
ansia por enfundarse la armadura contra la “conspiración comunista
internacional” ha hecho a los conservadores los más ansiosos y entusiastas partidarios
de la Guerra Fría. De ahí su incapacidad de ver las enormes distorsiones e
intervenciones impuestas en la economía por parte del enorme sistema de
contratos bélicos.[5]
Otro punto ciego conservador está
en su defecto en identificar qué grupos
han sido responsables del florecimiento del estatismo en Estados Unidos. En la
demonología conservadora, la responsabilidad pertenece solo a los intelectuales
progresistas, ayudados y auxiliados por sindicatos y granjeros. Por el
contrario, a las grandes empresas curiosamente se les excusa de culpas (los
granjeros son empresarios bastante pequeños, aparentemente, como para que sea
justo censurarlos). ¿Cómo entonces contemplan los conservadores la clara
evidencia de la avalancha de grandes empresas apoyando a Lyndon Johnson y su
Gran Sociedad? O por la estupidez masiva (al no leer las obras de los
economistas de libre mercado) o por la subversión de los intelectuales
progresistas (por ejemplo, la educación de los hermanos Rockefeller en la
Lincoln School) o por cobardía (al no defender firmemente los principios del
libre mercado ante el poder público).[6] Casi
nunca se apunta al interés como la
razón principal del estatismo entre los empresarios. Este defecto es mucho más
curioso a la luz del hecho de que a los liberales del laissez faire de los
siglos XVIII y XIX (por ejemplo, los radicales filosóficos en Inglaterra, los
jacksonianos en Estados Unidos) nunca les avergonzó identificar y atacar las
redes de privilegios especiales otorgados a los empresarios en el mercantilismo
de su tiempo.
De hecho, uno de los principales
motores de la dinámica estatista en los Estados Unidos del siglo XX han sido
los grandes empresarios, y esto mucho antes de la Gran Sociedad. Gabriel Kolko,
en su innovador Triumph of Conservatism,[7] ha demostrado
que el cambio hacia el estatismo en el periodo progresista fue impulsado por
los grupos de grandes empresas, que se supone, en la mitología progresista, que
iban a ser derrotadas por las medidas progresistas y de la Nueva Libertad. En
lugar de un “movimiento popular” para controlar a las grandes empresas, la
evolución de las medidas regulatorias, demuestra Kolko, derivaba de los grandes
empresarios cuyos intentos de monopolio habían sido derrotados por el mercado
competitivo y que luego se dirigieron al gobierno federal como mecanismo para
la cartelización obligatoria. Este impulso a la cartelización a través del
gobierno se aceleró durante la Nueva Era de la década de 1920 y llegó a su
culminación en la NRA de Franklin
Roosevelt. Significativamente, este ejercicio de colectivismo cartelizante lo
expusieron las grandes empresas organizadas: después de Herbert Hoover, que
había hecho mucho por organizar y cartelizar la economía, hubiera protestado
por una NRA como algo que iba demasiado lejos en el camino hacia una economía
abiertamente fascista, la Cámara de Comercio de EEUU obtuvo la promesa de FDR
de que adoptaría ese sistema. La inspiración original fue el estado corporativo
de la Italia de Mussolini.[8]
El corporativismo formal de la NRA
hace mucho que desapareció, pero la Gran Sociedad retiene mucha de su esencia.
El foco del poder social lo ha asumido pomposamente el aparato del estado.
Además, ese aparato está gobernado permanentemente por una coalición de grandes
empresas y grandes grupos laborales, grupos que utilizan el estado para operar
y gestionar la economía nacional. La habitual reaproximación tripartita de grandes empresas, grandes sindicatos y
gran gobierno simboliza la organización de la sociedad por bloques, sindicatos
y corporaciones, regulados y privilegiados por los gobiernos federales,
estatales y locales. Esto en esencia totaliza el “estado corporativo”, que,
durante la década de 1920, sirvió como faro para grandes empresarios, grandes sindicatos
y muchos intelectuales progresistas como el sistema adecuado para una sociedad
industrial del siglo XX.[9]
El indispensable papel intelectual
de movilizar el consentimiento popular para el gobierno del estado, lo
desempeña, en la Gran Sociedad, las camarillas progresistas, que proporcionan
la justificación del “bienestar general”, la “humanidad” y el “bien común”
(igual que los intelectuales conservadores trabajan la otra acera de la calle
de la Gran Sociedad ofreciendo la justificación de la “seguridad nacional” y el
“interés nacional”). En resumen, los progresistas utilizan la parte del
“bienestar” de nuestro omnipresente estado del bienestar y de la guerra,
mientras que los conservadores destacan el lado bélico de la tarta. Este
análisis del papel de los intelectuales progresistas pone una perspectiva más
compleja la aparente “capitulación” de estos intelectuales en comparación con
su papel durante la década de 1930. Así, entre numerosos ejemplos, está
aparente anomalía de A.A. Berle y David Lilienthal, alabados y condenados como
ardientes progresistas en la década de 1930, que ahora escriben libros alabando
el nuevo reinado de las grandes empresas. Realmente sus opiniones básicas no
han cambiado lo más mínimo. En la década de 1930, a estos teóricos del New Deal
les preocupaba condenar como “reaccionarios” a aquellos grandes empresarios que
seguían ideales individualistas más antiguos y no entendían o defendían el
nuevo sistema de monopolio del estado corporativo. Pero hoy, en las décadas de
1950 y 1960, se ha ganado esta batalla: todos los grandes empresarios están
dispuestos a ser monopolistas privilegiados en la nueva administración y por
tanto puede ahora dárseles la bienvenida por parte de teóricos como Berle y Lilienthal
como “responsables” e “ilustrados”, siendo su individualismo “egoísta” una
reliquia del pasado.
El mito más cruel impulsado por los
progresistas es que la Gran Sociedad funcione como un gran bien y beneficie a
los pobres: en realidad, cuando apartamos la espuma de las apariencias para ver
la fría realidad subyacente, los pobres son las principales víctimas del estado
del bienestar. Los pobres son los reclutados para luchar y morir con sueldos
literalmente de esclavos en las guerras imperiales de la Gran Sociedad. Los
pobres son los que pierden sus casas antes los buldózer de la renovación
urbana, ese buldózer que opera en beneficio de los intereses inmobiliarios y
constructores para pulverizar las viviendas disponibles de bajo coste.[10]
Todo esto, por supuesto, en nombre
de “acabar con las chabolas” y mejorar la estética de la vivienda. Los pobres
son la clientela del bienestar cuyas casas son invadidas inconstitucionalmente,
pero a menudo por agentes del gobierno para eliminar el pecado en medio de la
noche. Los pobres (por ejemplo, los negros en el sur) son los desempleados por
los salarios mínimos, creados para beneficiar a los empresarios de las áreas de
mayores salarios (por ejemplo, el norte) para impedir que la industria se
traslade a las áreas de bajos salarios. Los pobres son victimizados cruelmente
por un impuesto de la renta que izquierda y derecha al alimón presentan
falsamente como un programa igualitario para gravar a los ricos: en realidad,
diversos trucos y exenciones aseguran que sean los pobres y las clases medias los
que reciben los golpes más duros.[11]
También los pobres son víctimas de
un estado de bienestar del que la idea macroeconómica esencial es la inflación
perpetua, aunque sea controlada. La inflación y el fuerte gasto público
favorecen a las empresas del complejo militar-industrial, mientras que los
pobres y jubilados, los que tienen pensiones fijadas o Seguridad Social, son
los más afectados. (Los progresistas se han burlado a menudo de las quejas
anti-inflacionistas sobre “viudas y huérfanos” como mayores víctimas de la
inflación, pero siguen siendo en cualquier caso víctimas importantes). Y el
aumento de la educación pública masiva obligatoria obliga a millones de jóvenes
a quedar fuera de la mercado laboral durante muchos años y a ir a escuelas que
sirven más como casas de detención que como genuinos centros de educación.[12]
Los programas agrícolas que
supuestamente ayudan a los granjeros pobres realmente sirven a los grandes
granjeros ricos a costa de aparceros y consumidores por igual y las comisiones
que regulan la industria sirven para cartelizarla. La masa de los trabajadores
se ve obligada por las medidas del gobierno a integrarse en sindicatos que
domestican e integran la fuerza laboral en los trabajos de acelerar el estado
corporativo, par ser sujetas a “líneas maestras” arbitrariamente vagas y a un
arbitraje definitivo obligatorio.
El papel del intelectual
progresista y de su retórica es incluso más descarnado en política económica
exterior. Pensada ostensiblemente para “ayudar a los países subdesarrollados”,
la ayuda exterior ha servido como subsidio gigantesco por parte del
contribuyente a las empresas exportadoras estadounidenses, un subsidio similar
a la inversión exterior estadounidense a través de avales y préstamos públicos
subvencionados, un motor de inflación para el país receptor y una forma de
subvención masiva a los amigos y clientes del imperialismo de EEUU en el país
receptor.
La simbiosis entre intelectuales
progresistas y el estatismo despótico interior y exterior no es, por tanto,
accidental, pues en el corazón de la mentalidad del bienestar está un enorme
deseo de “hacer el bien a” la masa del resto de la gente, y como la gente por
lo general no quiere que se le haga a (ya que tiene sus propias ideas de lo que
quiere hacer), el progresista del bienestar inevitablemente acaba buscando el
garrote con el que conducir a las desagradecidas masas. Por tanto, la ética
progresista ofrece un poderoso estimulante a los intelectuales para buscar el
poder del estado y aliarse con lo demás gobernantes del estado corporativo. Así
que los progresistas se convierten en lo que Harry EImer Barnes ha calificado
apropiadamente como “progresistas totalitarios”. O, como dijo
Isabel Paterson hace una generación:
El humanitario desea ser la fuerza
motriz en las vidas de otros. No puede admitir ni lo divino ni el orden
natural, por el que los hombres tienen el poder ayudarse a sí mismos. El
humanitario se pone en el lugar de Dios.
Pero afronta dos hechos incómodos:
primero, que el competente no necesita de su asistencia y segundo, que la
mayoría de la gente (…) sin duda no quiere que el humanitario le “haga bien”.
(…)Por supuesto, lo que el humanitario propone realmente es lo que él debería
hacer que piensa que es bueno para todos. Es en este momento cuando el
humanitario prepara la guillotina.[13]
El papel retórico del bienestar en empujar
a la gente puede verse claramente en la Guerra de Vietnam, donde la planificación
progresista estadounidense del supuesto bienestar vietnamita ha sido
particularmente prominente, por ejemplo, en los planes y acciones de Wolf
Ladejinsky, Joseph Buttinger y el grupo de Michigan State. Y los resultados han
sido muy parecidos a una “guillotina” estadounidense para el pueblo vietnamita,
del norte y del sur.[14]
E incluso la revista Fortune invoca el espíritu del
“idealismo” humanitario como justificación para la caída de Estados Unidos como
“heredero de la dura tarea de hacer de policía de estas colonias despedazadas”
de Europa Occidental y ejercitar su poderío por todo el mundo. La voluntad de
hacer este esfuerzo hasta el máximo, especialmente en Vietnam y tal vez en
China, constituye para Fortune “la
inacabable prueba del idealismo estadounidense”.[15] Este
síndrome de bienestar progresista puede verse asimismo en la muy diferente área
de los derechos civiles, en la indignación terriblemente afligida de los
progresistas blancos ante la reciente determinación de los negros de ayudarse a
sí mismo, en lugar de seguir confiando en la prodigalidad de caballeros y damas
del progresismo blanco.
En resumen, el hecho más importante
acerca de la Gran Sociedad bajo la que vivimos es la enorme disparidad entre
retórica y contenido. En retórica, Estados Unidos es la tierra de los libres y
los generosos, disfrutando de las bendiciones mezcladas de un libre mercado
atemperado por un bienestar social acelerado, distribuyendo pródigamente su
generosidad sin límites a los menos afortunados del mundo. En la práctica, la
libre economía prácticamente ha desaparecido, reemplazada por un estado
leviatán corporativo e imperial que organiza, dirige y explota al resto de la
sociedad y, de hecho, al resto del mundo, por su propio poder y riqueza. Hemos
experimentado, como apuntaba agudamente
Garet Garret hace más de una década, una “revolución dentro de la forma”.[16] La
vieja república limitada se ha visto reemplazada por el imperio, dentro y fuera
de nuestras fronteras.
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