Por José Carlos Rodríguez
En una ocasión, una mujer se dirigió al presidente de los Estados Unidos, Calvin Coolidge,
y le dijo que se había apostado con su marido que ella sería capaz de
arrancarle más de dos palabras. "Usted pierde", fue lo que obtuvo por
respuesta. Esta anécdota caracteriza al 30 presidente de aquel país. En
primer lugar, muestra a las claras por qué le llamaban Cal "el
silencioso". En segundo lugar, muestra que su proverbial economía léxica
no era por falta de ingenio.
Hay también otra anécdota que define al
personaje. Ocurrió aquel 2 de agosto de 1923. Había muerto el presidente
de los Estados Unidos, Warren Harding, y el telegrafista de
Bridgewater, al conocer la noticia, se puso rumbo a Plymouth Notch,
donde sabía que estaba el vicepresidente. Los Coolidge no tenían ni
electricidad ni teléfono y Cal estaba pasando las vacaciones con su
padre. Sonó la puerta y John C. Coolidge la abrió. Supo por la
improvisada comitiva que su hijo ocuparía el lugar de Harding. Subió las
escaleras y dijo: "Cal, eres el presidente de los Estados Unidos".
Bajaron los dos y a las 2:47 Calvin juró su cargo frente a su padre,
justicia del lugar, los testigos que habían llegado con la noticia y con
la biblia de su madre en la mano. Un cuarto de hora más tarde, volvía a
estar en la cama.
Esta era la personalidad de Coolidge.
Ahora bien, no parece demasiado alejada de la de Mariano Rajoy. Tiene
ingenio, aunque lo maneja con cuentagotas. Es elocuente cuando habla,
pero casi más cuando calla, y lo hace a menudo. Coolidge también, y lo
hacía con dos claves. Una de ellas es que no hablaba de lo que no le
concernía como presidente, con lo que demostraba su respeto por las
instituciones. La otra se contiene en este consejo a su sucesor, Hervert
Hoover: "si ves diez problemas en el camino, puedes estar seguro de que
nueve acabarán en la cuneta antes de que te alcancen, así que sólo
tendrás que lidiar con uno". La autoridad debe intervenir sólo en última
instancia; prefiere que la sociedad resuelva sus propios conflictos, y
confía que, en la mayoría de los casos, será así. Decía a menudo, cuando
alguien se le acercaba con la lista habitual de quejas y exigencias,
"yo soy sólo el presidente". En Mariano Rajoy no se adivina en sus
silencios más que pura estrategia política, no una profunda reflexión
sobre el funcionamiento de la sociedad y el papel de la política, como
en el caso de Coolidge.
Hay otra diferencia entre los dos
mandatarios. Coolidge heredó un impuesto sobre la renta con tasas
máximas del 50 por ciento, y logró que el Congreso aprobase una reforma
que lo rebajaba al 20 por ciento. "La colecta de cualquier impuesto que
no sea absolutamente necesario es sólo una especie de latrocinio
legalizado", dijo en una ocasión Coolidge, para quien "Quiero que la
gente de América pueda trabajar menos para el Gobierno y más para sí
misma. Quiero que obtenga las recompensas derivadas de su propia
industria. Este es el principal significado de la libertad". Rajoy,
desde luego, no puede verse reflejado en este aspecto de la política de
Coolidge.
Pero sí en otro no poco importante. "A
veces el mejor balance que uno puede presentar no es aprobar leyes,
reglamentos y decretos, y no es así, en ocasiones el mejor balance puede
ser derogar leyes y decretos y reglamentos". Efectivamente, como el
caso de la basura espacial, hay una basura legislativa que
nunca se recoge, y cuya limpieza es esencial para la seguridad jurídica
y para la calidad del Estado de Derecho. Coolidge compartía la misma
idea, e incluso llegó a decir que "es más importante matar las malas
leyes que aprobar las buenas". Un buen criterio para juzgar a un
político.
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