20 julio, 2012

El negocio de las conferencias

GABRIEL ZAID

Hay quienes se reúnen a conversar con amigos, y se alegran de verse y de participar en las noticias, ocurrencias y opiniones que van tejiendo la conversación. No fácilmente admiten a desconocidos, y menos aún si llevan algún propósito. En una tertulia, el fin de la reunión es la reunión.
Pero las reuniones pueden mediatizarse con fines ulteriores: que las buenas ideas y los buenos amigos y los buenos oficios tejan algo más que una conversación: redes de relaciones y de ascenso. Las reuniones, entonces, no son tertulias, sino paréntesis de respiro y planeación de los trepadores on their way up.
También pueden mediatizarse hablando ante desconocidos, como sucede en las mesas redondas. La reunión es entonces la producción de un espectáculo, no una conversación. El pretendido diálogo puede reducirse a que cada participante lea en voz alta el texto que llevó. También puede intentarse algo más parecido a una conversación, pero conducida por un moderador.

Las conferencias individuales son actos públicos asimétricos, donde un solista se manifiesta ante el público. No alterna el uso de la palabra con otros conferenciantes, como sucede en una conferencia telefónica, en una mesa redonda o en las tertulias. Dicta una lecture, como en la tradición medieval del lector que lee una lección desde el estrado. Esto lo pone por encima del auditorio: los estudiantes que van tomando apuntes o el dictado completo.
En comparación con la tertulia de amigos o la lectura de un lector solitario, las conferencias son de poca eficacia comunicativa. Es absurdo recorrer media ciudad congestionada para llegar a tiempo y leer de oídas (que es difícil) un texto mal dicho o, peor aún, que no tiene nada que decir; y del cual no es posible saltarse las partes vacuas o el texto completo, que luego se publicará. Las conferencias pueden ser eficaces, pero con fines distintos a la comunicación de contenidos.
En los Estados Unidos del siglo XIX hubo circunstancias propicias para el desarrollo de las conferencias como negocio. La dispersión del público en un gran territorio, cuando no existían la radio ni la televisión. El prestigio de Londres y de sus escritores, aumentado por el desarrollo de la prensa masiva. La tradición democrática de hablar en público y recorrer el país en busca del voto. El nomadismo de los circos y otros espectáculos. El surgimiento de empresarios que contrataban giras de artistas extranjeros. Todo esto favoreció la creación de un mercado de celebridades literarias exhibidas de ciudad en ciudad ante públicos provincianos. Los lectores de Dickens (y los sabedores de su fama, aunque no lo hubiesen leído) estaban dispuestos a pagar el boleto para decir que estuvieron ahí: No te imaginas qué sencillo es. Era como viajar a las pirámides de Egipto.
Hoy abundan las agencias que ofrecen (por lo general en exclusiva) una cartera de celebridades disponibles para actos públicos. Tienen catálogos descriptivos, fotos y videos. Aprovechan YouTube. Se afilian a la International Association of Speakers Bureaus y participan en sus congresos. Las celebridades mismas pueden aprender del negocio en libros como Lecturing for profit, How to be booked by speakers bureaus o World class speaking: The ultimate guide to presenting, marketing and profiting like a champion.
La demanda de celebridades que cobran por presentarse en actos públicos (y hasta en actos privados de quienes pueden darse el lujo) creció porque fue aumentando la población no lectora de buen nivel social, así como el presupuesto de las instituciones millonarias que se adornan ofreciendo espectáculos académicos.
Significativamente, las universidades que publican revistas no están dispuestas a pagar por un artículo (ya no se diga un poema) ni la décima parte de lo que están dispuestas a gastar para que el autor tome el avión, vaya a un hotel, sea agasajado y lo lea personalmente ante un público menor que el de sus lectores en la revista, aunque la entrada sea gratuita. Lo que interesa de las conferencias no es, en primer lugar, el contenido de los textos, sino la presencia personal.
Las conferencias son ante todo ceremonias: actos superfluos (por lo que hace a la transmisión del contenido) cuya producción teatral es necesaria para las cámaras, las constancias curriculares y la comunicación social. Lo bueno de las conferencias no es el milagro ocasional de que alguien tenga algo importante que decir, lo diga maravillosamente y (de pura casualidad) lo escuchen quienes deberían escucharlo. El verdadero mensaje de una conferencia es que la hubo, como diría McLuhan.
Las conferencias son media events relativamente baratos. Producir y difundir veinte segundos de un comercial cuesta infinitamente más. Naturalmente, los actores y otros participantes en la producción de una conferencia pueden tener cosas que decirse de verdad; pero lo hacen fuera de las cámaras: antes, después o al margen del espectáculo.
Gracias a las conferencias, las instituciones pueden anunciar que existen y están haciendo cosas admirables. Si se dividiera el costo de las conferencias entre el número de asistentes (peor aún: entre el número de los que fueron espontáneamente, no por compromiso), el boleto de entrada (aunque no lo pague el público) resultaría escandaloso, comparado con el precio de un ejemplar de la revista donde se publique el texto. Pero ese no es el cálculo correcto: hay que dividir entre el número de personas que se enteraron de la conferencia. Así, el costo por millar de impactos publicitarios baja a niveles aceptables.
La publicidad beneficia también al conferenciante. Se vuelve un nombre conocido, aunque sus textos no se lean. Además, puede cobrar el texto dos veces: leyéndolo y publicándolo. Y, si pertenece a una institución, gana puntos de cumplimiento: contribuye a las cuentas gloriosas que necesitan los administradores para justificar el presupuesto. Aunque no haya dicho nada o lo haya dicho en una sala vacía.

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