La boca del pez
Marcelino
Perelló*
El
hombre perdió una buena oportunidad. Una más. La oportunidad de quedar como un
señor. O, para no ir tan lejos, de quedar simplemente como un político. Pero la
dejó pasar. Una vez más. Y quedó finalmente como el mal perdedor de dominó en
el Tupinamba.
Anunció
que no hablaría sino después de que el presidente del Consejo del IFE diera a
conocer los resultados del conteo rápido que el Comité Técnico del propio
Instituto había llevado a cabo. Y así fue. Habló.
No
para reconocer su derrota ni mucho menos el triunfo del nuevo innombrable.
Llegó al hotel Hilton (no digamos que la izquierda nice no se cuida) para declarar que no iba a
declarar nada, que “había decidido esperar” a lo que el pequeño grupo que había
tenido los ánimos de ir a apoyarlo respondió con aplausos. Caras largas y
rostros consternados, pero que lo habían recibido con el coro enérgico y
desangelado (¿?) de “¡Revolución!, ¡revolución!”
Probablemente
los aplausos fuera de lugar indicaban el temor mal disimulado de que a su
apóstol no le quedara otro remedio que aceptar las cosas como eran. O como
parecían ser. En otras palabras, que viera las cosas como, a pesar suyo, las
veía cada uno de ellos: negras. O, lo que es peor, rojas. De manera que
postergar lo inevitable no dejó de funcionar como un alivio.
El
anuncio de que finalmente no iría al Zócalo, pues estaba en “modo espera”, no hizo sino alimentar los malos
augurios.
Fue
ahí que el hombre empezó a perder los papeles y que a pesar de afirmar enfático
que “estará a la altura de las circunstancias” no lo estuvo. No supo y/o no
quiso —a fin de cuentas es lo mismo— dar muestra de tantito donaire, reprimir
la hiel y admitir lo ineludible: había perdido.
Yo,
benevolente, creí adivinar que esa era su manera de desinflar un poco los
ánimos exaltados de sus seguidores. Esos ánimos que él mismo se había encargado
de inflar y exacerbar desde hacía años. Me dije: “Es un descarado y un mal
demagogo, pero como quiera esta vez se vio hábil”. Por lo visto aparte de
benevolente he de ser irresponsable y precipitado. Porque ayer lunes se encargó
de desmentirme y de echar por tierra mi íntimo elogio.
Se
destapó con el viejo discurso que muchos sabíamos y temíamos: que él había
ganado en realidad las elecciones, que se había cometido un fraude mayúsculo,
que iba a apelar a las instancias legales correspondientes, y que más valía que le hicieran caso y
revirtieran el resultado, o si no se vería impelido a tomar decisiones (léase
abandonar los cauces legales). Toda una amenaza al TEPJF. No faltará el
demócrata sin sentido del humor que considere que se trata de un chantaje y una
presión inadmisibles.
Nuestro
personaje tuvo que pasar por la vergüenza infamante de que una mujer le diera
una lección de hombría. Y no cualquier mujer, ¡sino una de las más destacadas
figuras del PAN! Que, sin andarse con mamadas, cuando entendió lo que el
jugador del Tupinamba se niega o es incapaz de entender, y que poco después del
cierre de las casillas, sin ningún aspaviento y sin tener que “esperar” nada,
admitió ante los medios y los pocos seguidores que la arropaban, que “las
tendencias no la favorecían”, forma
eufemística y no por ello menos legítima de decir que había perdido. Y
lo dijo con dignidad,
entereza y carácter. Josefina Vázquez abrió la brecha de su porvenir político.
Pero
deje usted, abatido lector, a la candidata neocristera, el mismísimo Presidente de
la República dirigió un mensaje a la nación, pertinente y sorprendente, en el
que, con la debida precaución, afirmaba que el probable futuro Presidente de
México sería Enrique Peña Nieto, le deseó suerte y le prometió su apoyo. Bien
por el Preciso.
No podía iniciar el último tramo de su mandato de mejor manera. Un bel morire tutta una vita onora.
Y,
a propósito, para acabar de poner a cada quien en su lugar, el venido de
Macuspana, grosero y
altanero —ora
sí que no puedo decir menos— se permitió iniciar su alocución instantes después
de que el primer mandatario hubiera comenzado la suya, haciendo titubear unos
segundos a los productores radio-televisivos.
No
es que se le haya visto el cobre, es que todo él es cobre y parece orgulloso al
mostrarlo de manera obscena. Se
diría que presume de su rusticidad. En Rumanía dirían que le
faltan los seis años de casa. Yo creo que sí, que le faltan.
El
argumento principal del “pez depredador tabasqueño” (v. Wikipedia), al
“denunciar el fraude”, es la mentada “compra de votos”. Hace años que él y sus
seguidores sostienen que el PRI se dedica a comprar votos. Acusación que
siempre me ha desconcertado.
¿Cómo
se compra un voto? ¿Cómo se compran millones de votos, al por mayor? ¿Dónde?
¿En una votería?
Lo
he preguntado a mis numerosos amigos pejistas
y he escuchado las explicaciones más estrambóticas y descabelladas. Que si le
dan al votante 500 pesos y le exigen que haga una fotografía de su boleta con
el celular; que si debe salir de la cabina con la boleta sin doblar y mostrarla
disimuladamente al mapache;
que si el PRI obtiene boletas nuevas con la complicidad del IFE y una vez
convenientemente marcadas obligan al votante a que la cambie por la que le dan en
la mesa y que deberá canjear por la gratificación correspondiente. ¡Qué sé yo!
Sostengo
dos cosas: un partido al que es posible
timar y engañar, no merece gobernar. Ni merece ni puede. Sería
un desastre. Imagínese usted. Y, en cambio, un partido que es capaz de
organizar una estafa de esa magnitud, que posee la logística necesaria para
hacerse de millones de votos fraudulentos, ¡y desde la oposición!, no sólo
merece sino que está compelido a formalizar el poder que a todas luces ya
posee.
En
su brillante alocución de ayer, el hombre sostuvo, sin enrojecer, que el actual
gobernador del Estado de México, Eruviel Ávila, le había regalado un millón de
votos a su padrino Peña Nieto. Esos
son regalos. Esos son amigos. Esos son ahijados.
Lo
que no dijo el hombre es cómo le hizo Eruviel. No basta con decirlo, por
supuesto, es preciso probarlo, al igual que la historia de los celulares y las
boletas de estraperlo, pero es que ni siquiera lo dijo.
Hablar
es fácil, pero un lepisosteiforme
fluvial debería saber, mejor que nadie, que por la boca muere el
pez.
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