La broma de la democracia
Marcelino
Perelló*
Que
conste que fue Borges quien lo dijo, no yo: “La democracia es una superstición, un abuso de la
estadística”. Jorge Luis fue reaccionario, lo que no siempre le
impidió ser clarividente. A veces sí, pero no es en absoluto el caso de su lapidario y compacto juicio sobre
la democracia, de una lucidez cegadora.
Y
que conste también que fui yo, y no Borges el que dijo que “la democracia es la
cuantificación de la razón” o dicho de otra manera: “Si son más, están en lo
correcto”, lo cual es síntoma inequívoco de un delirio sicótico
maniaco-depresivo.
Y
no fuimos ni Borges ni yo los que formulamos un apotegma sin duda más antiguo: “...que Dios ayuda a los malos cuando
son más que los buenos”. Obviamente no se refiere de manera
específica a la democracia y sus mecanismos, y no pretendo aquí establecer quiénes
son los buenos y quiénes los malos, ni el grado o la manera en que se produjo
el auxilio divino.
De
todo ello se deduce sin dificultad que yo no soy un demócrata; no soy, ni de
lejos, un acólito de la democracia. Entendida ésta, por supuesto, en su sentido
estricto: los comicios, los escrutinios, la legitimación de las mayorías, y
todo lo que conlleva: desde la demagogia preelectoral propagandística (léase
publicitaria) hasta el aposentamiento del poder.
Porque
hay muchos ciudadanos, demasiados, que le enjaretan a la democracia atributos y
virtudes que no le corresponden y que pretenden convertirla en una especie de
sinónimo —parónimo, digamos— de la libertad. De cierta libertad descafeinada.
Así,
pretenden que de la “democracia” dependan los derechos humanos y civiles, la
posibilidad de expresión y asociación sin cortapisas, el apego irrestricto a la
ley y el justo castigo a quienes osen violarla; la victoria de la honestidad y
la inteligencia sobre la corrupción, las trampas y la estupidez.
El
predominio de la tolerancia y el respeto a la razón ajena. La solución a los
conflictos por medio del diálogo sensato. Una justa repartición de la riqueza y
la retribución equitativa del fruto del trabajo. En consecuencia, la
desaparición de la pobreza y la atención competente y digna de las
enfermedades. En fin, el triunfo aplastante de la verdad y la justicia sobre la
mentira y la crueldad.
Podría
haber continuado esta relación ad infínitum. Pero ahi muere. Para el lector perspicaz y de
buena fe ha de ser suficiente
para admitir que la democracia per se no implica nada de todo esto.
Es preciso no hacerse bolas:
la “democracia” es únicamente el reino del voto.
Esa
historia de la etimología griega que nos quiere hacer tragar el “demos-kratos”
como el poder del pueblo
no tiene ni pies ni cabeza. Es un oxímoron inaceptable, una contradicción
flagrante, pues el
pueblo, por definición, es aquel sector social que carece de poder.
Ya
puestos, y para volver al terreno de las frases sabias, imposible olvidar al
revolucionario y político francés Charles-Maurice de Talleyrand, creo, y su: “La mayoría es el peor de los
tiranos”, que hace juego con la de Montesquieu (de él estoy
seguro): “No hay peor tiranía
que la que se ejerce a la sombra de las leyes y bajo el calor de la justicia”.
Yo,
por mi parte, quiero hacer patente mi convicción de que un día no tan lejano la
ínclita y nunca bien ponderada Real Academia de la Lengua Española se digne
establecer las comillas como un signo ortográfico obligatorio, como los acentos
o las haches. Y que entonces se pueda escuchar al pequeñuelo que está haciendo
su tarea, preguntar al padre:
“Papá, ¿democracia se escribe con comillas?” A lo que éste
contestará sin separar la vista del periódico: “Claro, hijo, ‘democracia’ se
escribe siempre con comillas. Ya deberías saberlo”.
Que
las elecciones de hace nueve días volvieron a poner de manifiesto hasta qué
punto la democracia es una práctica grotesca no hace falta demostrarlo. Digamos
que lo que estaba
previsto ocurrió tal como estaba previsto: que el PRI, el único
partido digno de ese nombre en México, ganaría por amplio margen no había nadie
razonable que pudiera ponerlo en duda. Dije “nadie razonable”.
Las
derrotas de 2000 y 2006 sólo pueden explicarse por el desgaste de 70 años de
gobierno ininterrumpido, las confrontaciones internas, y por la intervención
descarada de Washington, cuyo
objetivo en el mundo es exterminar toda organización política estructurada, que
pueda ponérsele al brinco, desde el campo socialista hasta los
países latinoamericanos, pasando por Europa y, por supuesto, los países
islámicos.
Los
gringos detestan al PRI, y si se la pelaron esta vez fue en parte porque Obama,
pese a todo, será lo mismo pero no igual a sus antecesores, y en parte porque
la oposición en México, de
derecha, de “izquierda” y de caricatura, no podía, realmente, ser más
deleznable e incapaz.
También
estaba prevista la debacle neocristera. No podían no tener consecuencias 12
años de demolición sistemática de las estructuras nacionales edificadas a lo
largo de dos siglos, y el escandaloso crimen de convertir la República en un
gigantesco y cavernario rastro, siguiendo al pie de la letra las instrucciones
de la Casa Blanca, que prefiere seguir siendo blanca y que la sangre corra en
su backyard.
Si
al PRI le tomó 70 —de hecho noventa— años agotarse y marchitarse, al PAN le
bastaron doce.
Pero
tuvieron lugar también fenómenos imprevistos, como corresponde a un ejercicio
contrahecho como lo es el de las elecciones democráticas. Fue inesperado, en
primer lugar, el éxito
relativo de ese verdadero fantoche que fue el candidato de ese muégano pegajoso
llamado PRD. Obtuvo más de 30% de los sufragios, en números
absolutos incluso por encima de los obtenidos hace seis años. Se trata de un
portento que de plano no consigo explicar.
De
lo que estoy prácticamente seguro es que si el muégano hubiera podido liberarse
del yugo al que lo tenía (¿tiene?) sujeto el llegado de Macuspana, y hubiera
sabido y podido postular a otro candidato más creíble y menos decrépito,
hubiera ganado las elecciones. Aquí entre nos, en el gabinete fantasmal de
López Obrador hay un par de personajes que, me cae, la hubieran hecho. Pero
donde manda un pejelagarto no gobiernan los salmones.
También
me resulta del todo incomprensible otro éxito, menor en cifras, mas igualmente
sorprendente. No es necesario que se lo diga, pero igualmente se lo digo: el
resultado de ese avispero más que panal, y que le permite mantener el registro. Los resultados tanto del
PRD como de Nueva Alianza representan el ejemplo áureo del sentido absurdo de
la democracia.
Finalmente,
es imposible no señalar el estrepitoso desastre de las encuestadoras, que en
promedio otorgaban a Peña Nieto 5% más de lo que realmente obtuvo y a López
Obrador 4% menos del resultado oficial. Algo similar, aunque menos dramático,
de lo que sucedió en Colombia cuando el genocida Juan Manuel Santos finalmente
derrotó al matemático, ecologista, notabilísimo alcalde de Bogotá y amplio
favorito Antanas Mockus.
Lo
dicho, querido y
desolado lector,
la democracia es una broma. Una mala broma.
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