04 julio, 2012

¿Qué hacemos con López?

Jorge Fernández Menéndez

Decíamos en 2006 y lo reiteramos hace algunas semanas, que López Obrador no es un mentiroso, es un fabulador, un hablador, siguiendo la definición de Harry Frankfurt en los libros On Bullshit y Sobre la verdad. Es un hombre que manipula y crea su propia realidad y sobre ella opera. Como es su realidad, no admite discusiones ni divergencias sobre ella. Nadie se debería sorprender, por ende, que López Obrador haya desconocido la elección del domingo, haya dicho que hubo fraude, que los medios manipularon al electorado y que quienes no votaron en su favor, casi 19 millones que votaron por Peña, 12 millones y medio que lo hicieron por Josefina y el poco más del millón 200 mil que lo hizo por Quadri, “votaron por respaldar la corrupción”. ¿Alguien esperaba otra cosa?, ¿alguien había creído en la República amorosa?

En realidad López Obrador no ha aceptado jamás una derrota, en ningún ámbito. No lo hizo cuando fue un joven dirigente del PRI, al que abandonó porque no le dieron la candidatura de Macuspana, pero tampoco reconoció su derrota en las elecciones en Tabasco, en las dos ocasiones en que compitió, en 1988 y en 1994. No aceptó los resultados cuando sus candidatos perdieron procesos internos del PRD (¿no recuerdan el caso Juanito en Iztapalapa?) y obviamente no reconoció tampoco su derrota en la presidencial de 2006. Hace unos meses Marcelo Ebrard terminó resignando la candidatura presidencial que se podría haber llevado, porque sabía que López Obrador no aceptaría que hubiera otro candidato más competitivo y rompería, como ya lo había adelantado, la coalición de izquierda, si él no era el elegido. ¿Nadie se ha preguntado cuál es la lógica que priva en un hombre que jamás en su ya larga carrera política ha reconocido una derrota?
El tema es fundamental para el futuro de la izquierda, porque ya en 2006 se dilapidó un enorme capital político. Si López Obrador hubiera reconocido los resultados ese año y hubiera aceptado la oferta de cogobernar legislativamente con el régimen de Felipe Calderón, no sólo hubiera acrecentado su esfera de poder, sino que difícilmente el PRI hubiera podido resurgir del abismo en el que lo dejó la candidatura de Roberto Madrazo. Que la opción de una izquierda moderada y con mayor actitud y capacidad de diálogo era posible lo demostró, en el DF, Marcelo Ebrard, y lo acaba de reafirmar con una victoria abrumadora, que duplica en porcentaje de votos los obtenidos por López Obrador, la de Miguel Ángel Mancera. No sólo en porcentaje: Mancera obtuvo medio millón de votos más que López Obrador en el DF.
Pero no es sólo Mancera. El PRD venció al optar por candidatos moderados, en Morelos, con Graco Ramírez, un hombre que siempre ha privilegiado el diálogo, y en Tabasco, con Arturo Núñez, un político que creció y se consolidó en su larga carrera, por ser, sobre todo, un gran concertador entre diferentes posiciones políticas. Y si la intransigencia no hubiera privado en la izquierda, al llevar a dos candidatos enfrentados a la gubernatura, Enrique Alfaro hubiera podido ser un candidato aún más competitivo en Jalisco.
¿Por qué López Obrador no acepta las derrotas aunque dilapiden el capital político de su partido? Por varias razones, pero la principal es que se cree un hombre especial, imbuido de una misión, un hombre con una visión religiosa de la política que le permite decir, sin sonrojarse, que quienes no votaron por él lo hicieron por avalar la corrupción (como si la misma no estuviera, además, infiltrada en todos los partidos incluida en forma destacada su propia campaña política) o por masoquismo. Y al mismo tiempo que cuestiona a los electores, a los medios, a las instituciones, tolera, acepta y cobija a políticos impresentables, incompatibles con una línea progresista y en ocasiones corruptos, desde René Bejarano hasta Manuel Bartlett.
Pero hay un punto adicional: López Obrador radicaliza su posición y desconoce las elecciones porque es la única manera de mantenerse vigente. Al radicalizarse obliga a su partido a seguirlo porque sus incondicionales, como lo hacen cotidianamente con quien no esté de acuerdo con él, acusan de traición y persiguen, como auténticos camisas negras del fascismo, a sus adversarios, sobre todo si son de su misma corriente política. Que el domingo hayan estado junto a López Obrador personajes como Cuauhtémoc Cárdenas (que el viernes declaró que no veía signo alguno de que se estuviera gestando un fraude electoral), como Juan Ramón de la Fuente, como Ebrard o Manuel Camacho, y que el lunes no hayan aparecido en la controvertidísima conferencia de prensa convertida en mitin y tribunal inquisidor contra los medios, es algo más que una señal. Los rostros de Jesús Zambrano, Luis Walton y, en menor medida, de Alberto Anaya, en ese mismo encuentro, también dicen mucho de las divergencias que existen en el perredismo.
El PRD y sus aliados esta vez tendrán, espero, que tomar una decisión.

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