Competencia perfecta y producto bruto
En la mayor parte de las Facultades de
Economía desafortunadamente se sigue enseñando el llamado “modelo de
competencia perfecta” y los esquemas del producto bruto nacional como
si fueran el desiderátum y la piedra filosofal de la profesión.
Tal vez lo peor y más contradictorio
sea lo primero aunque lo segundo prepara mentes para pensar en
agregados con la espalda a las decisiones individuales.
Lo que sigue puede aparecer como algo
técnico que excede lo que puede razonablemente digerirse en una nota
periodística, pero visto de cerca no lo es y reviste la mayor de las
importancias ya que de estas nociones equivocadas parten los problemas
del estatismo tan en boga. En este sentido, es de interés consultar la
autobiografía intelectual de Raul Prebisch (Capitalismo periférico),
probablemente el economista que más ha influido en América latina,
quien pone de relieve el salto lógico al intervencionismo desde esos
esquemas aprendidos en sus estudios de economía en la Universidad de
Buenos Aires.
Dejando de lado que nada al alcance de los mortales es perfecto, el modelo de marras se basa en concepciones decimonónicas y erradas de León Walras por el que no se estudia el proceso de competencia sino que se lo tipifica como algo estático y bajo varios supuestos uno de los cuales es que los actores tienen conocimiento completo de todos los factores relevantes, lo cual elimina de un plumazo la noción misma de competencia puesto que en ese caso no hay posibilidad alguna de arbitraje, es decir, se descarta la participación del empresario ya que este irrumpe debido a que conjetura (no sabe) que los costos estás subvaluados en términos de los precios finales al efecto de obtener una ganancia.
Uno de los académicos de mayor calado que explicaban y difundían la noción de “competencia perfecta” es Mark Blaug quien finalmente en su “Aterword” de su obra compilada con Neil de Marchi titulada Appraising Economic Theories escribe que “Los Austríacos [miembros de la Escuela Austríaca] modernos van más lejos y señalan que el enfoque walrasiano al problema del equilibrio en los mercados es un cul de sac: si queremos entender el proceso de la competencia más bien que el equilibrio final tenemos que comenzar por descartar aquellos razonamientos estáticos implícitos en la teoría walrasiana. He llegado lentamente y a disgusto a la conclusión de que ellos están en lo correcto y que todos nosotros hemos estado equivocados”.
Efectivamente, el premio Nobel en Economía Friedrich Hayek en su ensayo “Competition As a Discovery Procedure” apunta “el absurdo del procedimiento usual en el que se comienza el análisis con una situación en donde se supone que todos los hechos son conocidos. Curiosamente, la teoría económica llama a esto competencia perfecta. No deja espacio alguno para la actividad llamada competencia que, se presume, ya ha realizado su tarea”. Por su parte, Israel Kirzner escribe en The Meaning of the Market Force que “las decisiones de los participantes individuales en el mercado de ningún modo pueden tratarse como que surgen inexorablemente de circunstancias objetivas que prevalecen en el instante anterior a las respectivas decisiones”, y Murray Rothbard agrega en su tratado de economía que si fuera correcto el supuesto del “modelo de competencia perfecta” en cuanto al antes referido conocimiento perfecto, no habrían saldos de caja ya que no ocurrirían imprevistos, en cuyo caso la demanda de dinero caería a cero, lo que, a su vez, haría desaparecer los precios y el consiguiente cálculo económico.
En resumen, se trata de un absurdo que muchos profesores siguen enseñando porque les cuesta salirse del libreto aprendido pero el daño es grande al trasmitir una visión tan desformada de lo que significa el proceso económico y el funcionamiento de los mercados.
Respecto al segundo desconcepto, ya lo hemos tratado en otras oportunidades por lo que transcribo lo dicho. Don Lavoie y Emily Chamlee-Wright en su libro Culture and Enterprise expresan serios reparos a que el significado de las mediciones de bienestar económico se traduzcan en términos del producto bruto interno ya que consideran el progreso como algo enteramente subjetivo (incluso ejemplifican con el caso de las alarmas y cerraduras que se computan en las estadísticas del producto bruto pero pueden significar drásticas reducciones en la calidad de vida debido a incrementos en la inseguridad).
En esta línea argumental personalmente agrego que aquellas estadísticas deben verse con espíritu crítico en varios planos. Primero, es incorrecto decir que el producto bruto mide el bienestar puesto que mucho de lo más preciado no es susceptible de cuantificarse. Segundo, si se sostiene que solo pretende medir el bienestar material debe hacerse la importante salvedad de que no resulta de esa manera en la media en que intervenga el aparato estatal puesto que lo que decida producir el gobierno (excepto seguridad y justicia en la versión convencional) necesariamente será en un sentido distinto de lo que hubiera decidido la gente si hubiera podido elegir: nada ganamos con aumentar la producción de pirámides cuando la gente prefiere leche.
Tercero, una vez eliminada la parte gubernamental, el remanente se destinará a lo que prefiera la gente con lo que cualquier resultado es óptimo aunque sin duda el estatismo hará retroceder las condiciones de vida debido a la injustificada succión de recursos y la consiguiente alteración de los precios relativos, lo cual conduce al desperdicio de los siempre escasos bienes disponibles. Cuarto, el manejo de agregados como los del producto y la renta nacional tiende a desdibujar el proceso económico en dos sentidos: hace aparecer como que producción y distribución son fenómenos independientes uno del otro y trasmite el espejismo que hay un “bulto” llamado producción que el ente gubernamental debe distribuir por la fuerza (o más bien redistribuir ya que la distribución original se realizó pacíficamente en el seno del mercado).
Quinto, las estadísticas del producto bruto tarde o temprano conducen a que se construyan ratios con otras variables como, por ejemplo, el gasto público, con lo que aparece la ficción de que crecimientos en el producto justifican crecimientos en el gasto público. Y, por último, en sexto lugar, la conclusión sobre el producto es que no es para nada pertinente que los gobiernos lleven estas estadísticas ya que surge la tentación de planificarlas y proyectarlas como si se tratara de una empresa cuyo gerente es el gobernante. Esto no permite ver que cuando gobernantes estiman tasas de crecimiento del producto no es que se opongan a que sen más elevadas y si resultan menores es porque así lo resolvió la gente. Si prevalece un clima de libertad y de respeto recíproco los resultados serán los que deban ser. En este sentido, James M. Buchanan ha puntualizado en “Rights, Efficency and the Irrelevance of Transction Costs” que “mientras los intercambios se mantengan abiertos y mientras no exista fuerza y fraude, entonces los acuerdos logrados son, por definición, aquellos que se clasifican como eficientes”.
Si por alguna razón el sector privado considera útil compilar las estadísticas del producto bruto procederá en consecuencia pero es impropio que esa tarea esté a cargo del gobierno. Por los mismos motivos de que los gobiernos se tienten a intervenir en el comercio internacional, Jacques Rueff en The Balance of Payments mantiene que “El deber de los gobiernos es permanecer ciegos frente a las estadísticas del comercio exterior […] si tuviera que decidirlo no dudaría en recomendar la eliminación de las estadísticas del comercio exterior debido al daño que han hecho en el pasado, el daño que siguen haciendo y, temo, que continuarán haciendo en el futuro”.
Cuando un gobernante actual se pavonea porque durante su gestión mejoraron las estadísticas de la producción de, por ejemplo, trigo es menester inquirir que hizo en tal sentido y si la respuesta se dirige a puntualizar las medidas que favorecieron al bien en cuestión debe destacarse que inexorablemente las llevó a cabo a expensas de otro u otros bienes. No hay alquimias posibles, en esta instancia del proceso de evolución cultural, lo único que un gobierno puede hacer para favorecerle progreso de la gente es respetar marcos institucionales civilizados que aseguren los derechos a la vida, la propiedad y la libertad.
En otras palabras, la llamada “competencia perfecta” es en verdad ausencia de competencia, modelo que desfigura y oscurece por completo el proceso de mercado e induce a los estudiantes a conclusiones a todas luces desacertadas y, por su parte, el producto bruto, en gran medida, termina siendo un producto para brutos. Por otra parte, concentrar la atención solo en lo material hace perder de vista la razón espiritual del hombre…como escribió el decimonónico Leslie Stephen “es más fácil construir iglesias que pensar en que es lo que se va a enseñar dentro de ellas”.
Dejando de lado que nada al alcance de los mortales es perfecto, el modelo de marras se basa en concepciones decimonónicas y erradas de León Walras por el que no se estudia el proceso de competencia sino que se lo tipifica como algo estático y bajo varios supuestos uno de los cuales es que los actores tienen conocimiento completo de todos los factores relevantes, lo cual elimina de un plumazo la noción misma de competencia puesto que en ese caso no hay posibilidad alguna de arbitraje, es decir, se descarta la participación del empresario ya que este irrumpe debido a que conjetura (no sabe) que los costos estás subvaluados en términos de los precios finales al efecto de obtener una ganancia.
Uno de los académicos de mayor calado que explicaban y difundían la noción de “competencia perfecta” es Mark Blaug quien finalmente en su “Aterword” de su obra compilada con Neil de Marchi titulada Appraising Economic Theories escribe que “Los Austríacos [miembros de la Escuela Austríaca] modernos van más lejos y señalan que el enfoque walrasiano al problema del equilibrio en los mercados es un cul de sac: si queremos entender el proceso de la competencia más bien que el equilibrio final tenemos que comenzar por descartar aquellos razonamientos estáticos implícitos en la teoría walrasiana. He llegado lentamente y a disgusto a la conclusión de que ellos están en lo correcto y que todos nosotros hemos estado equivocados”.
Efectivamente, el premio Nobel en Economía Friedrich Hayek en su ensayo “Competition As a Discovery Procedure” apunta “el absurdo del procedimiento usual en el que se comienza el análisis con una situación en donde se supone que todos los hechos son conocidos. Curiosamente, la teoría económica llama a esto competencia perfecta. No deja espacio alguno para la actividad llamada competencia que, se presume, ya ha realizado su tarea”. Por su parte, Israel Kirzner escribe en The Meaning of the Market Force que “las decisiones de los participantes individuales en el mercado de ningún modo pueden tratarse como que surgen inexorablemente de circunstancias objetivas que prevalecen en el instante anterior a las respectivas decisiones”, y Murray Rothbard agrega en su tratado de economía que si fuera correcto el supuesto del “modelo de competencia perfecta” en cuanto al antes referido conocimiento perfecto, no habrían saldos de caja ya que no ocurrirían imprevistos, en cuyo caso la demanda de dinero caería a cero, lo que, a su vez, haría desaparecer los precios y el consiguiente cálculo económico.
En resumen, se trata de un absurdo que muchos profesores siguen enseñando porque les cuesta salirse del libreto aprendido pero el daño es grande al trasmitir una visión tan desformada de lo que significa el proceso económico y el funcionamiento de los mercados.
Respecto al segundo desconcepto, ya lo hemos tratado en otras oportunidades por lo que transcribo lo dicho. Don Lavoie y Emily Chamlee-Wright en su libro Culture and Enterprise expresan serios reparos a que el significado de las mediciones de bienestar económico se traduzcan en términos del producto bruto interno ya que consideran el progreso como algo enteramente subjetivo (incluso ejemplifican con el caso de las alarmas y cerraduras que se computan en las estadísticas del producto bruto pero pueden significar drásticas reducciones en la calidad de vida debido a incrementos en la inseguridad).
En esta línea argumental personalmente agrego que aquellas estadísticas deben verse con espíritu crítico en varios planos. Primero, es incorrecto decir que el producto bruto mide el bienestar puesto que mucho de lo más preciado no es susceptible de cuantificarse. Segundo, si se sostiene que solo pretende medir el bienestar material debe hacerse la importante salvedad de que no resulta de esa manera en la media en que intervenga el aparato estatal puesto que lo que decida producir el gobierno (excepto seguridad y justicia en la versión convencional) necesariamente será en un sentido distinto de lo que hubiera decidido la gente si hubiera podido elegir: nada ganamos con aumentar la producción de pirámides cuando la gente prefiere leche.
Tercero, una vez eliminada la parte gubernamental, el remanente se destinará a lo que prefiera la gente con lo que cualquier resultado es óptimo aunque sin duda el estatismo hará retroceder las condiciones de vida debido a la injustificada succión de recursos y la consiguiente alteración de los precios relativos, lo cual conduce al desperdicio de los siempre escasos bienes disponibles. Cuarto, el manejo de agregados como los del producto y la renta nacional tiende a desdibujar el proceso económico en dos sentidos: hace aparecer como que producción y distribución son fenómenos independientes uno del otro y trasmite el espejismo que hay un “bulto” llamado producción que el ente gubernamental debe distribuir por la fuerza (o más bien redistribuir ya que la distribución original se realizó pacíficamente en el seno del mercado).
Quinto, las estadísticas del producto bruto tarde o temprano conducen a que se construyan ratios con otras variables como, por ejemplo, el gasto público, con lo que aparece la ficción de que crecimientos en el producto justifican crecimientos en el gasto público. Y, por último, en sexto lugar, la conclusión sobre el producto es que no es para nada pertinente que los gobiernos lleven estas estadísticas ya que surge la tentación de planificarlas y proyectarlas como si se tratara de una empresa cuyo gerente es el gobernante. Esto no permite ver que cuando gobernantes estiman tasas de crecimiento del producto no es que se opongan a que sen más elevadas y si resultan menores es porque así lo resolvió la gente. Si prevalece un clima de libertad y de respeto recíproco los resultados serán los que deban ser. En este sentido, James M. Buchanan ha puntualizado en “Rights, Efficency and the Irrelevance of Transction Costs” que “mientras los intercambios se mantengan abiertos y mientras no exista fuerza y fraude, entonces los acuerdos logrados son, por definición, aquellos que se clasifican como eficientes”.
Si por alguna razón el sector privado considera útil compilar las estadísticas del producto bruto procederá en consecuencia pero es impropio que esa tarea esté a cargo del gobierno. Por los mismos motivos de que los gobiernos se tienten a intervenir en el comercio internacional, Jacques Rueff en The Balance of Payments mantiene que “El deber de los gobiernos es permanecer ciegos frente a las estadísticas del comercio exterior […] si tuviera que decidirlo no dudaría en recomendar la eliminación de las estadísticas del comercio exterior debido al daño que han hecho en el pasado, el daño que siguen haciendo y, temo, que continuarán haciendo en el futuro”.
Cuando un gobernante actual se pavonea porque durante su gestión mejoraron las estadísticas de la producción de, por ejemplo, trigo es menester inquirir que hizo en tal sentido y si la respuesta se dirige a puntualizar las medidas que favorecieron al bien en cuestión debe destacarse que inexorablemente las llevó a cabo a expensas de otro u otros bienes. No hay alquimias posibles, en esta instancia del proceso de evolución cultural, lo único que un gobierno puede hacer para favorecerle progreso de la gente es respetar marcos institucionales civilizados que aseguren los derechos a la vida, la propiedad y la libertad.
En otras palabras, la llamada “competencia perfecta” es en verdad ausencia de competencia, modelo que desfigura y oscurece por completo el proceso de mercado e induce a los estudiantes a conclusiones a todas luces desacertadas y, por su parte, el producto bruto, en gran medida, termina siendo un producto para brutos. Por otra parte, concentrar la atención solo en lo material hace perder de vista la razón espiritual del hombre…como escribió el decimonónico Leslie Stephen “es más fácil construir iglesias que pensar en que es lo que se va a enseñar dentro de ellas”.
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