08 agosto, 2012

LOS CUCHILLOS LARGOS


Otto Granados

En democracias como la nuestra —todavía incipiente, sin reelección consecutiva y una cultura política aún poco consolidada— suele ser normal que tras una derrota electoral se produzca inicialmente en el partido gobernante una especie de crisis psicológica para buscar explicaciones donde no las hay, encontrar a los responsables, ajustar cuentas y proceder a blandir los cuchillos largos sobre el cuello de los presuntos culpables.



Así es la política, salvaje y cruel cuando se está del lado de los perdedores, y quizá algo de eso le esté ocurriendo al PAN y al presidente Calderón.


Pero lo que es menos evidente es que las reglas del sistema político mexicano han creado una serie de incentivos que no sólo son perversos, como esa propensión a guillotinar al padre, sino que distorsionan la identificación de las causas reales de una derrota electoral y, peor aún, al inocular el miedo a perder como fin último de la acción política, hacen que el referente principal no sea el buen gobierno o los resultados concretos, sino el objetivo de ganar elecciones a costa de lo que sea.


Pongamos las cosas en un contexto apropiado. Tiene razón Calderón cuando dice que la derrota del PAN tuvo un origen “multifactorial”: contó sin duda el hecho de que, a pesar de sus logros, que los hay sin duda, el ciudadano le facturó al gobierno su hartazgo por el clima —genuino o percibido— de inseguridad o por la situación económica y del empleo, o simplemente porque en estos tiempos doce años en el poder son demasiados.


Pero también es verdad que la campaña presidencial del PAN fue poco seductora o que AMLO creció sistemáticamente o que Peña resultó un candidato atractivo. Por ende, querer personalizar en Calderón el factor central de la derrota vale como evasión pero no como explicación.


El otro elemento que se pierde de vista, y ésta es una de las disfunciones más graves de la política mexicana actual, es hacer del buen gobierno y la eficacia electoral términos contradictorios. En un país con tantas asignaturas pendientes como México, la eficacia de los gobiernos depende de decisiones y reformas que con frecuencia son duras, complejas, impopulares y electoralmente costosas.


Y los gobernantes tienen generalmente miedo, si no es que pavor, a tomarlas y promoverlas porque su partido va a perder las siguientes elecciones y su futuro está en riesgo. Esto es un equívoco: la obligación fundamental de quienes gobiernan es hacer muy bien su tarea cuando están en el cargo y ofrecer resultados concretos.


Si fueran un poco más sofisticados, los políticos mexicanos ya debían haber aprendido que gobernar es decidir y que alcanzar objetivos importantes para la sociedad plantea inevitablemente conflictos, popularidades modestas e incluso derrotas electorales. Pero no hay alternativa si se quieren hacer las cosas seriamente, ganar respaldo colectivo y legitimidad pública.

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