Argentina: El kirchnerismo como dogma de fe
Tenue sombra primero, raya más tarde, ranura, surco,
zanja, foso. Lo que no era más que una suave línea divisoria se
convirtió, durante los últimos años, en una frontera crecientemente
insalvable. Los pronombres se volvieron adjetivos: "nosotros" y "ellos"
pasaron a designar a los "buenos" y los "malos", los "decentes" y los
"indecentes", los "justos" y los "réprobos". La frontera atraviesa los
lazos de familia, la memoria de la amistad, las relaciones
profesionales, las mesas de café, la calle misma. Los años kirchneristas
se han convertido en los años de la gran separación: ellos y nosotros.
Si uno se atiene a lo que el kirchnerismo dice de sí
mismo, resulta difícil comprender con qué palas se cavó ese foso.
Quienes hablan por el oficialismo lo describen como un movimiento que ha
recuperado la política, profundizado la soberanía, implicado a la
juventud en la acción colectiva con fines altruistas, mejorado la
distribución del ingreso, combatido la pobreza extrema y la desigualdad,
enriquecido la matriz productiva de la economía y la calidad de los
puestos de trabajo, y sancionado -¡por fin!- a los torturadores. Los
kirchneristas no comprenden que no resulten claros para todos los
grandes logros de su gobierno, los innegables avances realizados a pesar
de "los errores" y de "lo que falta". Tan obvios les resultan a los
oficialistas estos méritos, que quienes los niegan sólo pueden hacerlo
por mala fe, por mezquindad o por subordinación a espurios intereses
innombrables y poderes oscuros.
Los otros, quienes observan con mirada crítica, no
encuentran nada verdadero en un gobierno que falsea la realidad del
mismo modo en que falsea las estadísticas. Tampoco ven un cambio
sustantivo en las condiciones de vida de los sectores más débiles. Ni en
los índices de pobreza, ni en los servicios de salud, ni en la calidad
de la educación, ni en el modo en el que se trasladan a sus sitios de
trabajo, ni en el acceso a la justicia.
Y para colmo, observan un proceso de creciente
concentración de riqueza y de poder, de limitación de las libertades y
de corrupción e ineficiencia, a costa del consumo de activos públicos y
privados con los que se financian políticas clientelares y se
transfieren patrimonios a las camarillas cómplices.
Cada uno asume que el otro es víctima de un sesgo
cognitivo que sólo le permite ver de la realidad aquello que lo confirma
en sus puntos de vista, ignorando las numerosas evidencias que podrían
desmentirlos. Tan encontradas son las visiones de la realidad y tan
imposible se ha vuelto la conversación que lo que comenzó como una
discusión de ideas se convirtió en la descalificación de las personas.
Pero los críticos del Gobierno no están mayoritariamente en contra de la
Asignación Universal por Hijo ni en contra del matrimonio igualitario
ni en contra de la prosecución de los juicios a los torturadores. De
hecho, ninguna de esas medidas -como muchas otras- fue pensada por el
kirchnerismo. ¿Por qué, entonces, la crítica provoca el escarnio
público, el agravio, la injuria y, en ocasiones, hasta la violencia
física?
Porque los kirchneristas no se aglutinan en torno de
las ideas que su gobierno enuncia. Se aglutinan en torno de creencias.
Por ello la crítica no pone en cuestión las ideas ni los procedimientos,
sino la fe. El kirchnerismo no es un movimiento político: es un
movimiento radicalmente antipolítico, cuya principal fuerza es haber
hecho renacer el sentimiento de una causa. Sus seguidores no están allí
por la ideología, sino porque han vuelto a encontrar un motivo por el
cual luchar. El tema es la causa, que muchos de los militantes de los
setenta, viejos y derrotados, no se resignaron a enterrar, y que los
jóvenes surgidos de la crisis de principios de siglo necesitaban para
reconvertir tanta frustración en deseo de futuro. Ese tema es el único
fundamento de una fuerza que propició que el ideal romántico de
compromiso volviera a alentar en aquellos que ya lo creían extinguido.
Acodados en un desvencijado muelle, quienes miraban fluir las aguas de
un pasado ideal con ojos melancólicos sucumbieron a la promesa del líder
que les hizo creer que timoneaba el gran barco de la Historia y que
ésta era la última ocasión en que podrían abordarlo.
Hay un instante emblemático de esa promesa: el momento
en el que alguien, para reescribir su propia biografía, ordena que se
retire el retrato del Gran Dictador. Fue ésa una orden sin riesgo, que
condensa la muerte de la política; a partir de ese momento la política
es reemplazada por el rito, y desde entonces lo dicho -y el modo de
decirlo- es mucho más importante que lo hecho -y que el modo de
hacerlo-: el juego de las imágenes se torna más real que la dureza de la
realidad. Desde entonces, la mezcla literalmente letal de descuido por
la vida humana, negación de los problemas, desorganización e incapacidad
en la gestión del Estado, se expande con normalidad. Ya no importan los
muertos en los trenes, como no importará el dolor de sus deudos. Sólo
importa cuidar del gran vacío designado como "modelo", "proyecto" y
"proceso de transformación": puertas giratorias de una cantina de pueblo
por las que entran y salen, sin solución de continuidad, valores y
conceptos, aliados y enemigos, principios y negocios. Hombres de fe,
creyentes, nostálgicos del Edén, los kirchneristas se cuentan una
historia y recurren a la liturgia, al culto y a la iconografía para
volver el mundo legible y seguro. Para que la necesidad de creer se
convierta en creencia es necesario construir un relato, que es antes
teológico que político: la unidad religiosa entre Dios, el hombre y el
mundo se metamorfosea en la unidad entre el Estado, el gobierno y el
pueblo, que forman así un nexo indisoluble. Un nexo que se funda, como
observa Mark Lilla, en la renacida idolatría de la tierra y la sangre,
en la histérica obsesión por el pueblo, en la glorificación de la
violencia revolucionaria, en el culto de la personalidad. Un nexo que
explica el radicalismo ferozmente antipolítico de un movimiento
mesiánico que carece de programa, puesto que el objeto de su gesta no
consiste en ocuparse de las condiciones de vida material de la sociedad
sino del Destino del Pueblo, y que hace del kirchnerismo un fenómeno
reaccionario para el cual el futuro se piensa con las categorías del
pasado: como un tiempo de redención que marcará el fin de la época
oscura nacida con el surgimiento de la democracia liberal, y, peor aún,
de las ideas republicanas. De allí la aspiración a una nueva Edad Dorada
en la cual el individuo será por fin sustituido por el grupo y la
sociedad por el Estado, en el marco de un excepcionalismo argentino que
debe ser protegido de la historia por medio del aislamiento y la
autopurificación.
Como en toda teología, la promesa fundada en la fe es
más importante que la evidencia. Si la vida política gira en torno de la
disputa por la autoridad, la vida del movimiento lo hace en torno de la
comprensión de los propósitos del líder. Interpretar sus gestos -no
sólo sus palabras-, sus estados de ánimo, sus fatigas y sus entusiasmos
es el modo de obtener argumentos para dar validez a sus actos, sin
interrogar de ningún modo sus intenciones. Al líder, enseñan, no se le
habla: se lo escucha.
Que un sistema de creencias religiosas se convierta en
una doctrina de la vida política no es nuevo en la historia de
Occidente. Que los kirchneristas actúen movidos por la fe no debería,
por tanto, sorprendernos. De hecho, una parte de la historia argentina
del siglo XX ha estado dominada por movimientos mesiánicos. Con algunos
de ellos el kirchnerismo comparte un rasgo que entristece un panorama
triste: si los kirchneristas actúan movidos por la fe, sus dirigentes
están guiados por el interés. Por el interés más elemental y más
terrible: el del poder y el de la riqueza. Si de por sí nos parece
incomprensible que las ideas teológicas todavía inflamen las mentes de
los hombres provocando pasiones mesiánicas, que esos hombres de fe sean
conducidos por los cínicos no provocará otra cosa que ruinas.
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