La salida de la crisis de la España del euro
Especiales - Libertad
Digital, Madrid
I) Introducción: crisis, saneamientos y política
económica
1) La crisis
del euro: la contaminación
La falta de
análisis sobre las causas políticas y económicas de la crisis del euro,
diferenciada ya de la general que afecta todavía a muchos de los países en los
que la política de dinero barato de Greenspan, del BCE y del Banco de
Inglaterra, provocó grandes burbujas crediticias, impide su comprensión. Y
sobre todo, que la mayoría de la población entienda la política que se está
haciendo, que aparece como liberalismo trasnochado del S. XIX, con el
aditamento de tener que volcar grandes cantidades de dinero público para sanear
la banca, con lo que lo único que se consigue es favorecer a los banqueros, a
costa del bienestar de la población.
Esa apreciación
es radicalmente falsa. Las políticas que se están aplicando para superar la
crisis de la Eurozona no responden a ninguna ideología económica. Son medidas
arbitristas, con el objetivo de garantizar la supervivencia del euro. Pueden
parecer liberales, porque el principal objetivo de la política fiscal es el
déficit público cero. Pero también podrían calificarse como socialdemócratas,
porque la política monetaria asegura dinero barato e ilimitado, al menos para los
bancos. En cualquier caso, los dirigentes europeos proclaman que tan pronto sea
posible se volverán a aplicar políticas más igualitarias y reniegan del
liberalismo. En lo que respecta al saneamiento de la banca, se trata de una
tarea imprescindible para que pueda funcionar la economía, como se analizará
con detalle posteriormente.
La crisis del
euro se desencadena a partir de 2009, al ponerse de manifiesto que las
dificultades de distintos países miembros de la Eurozona para lograr el
saneamiento y la recapitalización de sus sistemas financieros, así como para
controlar sus déficits públicos, junto a las incertidumbres económicas de la
muy posible suspensión de pagos de Grecia creaban temores y contagios en toda
la zona. Hasta casi finales de 2011, la política monetaria del BCE se ha
desarrollado arrastrada por las circunstancias, habiendo pasado de la ortodoxia
estatutaria a la barra libre de liquidez. Por su parte, sólo lentamente se ha
ido asimilando que, digan lo que digan los Tratados europeos, la suspensión de
pagos desordenada y repentina de un país miembro, incluso de uno tan pequeño en
términos de PIB como Grecia, contamina al resto y pone en duda la supervivencia
de la propia moneda.
Desde que la
crisis internacional, provocada por el estallido de las burbujas crediticias e
inmobiliarias, se combinó con una crisis del euro, a finales de 2009, los
políticos europeos han tenido que improvisar. Nadie sabía cómo resolver una
crisis de endeudamiento, público o privado, y de falta de competitividad en
países como Irlanda, Portugal, España, Italia y Grecia sin acudir a dejar
flotar la moneda para que el mercado fijara un nuevo tipo de cambio. El tipo de
cambio del euro podría haber sido afectado por la debilidad de algunas de las
economías de los países miembros, pero pesaba, y pesa, tanto o más, el tamaño
del área, la solidez de los países de la Europa Central y el equilibrio de las
magnitudes externas de la Eurozona. Descartado el movimiento del tipo de
cambio, la política monetaria ha tenido que acomodarse a las necesidades
generales de una crisis global y a la situación de los países periféricos. El
tipo de interés a corto plazo, que fija el Banco Central Europeo, se redujo, en
fases, hasta el 1% y a finales de 2011 el BCE abrió líneas de liquidez para
refinanciar la deuda, sobre todo, de las instituciones monetarias de los países
periféricos. Es una política que sólo ha tenido un éxito relativo, pues la
desconfianza en el valor de los activos de los bancos –de los acreedores y los
deudores– era, y es, tan grande, que ninguna inyección de liquidez ha sido
suficiente para restablecer unas relaciones crediticias normales dentro de la
Eurozona. Simplemente, el papel tradicional de la banca, que multiplica, en
promedio, por 10 o por 15, el dinero que recibe del Banco Central, no se está
produciendo. El temor a las pérdidas es tan grande que esos fondos del Banco
Central Europeo se depositan en el propio BCE como primera línea de seguridad y
liquidez. Atravesamos una auténtica "trampa de liquidez".
En definitiva,
la política monetaria intenta resolver problemas de liquidez y permite ganar
tiempo, pero la estabilidad del tipo de cambio del euro ha privado a los países
más endeudados y menos competitivos de una variable que ha sido históricamente
fundamental para recuperar los equilibrios económicos. Por su parte, la
incertidumbre sobre el valor de los activos ha impedido la concesión de nuevos
créditos, porque la banca tiene grandes dudas respecto a qué empresas y
sectores son solventes. Por su parte, las exigencias de mayores fondos propios
por parte de Basilea III, obligan a reducir el tamaño del activo y a concentrar
el crédito en las partidas que consumen menos capital.
En
correspondencia con la experiencia de los últimos tres años, la política
presupuestaria de la Eurozona se ha modificado desde el desentendimiento sobre
cuál era la que ejercía cada Estado miembro, hasta la decisión de firmar un
nuevo Tratado Fiscal Europeo, que firmarán 25 de los 27 países miembros. En
dicho Tratado se prohíben los déficits públicos estructurales por encima del
0,5% del PIB de cada país miembro en 2020 y se dan 20 años de plazo para ir
reduciendo las deudas públicas hasta el 60% del PIB de cada país. Unos cambios
tan drásticos, sin un mandato político claro de los países acreedores ni de los
deudores y, sin un entramado de instituciones que aseguren el mantenimiento
indefinido en el tiempo de estos principios rectores, explican la intermitente
crisis del euro.
2) La expansión
del balance del BCE
La crisis del
euro comienza a gestarse cuando se testan las competencias del Banco Central
Europeo al desencadenarse la crisis internacional. El Banco Central Europeo no
podía, legalmente, aplicar una política monetaria tan expansiva como la de la
Reserva Federal en Estados Unidos o el Banco de Inglaterra en el Reino Unido.
El BCE puede, estatutariamente, actuar sobre los tipos de interés, sobre la
cantidad de dinero en circulación e incluso dar facilidades crediticias a los bancos
de la Eurozona, pero todas esas políticas están condicionadas al control de la
inflación. Control que se supone si no se sobrepasa, regularmente, el 2% anual.
En la medida en que la inflación se ha situado en torno a esa cifra a pesar del
alza del precio del petróleo, los carburantes y otras muchas materias primas
desde los mínimos de 2009, el BCE ha podido ir ampliando las facilidades
monetarias que, hasta el momento, no se han traducido en mayor inflación.
El fenómeno de
líneas de liquidez ilimitadas para los bancos sin efecto multiplicador en el
crédito, se explica por la reacción de los bancos de los países desarrollados a
la incertidumbre sobre el valor de todos sus activos, financieros,
hipotecarios, corporativos o representativos de deuda pública. El BCE se
decidió a imitar, totalmente, sin límites ni contemplaciones, la política de la
Reserva Federal sólo a finales de 2011, tres años después de la aprobación del
TARP en Estados Unidos, cuando se hizo evidente la agudización de la crisis del
euro en el verano de 2011 y cuando la contracción del crédito en toda la
Eurozona garantizaba una inflación reducida. La nueva política, instrumentada,
hasta la fecha, en dos subastas ilimitadas de dinero, dos LTRO (Long Term
Refinancing Operation), para los bancos de la Eurozona, han evitado el colapso
monetario de la Eurozona. Sin embargo, las dificultades para que esta nueva política
monetaria tenga éxito son muy superiores a las de Estados Unidos o la del Reino
Unido. Para que lo logre es imprescindible sanear y recapitalizar los sistemas
financieros de todos y cada uno de los países miembros. Es una tarea muy
complicada, porque en la Eurozona no existe una institución supranacional con
capacidad de control e inspección de todos los bancos.
Para asegurarse
el cumplimento de las mayores exigencias de capital de primera calidad que
impone Basilea III, se ha tenido que utilizar un organismo, la Autoridad
Bancaria Europea, que analiza los Balances y Cuentas de Resultados de los
bancos de la Eurozona con criterios homogéneos y que dictamina si se cumplen.
Sus dictámenes son opiniones, recomendaciones, no obligaciones. La capacidad de
obligar sigue siendo una prerrogativa de las autoridades monetarias nacionales,
que son las que han decidido, incluso, qué entidades financieras se han
sometido a examen por parte de ese organismo. La situación de extrema
incertidumbre que afecta a todos los sistemas financieros de la Eurozona se ha
traducido en la aceptación de los dictámenes de dicho organismo, por más que
algunos parezcan equivocados, como los que se refieren a no aceptar, como
capital, las provisiones genéricas en el caso de España. Estas reflexiones
sobre las competencias de regulación y control sobre los sistemas financieros
nacionales son, sólo, un ejemplo más de la dificultad de que una política
monetaria tan agresiva como la que está utilizando el BCE con los LTRO tenga
garantizado el éxito.
En la Eurozona
siguen existiendo 17 Bancos Públicos Nacionales, que controlan e inspeccionan
la actividad de las entidades financieras en sus territorios. Las
inconsistencias de cualquiera de los organismos reguladores se podrían
traducir, por encima de la política monetaria del BCE, en inestabilidad del
euro y parálisis financiera de toda la Eurozona. No es una casualidad que el
BCE tenga ya un balance más abultado que el de la Reserva Federal. La reducción
de la actividad bancaria normal es más acusada en la Eurozona, a principios de
2012, que la que sufrió el sistema financiero americano después de la crisis de
Lehman Brothers. El BCE ha tenido que compensar una reducción de la actividad
crediticia de los bancos de la Eurozona mayor que la que sufrió el sistema
financiero de los Estados Unidos en su momento de crisis financiera más aguda.
Esa incertidumbre podría obligar al BCE a tener que ampliar, aún más, los LTRO
en el futuro, en la medida en que se recele de los bancos españoles e
italianos, no sólo por sus problemas de solvencia, sino por las dudas sobre la
capacidad de los gobiernos español e italiano para controlar sus déficits
públicos.
3) La política
presupuestaria del FMI
El FMI propugna
una política fiscal expansiva para superar la crisis internacional, sin tener
en cuenta las peculiaridades de la Unión Monetaria Europea. Ésa era la política
recomendada a Rodríguez Zapatero por economistas como Olivier Blanchard, el
economista jefe del FMI de Strauss Khan y de Lagarde y por Miguel Boyer en
España. Al margen de Krugman, siempre defensor de los déficits públicos. A ese
planteamiento responde el improvisado plan E, que gastó (invirtió, en la
terminología política) 11.000 millones de euros en obras municipales en 2009.
Fue una política fracasada porque a los inversores en la Eurozona, en deuda
pública o deuda corporativa, les preocupaba –y les preocupa– el nivel de
endeudamiento interior y exterior, que había subido exponencialmente en los
países más afectados por la crisis. Hasta el punto de que el elevado nivel de
déficit público, y el del endeudamiento, producen en la Eurozona un efecto de
contracción del crédito, al aumentar las dificultades de la banca para
financiarse en los mercados mayoristas de crédito, así como un menor consumo
privado y la caída de la inversión privada, por el temor de las empresas y las
familias al futuro económico que puede provocar esa política en el euro. Para
muchos economistas, entre los que me encuentro, es evidente que el gasto
público no sirve para relanzar la actividad económica en la Eurozona, ni en
países también muy endeudados, como el Reino Unido, y muy dependientes, en su
actividad, del resto de la Unión Europea.
Sin embargo, en
Estados Unidos una política monetaria muy expansiva y una política fiscal
engolfada en el déficit parecen estar funcionado. El nivel de deuda pública,
que recoge el resultado de esas políticas, ya ha superado el 100% del PIB, y se
podría convertir en un freno permanente a la actividad cuando, resueltos los
problemas de solvencia del Sector Financiero, sea necesario retirar dinero de
la circulación, subir los tipos de interés y aumentar los impuestos para
reducir el déficit fiscal. Los responsables de la política económica
norteamericana, el presidente de la Reserva Federal, Ben S. Bernanke, y el
Secretario del Tesoro, Geithner, piensan que la política que están aplicando es
la única posible para superar la actual crisis, tan grave como la de los años
treinta y que las dificultades que puedan surgir posteriormente serán siempre
menores que las que se producirían si se intentara superar la crisis con
políticas ortodoxas, en lo monetario y en lo presupuestario.
4) La
contaminación entre países
Hay otra razón
aún más importante por la que la política económica norteamericana no funciona
en la Eurozona. La política presupuestaria norteamericana puede criticarse en
un sentido u otro, como demasiado expansiva o demasiado cicatera, según
preocupe más el volumen de deuda pública acumulada o el temor a caer en una
depresión como la de los años treinta. En la Eurozona, ese debate se ha demostrado
que no es posible. En Estados Unidos, los inversores y los analistas saben que
el déficit público se puede controlar –sean cuales sean sus efectos sobre la
actividad– reduciendo el gasto público o incrementado los impuestos. Existe un
poder político capaz de tomar decisiones. Eso no ocurre en la Eurozona.
Es evidente que
hay gobiernos de países miembros de la Eurozona que no son capaces de controlar
sus déficits, y que tienen ya elevadísimos niveles de deuda pública. Tampoco es
seguro que las políticas de reformas estructurales en los países con mayores
déficits, impuestos desde fuera, sean capaces de romper los círculos viciosos
que encadenan déficits y decrecimientos de la actividad económica. Todos esos
hechos y dudas provocan momentos de pánico financiero, que ponen en cuestión la
supervivencia del euro. Las vías de contaminación, que se analizarán
posteriormente con mayor detalle, discurren por los sistemas financieros.
Cuando un Estado no puede pagar su deuda, los afectados son los detentadores de
esos títulos, que suelen ser, en primer lugar, las compañías de seguros, los
fondos de pensiones y los fondos de inversión del propio país y del exterior.
En segundo lugar, las entidades financieras del propio país. En tercer lugar,
las entidades financieras extranjeras, los particulares y los hedge funds, que
pueden haber invertido en valores públicos de Estados sometidos a tensiones
financieras, buscando una mayor rentabilidad en un momento determinado.
De entre todos
ellos, los más afectados, en caso de impagos, son siempre los bancos,
nacionales o extranjeros, que no tienen, por definición, fondos propios
suficientes para soportar, ni siquiera, pequeñas pérdidas. Llamando pequeñas a
las que pueden afectar al 1% o al 2% de su Balance. Por ello, todas las crisis
de financiación de la deuda pública de un país se reflejan en problemas de
financiación de su sistema financiero (máxime si está endeudado con el
exterior) y en contagio a los otros sistemas financieros de la Eurozona, pues
todos están extremadamente relacionados.
La
incertidumbre sobre si hay gobiernos que no son, o serán, capaces de hacer
frente a sus obligaciones en el futuro, afecta a las operaciones crediticias
ordinarias en el área euro. Los déficits públicos que sean percibidos como
resultado de la incapacidad del gobierno respectivo afectan a toda la Eurozona,
no sólo al país en cuestión. A mediados de 2009, el déficit de Grecia comenzó a
preocupar a los inversores. Como lo hizo la declaración del gobierno de Irlanda
de que respondería de cualquier deuda de su sistema financiero. También se
convirtió en una preocupación sobre el propio euro el encadenamiento de los déficits
tradicionales del Estado portugués, en la medida en que su acumulación había
llevado a la deuda pública a superar el 90% de su PIB. Asimismo, desde
principios de 2010, la situación del Sector Público español, con un enorme
déficit en 2009 (11,1% del PIB) y otro similar presupuestado para 2010 afectó
también a los mercados. Es verdad que el bajo nivel de endeudamiento público
limitaba, en España, las incertidumbres, pero se puso en duda la capacidad del
gobierno español para enfrentarse a la situación del país, que soportaba, ya,
un endeudamiento exterior neto que alcanzaba los 980.000 millones de euros, el
96% del PIB.
5) Los Fondos
de Rescate y el crecimiento
Enfrentados a
esta primera fase de la crisis del euro, los países miembros acordaron dar créditos
directos, de país a país, a Grecia para un primer rescate y, posteriormente,
constituir un Fondo de Rescate Temporal, (en español, el Mecanismo Europeo de
Estabilidad Financiera) en contra de la letra y el espíritu de los Tratados
europeos, para financiar a los sectores públicos de Irlanda y Portugal. A
España se le exigió un plan de saneamiento para reducir el déficit hasta el 3%
del PIB en 2013, un porcentaje que todos los Estados miembros deberían alcanzar
en ese año. En todos los casos, en los momentos de mayor tensión, las
transacciones financieras se paralizaron en la Eurozona.
El BCE tuvo que
intervenir, a regañadientes. Comenzó a comprar deuda pública de esos países en
el mercado secundario y a otorgar líneas de créditos a los bancos de los países
periféricos que no conseguían financiación para renovar su deuda a medio y
largo plazo y a los bancos acreedores más afectados por un posible impago en
los países periféricos. En tres años, desde finales de 2008 a finales de 2011,
los jefes de Estado y presidentes de Gobierno de la Eurozona han ido
construyendo un entramado de instituciones para rescatar a los Estados que
podían entrar en suspensión de pagos por problemas de liquidez o de solvencia.
Primero se aprobó la constitución de un Fondo Temporal, de 440.000 millones de
euros y, después, uno Permanente, (en español, el Mecanismo Europeo de
Estabilidad) de 500.000 millones de euros, que entrará en vigor a mediados de
2012.
Son las
peculiaridades del sistema monetario de la Eurozona las que determinan que su
única política presupuestaria posible sea el control del déficit, junto con las
políticas de reformas en los países más endeudados, para que puedan volver a
crecer y cumplir los objetivos de déficit. Si estos países se recuperaran
aumentarían, automáticamente, los ingresos tributarios y descenderían los
gastos sociales, por el efecto inverso al de los estabilizadores automáticos,
lo que facilitaría el cumplimiento de los objetivos de déficit público. Para
facilitar las políticas de reformas en estos países se les concedieron
créditos, para que sus sectores públicos no tuvieran que acudir, durante un
periodo de dos o tres años, a los mercados. El objetivo último de los préstamos
de los Fondos de Rescate es dar tiempo a que los gobiernos de los países
rescatados hagan las reformas necesarias para poder volver a crecer. El problema
de fondo es qué ocurrirá si los países no crecen y la crisis se perpetúa. En
ese caso, que podría producirse por las reticencias de los gobiernos rescatados
o por las debilidades de las estructuras económicas de esos países, habría que
plantear otra política: la salida del euro de esos países, si son de dimensión
reducida, o la ruptura del euro si los afectados son España, Italia y, a más
largo plazo, la propia Francia.
6) La política
económica de la Eurozona
En conclusión,
en estos momentos, la política monetaria del BCE permite que la banca de los
países periféricos más endeudados, y menos competitivos, goce de una cierta
liquidez y que tenga tiempo para recapitalizarse. Pero, hasta que el
saneamiento y las nuevas exigencias de capital no se cumplan, no será posible
una expansión crediticia para las empresas y las familias y los tipos de
interés seguirán siendo muy altos. El objetivo último sería que la política de
reformas consiguiera sustituir, permanentemente, el efecto impulsor en la
competitividad de una devaluación en sus desaparecidas monedas nacionales, por
el de una reducción de costes de producción, como consecuencia de haber llevado
a cabo una devaluación interior. Las reformas tendrán éxito cuando los salarios
se igualen a la productividad. A nivel empresarial, ese proceso pasa por
reducir muchos salarios. A nivel nacional significa, además, ajustar los
servicios públicos a los que se puedan financiar en cada país en función de su
renta.
En una
situación de esta naturaleza es muy evidente que no se puede hablar de una
política económica propiamente dicha en la zona euro. Los países menos
competitivos de la Eurozona, tras 12 años de implantación de la moneda única,
se encuentran con que no pueden recuperar sus equilibrios por la vía
tradicional de las devaluaciones. Además, por supuesto, de tener que hacer unas
reformas que no cuentan con consenso social. Los países más fuertes y más
competitivos se encuentran con que los créditos concedidos a los países
periféricos en los años de la expansión crediticia son tan altos que una
ruptura de la moneda única, o el impago de uno de los países de medio tamaño de
la Eurozona, podría hacer quebrar a sus sistemas financieros y obligarles a
recapitalizarlos con dinero público, en una situación, ya, de elevadas deudas
públicas. Por no mencionar las distorsiones económicas que podría causar, tanto
a unos como a otros, la ruptura de una zona económica que funciona con gran
parte de las industrias y los servicios integrados en organizaciones
multinacionales.
La combinación
de estas especiales políticas monetaria, presupuestaria y de reformas, no
constituye una política económica propiamente dicha, sino una política de
salvamento de la Unión Monetaria. El objetivo final es que los países menos
competitivos vuelvan a crecer sin financiaciones extraordinarias. No hay
garantías de éxito de esta operación. Nunca se ha intentado en el pasado. En el
nivel puramente económico, los países que optaron por permitir que funcionara
el patrón oro, a principios del S. XX, como el Reino Unido, no fueron capaces
de soportar la competencia de los países que manejaron a su antojo los tipos de
cambio, la política arancelaria y los cupos de importación, y tampoco fueron
capaces de soportar las presiones de los políticos de izquierda, que amenazaban
con una revolución como la soviética.
A nivel
político, las relaciones de los países miembros del euro con los organismos
rectores europeos recuerdan a las que tuvieron los Estados miembros de los
nacientes Estados Unidos con el Estado Federal, una vez concluida la guerra de
la independencia. En 1789, la mayoría de esos Estados eran incapaces de pagar
las deudas en que habían incurrido durante la guerra. El Estado Federal tenía
la opción de rescatarlos o de dejarlos suspender pagos. Se optó por el rescate,
otorgado a cambio de la cesión al gobierno Federal de las competencias sobre la
política arancelaria, la principal fuente de financiación pública en aquella época.
El planteamiento del presidente Washington y de Alexander Hamilton, el
Secretario de Hacienda, fue que era necesario fortalecer las competencias del
Estado Federal frente a los Estados miembros, aunque el precedente del rescate
podría volverse en contra de todos, al constituir un acicate para un nuevo
endeudamiento descontrolado de los Estados. Un riesgo que se convirtió en
realidad, hasta llegar a una situación límite cuando los Estados se endeudaron,
en los años anteriores a 1840, para llevar a cabo grandes obras de
infraestructuras en vías de comunicación. En 1840, el Congreso, tras largos
debates, rehusó rescatarlos. La mayoría de los Estados suspendió pagos y
renegoció su deuda, con grandes quitas. Si bien la mayoría de los Estados
aprobó, posteriormente, cambios legislativos que obligaban al equilibrio
presupuestario y, en algunos Estados se prohibió, totalmente, el endeudamiento.
Las consecuencias para el propio Gobierno Federal fueron muy negativas y
durante muchos años no pudo, tampoco, endeudarse. Con los años se normalizó la
situación y el crédito del Estado Federal se recuperó totalmente, al reconocer
los inversores que la decisión de no volver a salvar financieramente a los
Estados era la mejor garantía para el futuro.
Las
similitudes, sin embargo, no son tan reales como podría parecer. En 1789, los
Estados miembros de los nacientes Estados Unidos eran insolventes. En la
actualidad, hay grandes diferencias entre los países miembros de la Unión
Monetaria Europea, hay países con problemas en sus sistemas financieros, en su
Sector Público y gran endeudamiento con el exterior. Pero los países más
solventes, como Alemania, tienen comprometidos grandes inversiones y grandes créditos
con esos países. La creación de una entidad supranacional europea podría
beneficiar a todos, en la medida en que obligara a los endeudados a hacer
reformas y a los acreedores a que la gestión de la refinanciación de esas
economías no recayera nominalmente en ellos mismos, que es el caldo de cultivo
del renacimiento del nacionalismo, tanto en unos como en otros, como se puede
observar en Grecia y en Alemania. El interés de los gobiernos y de los partidos
políticos mayoritarios de los países insolventes es vender la recuperación de
la competitividad de sus economías en aras de un ideal europeo de unidad, y el
de los países solventes y acreedores es mantener una unidad económica europea
que les resulta muy beneficiosa. Pero ni unos ni otros tienen objetivos
políticos de carácter europeo comunes, como sí ocurriera en Estados Unidos,
donde, además, los Estados federados habían luchado en una guerra de
independencia contra un enemigo común. Se trata de políticas sólo aparentemente
europeístas.
Nota 1:
"Véase el artículo de Thomas J. Sargent en The Wall Street Journal el
6/2/2012". Click aquí
7) El conflicto
de competencias entre la Unión Monetaria y los Estados miembros
La crisis del
euro se enmarca en un conflicto no declarado de competencias políticas y
económicas en el seno de la Unión Europea. El proyecto de constituir una Unión
política entre los países europeos existía en el ideario de algunos de los
políticos fundadores del Mercado Común, pero nunca se formuló como una
propuesta política concreta. El proyecto inicial fue eliminar barreras al
comercio y a la actividad financiera para evitar los enfrentamientos nacionales
y una nueva guerra mundial. Aunque las condiciones políticas fueron siempre
prioritarias, pues nunca se ha permitido la incorporación de ningún Estado que
no fuera democrático, que asegurase la división de poderes y el respeto a la
propiedad privada. El logro de la libertad de intercambio de bienes y
servicios, de movimientos de capital y de personas transformó el Mercado Común,
en fases sucesivas, en la Unión Europea. Con un conjunto de instituciones
políticas con un poder muy limitado.
En la práctica,
a pesar de los Tratados, el Parlamento Europeo no tiene el peso político que se
le suponía. Los titulares del poder político siguen siendo los Estados, que
actúan a través de la Comisión Europea y de decisiones de las Cumbres de Jefes
de Estado y de Gobierno, que requieren un elevado grado de consenso entre los
países más poderosos económicamente para su aprobación. Los Estados miembros
cedieron a la Unión Europea algunas competencias económicas de primer orden,
como la política arancelaria, la agraria y la de asegurar la leal competencia
entre los actores económicos, prohibiendo las intervenciones públicas
distorsionadoras de la misma, excepto en casos contados de sectores y de
situaciones económicas de diferencias extremas entre las "regiones
europeas". Pero siempre estuvo claro que para que la Unión Europea se
transformara en una Unión política, en un Estado supranacional, habrían sido
necesarios un Presupuesto propio y una moneda única.
Para que
quedara claro cuáles eran los límites políticos, los Estados nacionales
aceptaron un Presupuesto comunitario, pero limitado al 1,23% de la Renta
Nacional Bruta (equivalente, con matices, al PIB) de la Unión Europea, que se
gasta en la política agraria común, en ayudas para I+D y en los Fondos
Estructurales y de Cohesión. Tampoco se aceptó fácilmente la propuesta de tener
una única moneda. A pesar de que el primer proyecto, el plan Weber, es de
comienzos de los años 60. Los objetivos de la moneda única eran económicos para
unos y políticos para otros. Tras múltiples fracasos, y las devaluaciones
masivas –competitivas según Francia– del periodo 1992-1995, en 1991 se firma el
Tratado de Maastricht y en 1997 el Pacto de Estabilidad y Crecimiento que
dieron origen al euro y al Banco Central Europeo que nacieron, oficialmente, el
1 de enero de 1999. Fecha en la que comenzó una fase de inestabilidad económica
e institucional, que primero apareció como expansión crediticia e inmobiliaria
y, después, como crisis propia de la Eurozona, que se ha sumado a la crisis
internacional.
Los Estados
miembros de la Eurozona traspasaron las competencias de la política monetaria
al Banco Central Europeo. Pero no todas. Se cedieron las competencias sobre la
creación de dinero y la regulación de la oferta monetaria, para controlar la
inflación. No se cedió la competencia de ser prestamista en última instancia,
que tampoco conservaron los Estados nacionales. Simplemente desapareció. No se
cedió la política de control e intervención sobre los bancos de cada país, que
siguen dependiendo de sus antiguos Bancos Centrales. Se reguló, explícitamente,
que la política monetaria se reduciría al control de la inflación, para
diferenciarla de la de la Reserva Federal, que tiene también el objetivo de
promover el crecimiento. Se prohibió expresamente que el Banco Central Europeo
comprara deuda pública de los países miembros, aunque se exceptuó en caso de
catástrofes naturales. Simultáneamente a la creación de la Eurozona, se impulsó
la firma de una Constitución Europea, que traspasaba más competencias políticas
a la Unión Europea. Pero fue rechazada por referéndum en Francia, Holanda e
Irlanda. La Constitución se transformó en el "Tratado de funcionamiento de
la Unión Europea" o Tratado de Lisboa, que eliminó la regla de la
unanimidad para la toma de decisiones en algunas de las competencias cedidas a
la Unión Europea, pero quedó claro que era un acuerdo entre países, no la
Constitución de un Estado supranacional.
Esas
distorsiones, limitaciones y contradicciones entre la integración monetaria en
parte de la Unión, 17 países de los actuales 27 miembros, y la negativa de las
poblaciones de algunos de los Estados miembros de la Eurozona a traspasar
mayores competencias políticas para crear un Estado Supranacional, explican la
crisis del euro y las dificultades para superarla.
8) Una
auténtica unión económica
Al margen de
los condicionamientos políticos, ha funcionado la libertad de intercambio de
bienes y servicios, y la de movimientos de capitales y personas –consagrado en
el Tratado de Schengen–. Todas esas normas junto con muchas otras regulaciones,
han creado un mercado integrado, un auténtico mercado único, con cada vez
menores barreras interiores, tanto para la producción de bienes y servicios
como para distribución, con una financiación auténticamente europea,
diferenciada de la del resto del mundo. La moneda común ha estrechado los lazos
económicos, comerciales y financieros entre todos los suministradores de bienes
y servicios. Los inversores, nacionales de cada país y extranjeros, han operado
y tomado decisiones como si la Unión Monetaria fuera un ente político
supranacional, con las competencias que habitualmente se suponen a una nación.
Hasta el
estallido de la burbuja de las hipotecas subprime en Estados Unidos, en agosto
de 2007, y la quiebra de Lehman Brothers, en septiembre de 2008, la confusión de
competencias –y la desaparición de alguna como se ha señalado– entre los
Estados nacionales, la Eurozona y la Unión Europea, representada por el
Parlamento Europeo y la Comisión, no había tenido consecuencias. Sin embargo,
en el momento en el que las pérdidas de los bancos pusieron fin a la fase
expansiva del ciclo económico y la debilidad, o contracción, del crecimiento
económico se tradujo en la aparición de déficits públicos considerables en
algunos países miembros, todos los interrogantes sobre los límites entre las
competencias de los Estados nacionales y las de las diversas instituciones
supranacionales Europeas se hicieron explícitos. La realidad de la integración
europea en la producción, comercialización y financiación de todo género de
bienes y servicios se hizo patente.
Las
dificultades del Estado griego –apenas un 2% del PIB de la Eurozona– para
seguir financiando su deuda y su déficit, tras descubrirse el falseamiento de
sus cuentas públicas, se convirtió en el detonante de la crisis del euro. Desde
un punto de vista jurídico la situación era, aparentemente, clara. El Estado
griego tendría que entendérselas con sus acreedores financieros y llegar a
acuerdos con todos ellos. Ni la Unión Europea, ni la Eurozona, ni el Banco
Central Europeo, podían, ni debían, intervenir. Esos eran los términos en los
que se acordaron los traspasos de competencias monetarias y de otro orden en
diferentes Tratados Europeos. Sin embargo, la existencia, en la práctica, de un
único mercado económico y financiero en la Eurozona, tiene consecuencias que
afectan a todo el Sector Financiero de la Eurozona. Los reducidos fondos
propios de los bancos, ya puestos de manifiesto en la crisis internacional y
que propiciaron la adopción de medidas para incrementarlos en los acuerdos de
lo que se denomina Basilea III, volvieron a ponerse de manifiesto. Eran muchos
los bancos franceses, alemanes e italianos, entre otros, a los que unas
pérdidas sustanciales en sus créditos al Estado, a la banca y al resto de las
empresas griegas les podían afectar gravemente. Los posibles problemas de
solvencia de estas instituciones crediticias podían, a su vez, afectar tanto a
otros bancos de la Eurozona, que mantenían relaciones financieras con ellos,
como a su actividad crediticia fuera de Grecia. Las dudas de las autoridades
políticas nacionales, de Francia y Alemania básicamente, sobre cómo abordar la
crisis y las limitaciones jurídicas retrasaron cualquier intervención del BCE,
y se tradujeron en la paralización, en diversas ocasiones, de todo tipo de
transacciones financieras en el seno de la Unión Monetaria. Repentinamente,
aparecieron problemas de liquidez bancaria, similares a los que había
experimentado Estados Unidos tras la quiebra consentida de Lehman Brothers.
En apenas tres
años, entre 2009 y 2012, las incoherencias y las incompatibilidades entre las
competencias políticas y económicas de los Estados nacionales y las de las
instituciones europeas se han puesto de manifiesto. Se llegó a la conclusión,
económica, de que no era posible dejar que quebrara ningún banco de la
Eurozona, ni que ningún Estado miembro de la misma entrara en suspensión de
pagos. Sin modificar el reparto de competencias entre los Estados nacionales y
la Unión Monetaria, es decir, la Eurozona, se permitió que el BCE actuara como
prestamista en última instancia y la propia Eurozona aprobó la constitución de
un Fondo de Rescate Temporal, primero, y de otro Permanente, posteriormente.
Fondos que se constituyeron sólo después de ser autorizados por los Parlamentos
de los Estados miembros y que suponen una responsabilidad económica de los países
solventes que se eleva a 750.000 millones de euros en mayo de 2012, y que sólo
muy parcialmente se reflejan en el endeudamiento público de cada país
suscriptor, pues el desembolso efectivo es mínimo, ya que la mayoría de esos
capitales están asegurados por avales públicos que no contabilizan como deuda
–por acuerdo entre países– y que no generan pérdidas operativas, en la medida
en que los países a los que se han concedido –Irlanda y Portugal– pagan los
intereses correspondientes. En España los Presupuestos Generales del Estado de
2012 dedican 3.809 millones de euros a nuestra participación en el M.E.D.E.,
pero la responsabilidad total, en forma de avales, alcanza los 83.326 millones
de euros, un 11,9% del total. A Alemania le corresponden 190.000 millones de
euros. Por su parte, el BCE ha multiplicado casi por tres su balance en este
periodo, que alcanza ya los 3 billones de euros en activos frente a los bancos
y Estados de la Eurozona, de los que algo más de 1,1 billones se han concedido
en condiciones excepcionales entre noviembre de 2011 y febrero de 2012. La
concesión de créditos para los países rescatados con esos Fondos se ha
condicionado a que lleven a cabo reformas que permitan recuperar el
crecimiento. Se da por supuesto que esos créditos se utilizarán, también, para
sanear y recapitalizar a las entidades de crédito, por su capacidad para
contaminar a toda la Eurozona.
9) Los acuerdos
de los países miembros de la Unión Europea para superar la crisis del euro
En resumidas
cuentas, los acuerdos alcanzados hasta mayo de 2012 son los siguientes:
- Los compromisos financieros públicos entre los países miembros de la Eurozona se han multiplicado. El BCE tiene 3 billones de euros de créditos sobre bancos y Estados de la Eurozona, respaldados por garantías bancarias y públicas de esos mismos países. Por otra parte, ya se han utilizado 240.000 millones de euros del Fondo de Rescate Temporal y se ha aprobado un nuevo Fondo de Rescate Permanente, el M.E.D.E., por una cuantía de 700.000 millones de euros al incorporar parte de los créditos del primer Fondo Temporal.
- Todos los miembros de la Eurozona han llegado a acuerdos con la Comisión Europea para tener déficit públicos de un máximo del 3% de su PIB en 2013. Ese límite es el que aparece en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento de 1997. Si se incumple el objetivo, existe la posibilidad de multar al infractor con sanciones de hasta el 0,1% de su PIB. Los países miembros han elaborado planes, aprobados por la Comisión, en los que se detalla cómo se va a alcanzar ese objetivo.
- En conjunto, 25 países miembros de la Unión Europea –todos menos el Reino Unido y la República Checa– se han comprometido a modificar sus Constituciones nacionales –si fuera necesario según sus legislaciones– y a firmar un nuevo Tratado Fiscal Europeo, comprometiéndose a alcanzar el equilibrio presupuestario en 2020, entendiendo como tal un déficit estructural máximo del 0,5% del PIB de cada país y, a partir de ese año, a reducir su cifra de deuda pública hasta llegar a un máximo del 60% de su PIB en los veinte años siguientes, lo que supone tener superávits presupuestarios a partir de 2020. Un objetivo ambicioso, pues desde los años sesenta del siglo XX casi ningún Estado europeo ha tenido superávits, excepto en periodos muy cortos, y sus niveles de deuda pública han ido creciendo hasta superar, en promedio, el 85% de sus respectivos PIB.
- «Es perfectamente posible que, en un momento determinado, las poblaciones de los países solventes se nieguen a seguir prestando o avalando esa política de préstamos a cambio de reformas y que la de los países rescatados no acepten más sacrificios si no ven posibilidades de mejorar su situación.»
Sólo los Estados rescatados, Grecia, Irlanda y Portugal, han aceptado una
intervención, de hecho, de sus cuentas públicas y un análisis de sus
compromisos de reformas estructurales por parte de la Comisión Europea, el BCE
y el FMI, porque los créditos que reciben se van desembolsando en la medida en
que cumplen sus compromisos.
- Ningún país miembro ha cedido ninguna competencia adicional, o su ejercicio, a las instituciones europeas. El compromiso del déficit cero no tiene otra sanción que una multa de cuantía reducida. El auténtico castigo sería ser expulsado de la Eurozona o de la propia Unión Europea. Pero, como demuestra el caso de Grecia, la expulsión sólo será posible tras un periodo relativamente largo y después de haber convertido una parte sustancial de los créditos privados del resto del mundo en créditos directos del BCE, del Fondo de Rescate o del FMI. Una operación que ha podido hacerse en Grecia, que sólo representa el 2% del PIB de la Eurozona, pero casi imposible de llevar a cabo si se trata de un país de tamaño medio, como España, o grande, como Italia.
- En definitiva, con el reparto de competencias entre los Estados y las Instituciones europeas que existe en mayo de 2012, una situación de conflicto con cualquier país miembro, provocada por su incapacidad para cumplir el compromiso de reducción de su déficit público, sólo puede resolverse con más Fondos de Rescate, mayor ayuda del BCE, mayores reformas y más tiempo para lograrlo. Lo que, por otra parte, redunda en una mayor deuda pública –o avales– de los países solventes y mayor riesgo para el BCE. La expulsión de cualquier país de tamaño mediano sería el final del euro.
- Es perfectamente posible que, en un momento determinado, las poblaciones de los países solventes, representadas por el partido político correspondiente, se nieguen a seguir prestando o avalando esa política de préstamos a cambio de reformas y que la de los países rescatados no acepten más sacrificios si no ven posibilidades de mejorar su situación. Nada impediría, en ese momento, el estallido de la Eurozona. Cuanto más tiempo pase y mayores sean los recursos públicos de instituciones europeas comprometidas con los países rescatados, mayor será la fuerza de negociación de estos últimos, sobre todo si la política de reformas no da los frutos apetecidos. En ese momento, la deuda pública de esos países sería muy grande, pero concentrada con los Fondos Europeos, el FMI y el BCE, lo que facilitaría tanto la renegociación como el rechazo a permanecer en la Unión Monetaria. Es el caso de Grecia, que tendrá que negociar su salida de todas las instituciones europeas.
10) Las
alternativas: un Estado supranacional o la separación pacífica a partir de 2020
La crisis del
euro, tras los compromisos en los que han incurrido el BCE y los países de la
Eurozona con los préstamos de los Fondos de Rescate, sólo podría solucionarse,
definitivamente, con una mayor unión política de los países miembros,
traspasando, definitivamente, todas las competencias de política monetaria al
Banco Central Europeo, y la responsabilidad sobre política presupuestaria a la
Comisión Europea, como órgano permanente de las Cumbres de Presidentes y Jefes
de Gobierno, del Parlamento y de los Estados miembros de la Unión Europea.
Un traspaso que
debería incluir el resto de políticas que aseguren el control de la actividad
crediticia. Lo que se traduciría en la necesidad de que todos los partidos, con
capacidad para gobernar, en cada país, aceptaran esos principios y que
modificaran sus Constituciones para asegurar el cumplimento de esas
obligaciones. Que, quizá, a su vez, tendrían que blindarse con la exigencia de
mayorías muy cualificadas para evitar que, en algún momento en el tiempo, esos
principios pudieran modificarse fácilmente por los Parlamentos nacionales. La
dificultad de ese paso político no ha tardado mucho en aparecer, pues Hollande,
el nuevo Presidente de Francia, ha basado su campaña electoral en la defensa
del "crecimiento" en la Unión Monetaria en lugar de la
"austeridad".
Es insólito, en
este clima político, haber alcanzado acuerdos sobre Fondos de Rescate, política
del BCE y compromisos fiscales a largo plazo. En el caso de España, por acuerdo
de la mayoría cualificada que prevé la Constitución en el Congreso y el Senado,
se modificó el artículo 135 para asegurar nuestro compromiso con la estabilidad
presupuestaria. El apartado segundo de dicho artículo dice, expresamente, que
el déficit estructural no superará los márgenes establecidos por la Unión
Europea. Y que una ley orgánica fijará cuál es el déficit estructural máximo
permitido al Estado y a las Comunidades Autónomas. Se ratifica que las
Corporaciones Locales siempre estarán obligadas al equilibrio presupuestario.
Los actuales
gobernantes europeos han demostrado que están dispuestos a hacer los cambios
constitucionales necesarios para intentar blindar el euro, por temor al caos
económico y político que se desataría si la moneda única estallara. Sin embargo,
no se mencionan ni se modifican, ni se transfieren competencias. Las
inconsistencias jurídicas siguen siendo las mismas. El Reino Unido se ha negado
a participar, con absoluta lógica, en el nuevo Tratado Fiscal Europeo, porque
su objetivo no es mejorar la gobernabilidad europea ni asegurar una mejor
política económica en el futuro. Lo que se pretende es evitar el contagio de
posibles incumplimientos presupuestarios de los países miembros del euro.
La crisis del
euro es un buen ejemplo de lo que ocurre cuando se traspasan competencias
económicas y políticas nacionales de carácter fundamental, sin límites claros y
discusiones abiertas. El euro está en crisis porque los políticos que forzaron
la creación de la Eurozona no quisieron, ni se atrevieron, a informar a los
ciudadanos de los países que íbamos a integramos en ese invento
constructivista, de las condiciones necesarias para que el proyecto funcionara.
La integración en el euro se hizo, como se ha explicado, sin ninguna autoridad
supranacional, con un Banco Central Europeo que no tiene la responsabilidad de
ser el prestamista en última instancia de los bancos de la zona y sin un
Presupuesto europeo. El nuevo ente supranacional, la Eurozona, recibió algunas
competencias nacionales, pero otras, simplemente, desaparecieron. Se perdió una
responsabilidad nacional y no se sustituyó por otra supranacional. Un auténtico
vacío de poder.
Los traspasos de
las competencias nacionales en temas de naturaleza económica se han hecho a un
conjunto de entes de distinta naturaleza: un Parlamento Europeo, elegido sobre
bases nacionales de los países miembros, pero sin legitimidad ni poder para
dirigir la política europea; una Comisión Europea, que debería ser sólo el
instrumento para ejecutar las políticas aprobadas por mayorías cualificadas de
los países miembros; un Eurogrupo, que prepara la documentación y lleva a cabo
los análisis necesarios en cada momento, pero que no tiene competencias
específicas; unas Cumbres o Conferencias de Jefes de Estado y de Gobierno donde
se toman, en función de la gravedad de la situación, las decisiones más
complejas; un Banco Central Europeo, cuya misión oficial es controlar la inflación,
pero que ahora, sin apoyo legal, ni mandato, se ocupa no sólo de la liquidez de
los bancos de la Eurozona, sino de su solvencia. Unas competencias que, en la
práctica, van ya más allá de las que tiene concedidas, constitucionalmente, la
Reserva Federal de los Estados Unidos; hay otros organismos que ejercen
competencias que continúan siendo competencialmente nacionales, como la
Autoridad Bancaria Europea, a la que se ha hecho referencia, que calcula, sin
apelación, cuáles con los recursos propios de los bancos de la Eurozona y
cuáles deberían ser en el futuro, teniendo en cuanta las exigencias de Basilea
III, para evitar la repetición de una crisis bancaria como la que vivimos.
El nuevo
Tratado Fiscal Europeo puede interpretarse como un reforzamiento de las
instituciones supranacionales europeas o como una forma de limitar los riesgos
crediticios de cada país miembro en el futuro. Si se cumplen los objetivos del
nuevo Tratado, en 2020 habrá muchos menos riesgos de contagio, porque los
Estados miembros habrán sido capaces de poner sus cuentas en orden y de
recapitalizar sus sistemas financieros si hubiera sido necesario. En ese
momento, los países miembros habrían hecho las reformas necesarias, con o sin
ayuda de los Fondos de Rescate, el BCE y el FMI, para ser competitivos
internacionalmente. Sus balanzas por cuenta corriente estarán básicamente
equilibradas, y sólo la inversión directa internacional podrá financiar un
proceso expansivo mayor que el que sea capaz de conseguir con su ahorro
interno. En otros 20 años, en 2040, la deuda pública no debería superar el 60%
del PIB de ningún país miembro. Lo que significa que una ruptura entre los
países miembros de la Eurozona, por causas políticas o económicas, no tendría
las tremendas consecuencias que tiene en estos momentos.
Sea cual sea la
lectura que se haga del nuevo Tratado Fiscal Europeo, es evidente que:
- Los países más solventes, Alemania, Austria, Finlandia, Holanda y Luxemburgo, están dispuestos a tomar las decisiones necesarias para dar tiempo a que los menos solventes resuelvan sus problemas de competencia, con ayudas de Fondos Europeos y del BCE, pero no aprobarán nunca la emisión de eurobonos, que significaría responder del comportamiento del resto de los países miembros permanentemente, como si la Unión Monetaria fuera una unidad supranacional.
- Si los países menos competitivos no consiguen recuperar su competitividad no tendrían más remedio que abandonar la Eurozona
- Si esa situación se produce en España o Italia, la Eurozona desaparecerá.
- En previsión de que una situación de este tipo pudiera ocurrir, los inversores de los países más solventes y los de los países que no son miembros de la Eurozona están dejando de financiar a los países más débiles, en particular a España. Se está produciendo una renacionalización de la financiación de los países más débiles que tendrá que atajarse con la ayuda del BCE en 2012 y 2013, y sólo si se cumplen los objetivos de saneamiento del sistema financiero, de reducción del déficit público según lo acordado, y de recuperación del crecimiento económico se normalizará la situación de financiación internacional.
La enorme deuda
exterior neta de la economía española, alrededor de 990.000 millones de euros,
y la aún mayor de la cuantía de la deuda bruta, 2,3 billones de euros, tiene el
riesgo añadido de que parte de esa deuda (775.000 millones de euros a finales
de 2011) la tienen los bancos españoles –en depósitos, deuda a corto, medio y largo
plazo– con residentes en el exterior, lo que hace a la economía española
absolutamente vulnerable a las dudas sobre nuestra viabilidad económica en el
seno del euro.
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