Tal como anticipaba su
convocatoria en Facebook el jueves pasado, el movimiento #YoSoy132
saboteó la boda religiosa del hijo de Carlos Salinas el sábado pasado, y
obligó a los organizadores a reubicar la ceremonia en un lugar
confidencial y que desde que comenzó al mediodía la fiesta en San Ángel,
la policía del Distrito Federal se mantuviera alerta para cualquier
contingencia. Se puede alegar sólidamente que hubo una transgresión a la
vida privada de personas públicas, pero limitarse a ese análisis es
reduccionista y no ayuda entender lo que está sucediendo en este país.
Ese grupo beligerante -aún no radical, hay que subrayarlo-, ha venido
mostrando su indignación con lo que sucede en su País y reaccionaron el
sábado a lo que consideran un agravio: que los poderes establecidos,
cuyo epítome es el ex Presidente Salinas, son excluyentes y déspotas,
que buscan mantener a todo costo el status quo. En esa lógica se
entiende el acoso al Presidente Felipe Calderón, al Presidente electo
Enrique Peña Nieto, al PRI y a Televisa, y su cercanía política con su
enemigo común, Andrés Manuel López Obrador.
Lo relevante no son los epítetos que profieren, ni si son ciertos o no,
sino el hecho mismo de haberse convocado, organizado, reunido y
protestado, por lo que esto significa. La boda del hijo de Salinas es el
último acto de una protesta que ha evolucionado temáticamente y
ampliado a sus enemigos. En la metáfora del #YoSoy132 se encuentra un
problema de orden en México y un conflicto social. El orden parte de
algo que no se nota por su obviedad: todos los días un individuo
establece una asociación con los demás. Pero cuando esto ya no sucede –y
por igual de obvio que no se aprecia claramente-, la sociedad se ha
roto.
Si el orden consiste en lo predecible de la conducta humana sobre la
base de las expectativas comunes y estables, como sostienen los
teóricos, lo que vemos en México es que las expectativas, ni son ya
comunes, ni mucho menos son estables. El mejor ejemplo es la falta de
consenso nacional sobre la guerra contra el narcotráfico. El Presidente
no lo tiene, y pese a que siete de cada 10 mexicanos dice que va
perdiendo ante los cárteles, la crítica va contra él y su equipo sin
tocar a los delincuentes. No es inusual que la vara pública que mide
criminales considere a Calderón uno mayor que los capos asesinos, y que
voces inteligentes y sofisticadas, primitivas e ignorantes, pidan
coincidentemente la negociación con los narcos para reducir los niveles
de violencia.
El conflicto, como el que vivimos con nuestra sociedad rota, tiene
diferentes grados. El profesor Dennis Wrong, profesor emérito de la
Universidad de Nueva York, escribió en 1994 que algunos conflictos se
cristalizan en formas ritualizadas de expresión que proveen
satisfacciones emocionales sin producir mayores consecuencias—como
podría ser hasta ahora el #YoSoy132. Otros pueden ser conflictos donde
se ponen en juego intereses, pero regulados por un árbitro y donde el
resultado es aceptado por todas las partes—como podrían ser parcialmente
las elecciones. Pero hay otros, matizando la lógica hobbesiana de la
guerra de todos contra todos, donde un grupo que tiene un consenso
determinado, está contra de otro donde existe un consenso distinto.
El resultado es la ausencia del contrato social como lo describió
Rousseau en seis principios: la fuente del poder descansa en la gente,
gobierno acotado, separación de poderes, rendición de cuentas,
supervisión judicial y federalismo. Esto, dijo Rousseau, da la base para
la autoridad y la legitimidad. Ni consenso de autoridad, ni legitimidad
tenemos. Este contrato social o pacto social que tuvimos los mexicanos
por décadas, desde hace poco más de 75 años, está roto y tiene que
restablecerse. Cómo, es una pregunta que nadie ha respondido por la
sencilla razón de que nadie la ha formulado. Si en este país sobre
diagnosticado, el principal síntoma no se ha atacado, el desorden no
desaparecerá, sino se ampliará, y si bien la sociedad no se disolverá
–cuando menos en el horizonte actual-, sanarla con heridas que cada día
se profundizan, será imposible.
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