por Gabriela Calderón de Burgos
Gabriela Calderón es editora de ElCato.org, investigadora del Cato Institute y columnista de El Universo (Ecuador).
Detrás de la propuesta del presidente de financiar el aumento del
bono de desarrollo humano de $35 a $50 mensuales (transferencia que el
Estado hace a las personas que considera que viven en extrema pobreza)
con las utilidades de la banca privada está la popular idea de que el
Estado debe remediar la desigualdad de ingresos. Sin embargo, mientras que a los que nos gobiernan les preocupa la desigualdad económica, poco les importa la suprema desigualdad de poder entre ellos y sus súbditos.
En el discurso en boga, la desigualdad de ingresos se percibe,
siempre y en todo lugar, como una injusticia porque se asume que la
creación de riqueza es un juego de suma cero: Si usted es rico es porque
empobreció (¿explotó?) a otro. Ignoran el hecho de que en un mercado
relativamente libre, la gran mayoría de empresarios solamente puede
enriquecerse beneficiando a los consumidores con sus productos y
servicios, que por ser convenientes, son adquiridos voluntariamente. A
los políticamente correctos nada les agrada más que señalar a un grupo
de ricos y a un grupo de pobres para colocarse en el medio (¿o por
encima de ambos?) como los magnánimos redistribuidores.
El economista Peter T. Bauer señalaba que cuando el
Estado adquiere el poder de redistribuir la riqueza “las medidas
convencionales [de diferencias de ingresos] subestiman considerablemente
las realidades acerca de la desigualdad en una sociedad en la que los
gobernantes pueden poner a su disposición los recursos existentes si así
lo desean. Podrían usar su poder para asegurarse grandes ingresos; o
podrían elegir una forma austera de vivir”. Sin importar lo que estos
elijan, agrega Bauer, “Todavía tienen un inmenso poder sobre las vidas
de sus súbditos, que pueden utilizar para asegurarse una mejor calidad
de vida cuando sea que lo deseen”.1
Es decir, la propiedad de todos, ricos y pobres, estaría sometida a la
voluntad de quienes nos gobiernan. Esto ya no sería una sociedad de
personas libres.
Quienes nos gobiernan dicen que en Ecuador hay
empresarios ricos que han gozado de privilegios. Esto es muy cierto,
pero no nos dicen una verdad inconveniente para ellos: Que esas fortunas
no hubieran sido posibles sin favores concedidos por el Estado en la
forma de aranceles, subsidios, contratos públicos, salvataje bancario,
sucretización de la deuda, entre otras intervenciones del Estado en la
economía —que por cierto se han multiplicado durante la revolución.
Bauer agrega que “Las propuestas de redistribución, supuestamente en
nombre de reducir diferencias en los ingresos, también son muchas veces
pretextos para justificar medidas para el beneficio político o económico
de algunas personas o grupos a costa de otros”. Está claro que el
proyecto de Ley de Redistribución del Gasto Social 2
a corto plazo beneficiaría a los recipientes del bono y perjudicaría a
los banqueros privados y sus depositantes. Pero hay algo que se ha
comentado con menos énfasis: También se beneficiarían los funcionarios
públicos, nuestros magnánimos redistribuidores, adquiriendo nuevos
poderes como el de acceder a la muy íntima información de las cuentas
bancarias de todos sus súbditos.
La gran desigualdad, y esta si que retrasa nuestro desarrollo
económico, es entre quienes pueden de un solo plumazo —y con el apoyo de
la policía— quitarle la propiedad a quienes deseen y los súbditos,
quienes estamos o esperando que no nos quiten nuestra propiedad o que
nos caigan migajas de lo que le fue arranchado a otros. Esto no es
propio de una sociedad libre.
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