28 noviembre, 2012

Evaluación del sexenio de Calderón: V. La guerra. Leo Zuckermann

Con éste termino una serie de columnas sobre lo bueno y lo malo del sexenio que está a punto de terminar. A propósito dejé el tema de la guerra en contra del crimen organizado al final. Por una razón: fue, sin lugar a dudas, el tema central de este gobierno, el que más pesó y por el que será más recordado. Todo lo demás, positivo o negativo, pasará a un segundo plano. A final de cuentas creo que Calderón pasará a la historia como el Presidente de una guerra fallida. ¿Por qué?


Para empezar porque la guerra se declaró a partir de un diagnóstico equivocado basado en datos y argumentos falsos. Para el gobierno de Calderón, el modelo del narcotráfico internacional había cambiado. Antes, los narcos sudamericanos les pagaban en dinero a los criminales mexicanos para pasar las drogas a Estados Unidos. Ahora les estaban pagando en especie. Luego entonces, los narcos nacionales tenían que colocar la droga en su mercado interno. Esto había desatado una violentísima lucha de los cárteles por controlar las plazas más rentables para el narcomenudeo. El problema es que, en realidad, el mercado interno mexicano era —y sigue siendo— chiquitito, lejos de ser tan apetitoso como para agarrarse a balazos por su control. Además, en 2007, el país, lejos de estar viviendo una situación muy violenta, se encontraba en el momento más pacífico de su historia con ocho homicidios por cada cien mil habitantes.
En segundo lugar, nunca quedó claro cuál era el objetivo que perseguía el gobierno. Calderón declaró una guerra no convencional en contra de un enemigo etéreo y escondido dentro de la sociedad: el crimen organizado. En el centro de la acción puso la intervención de las Fuerzas Armadas, pero sin metas cuantificables específicas ni objetivos fijados con claridad. A lo largo del sexenio se habló de la recuperación de territorios que los delincuentes controlaban, de evitar que las drogas llegaran a nuestros hijos, que los niños pudieran salir al parque a jugar con tranquilidad, de abatir la violencia, de prevenir que el próximo presidente fuera narco, de debilitar a los grandes cárteles delictivos, dividirlos y descabezarlos. Objetivos todos ellos elusivos. Era imposible, por tanto, evaluar si la guerra se iba ganando o perdiendo. En la medida en que la violencia se incrementó (el número de homicidios en México por cada cien mil habitantes se triplicó en cuatro años al pasar de ocho en 2007 a 24 en 2011), la opinión pública se quedó con la impresión de que más bien se iba perdiendo, por más spots propagandísticos que el gobierno difundiera en los medios.
Al diagnóstico equivocado y la falta de objetivos claros hay que sumar la carencia de una estrategia seria. Nunca existió un plan completo y detallado. Ni siquiera se evaluó si las Fuerzas Armadas estaban preparadas para enfrentar una guerra de este tipo. Indirectamente, el propio Calderón lo confesó. Con motivo de su V Informe de Gobierno, dijo sobre los delincuentes: “No podemos permitir que anden con sus cinco o diez camionetas, repletas de armas, extorsionando a éste, secuestrando a aquél, matando al otro a la hora que se les da la gana, tenemos que enfrentarlos. Y si ellos salen con diez camionetas tenemos que salir nosotros con 20 patrullas de policías o del Ejército. Y si ellos salen con 20, nosotros con 40, por supuesto que tenemos que enfrentarlos y en eso sí hemos ido avanzando, les hemos pegado muy fuerte, hemos capturado ya a 21 o abatido a 21 de 37 de los líderes más buscados del crimen”.
Si tuviéramos que resumir esta doctrina, diríamos que Calderón enfrentó a la delincuencia envalentonado, echándoles montón y descabezando a las organizaciones. Si fuera así de sencillo, el Estado hubiera ganado. Pero, de acuerdo con los resultados, no parece haberlo hecho porque una guerra no se gana por la superioridad numérica de un lado sobre el otro. La historia provee numerosos ejemplos de cómo una fuerza inferior puede ganar con una mejor estrategia. No se trataba de abrumar al enemigo con más recursos humanos y materiales. Se trataba de agobiarlos en sus flancos débiles usando una combinación de inteligencia y golpes quirúrgicos con objetivos bien planeados.
Las consecuencias están a la vista. Miles de muertos (ni siquiera sabemos cuántos con exactitud) y la sensación de que esta guerra fue, en el mejor de los casos, un ejercicio pueril y, en el peor, un sonado fracaso. No por nada todos hablan de la necesidad de cambiar la estrategia para enfrentar al crimen organizado. En este sentido, a Calderón se le recordará como un Presidente cargando una pesada lápida de muchos muertos sobre su espalda.

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