Con éste termino una serie de columnas sobre lo bueno y lo malo del
sexenio que está a punto de terminar. A propósito dejé el tema de la
guerra en contra del crimen organizado al final. Por una razón: fue, sin
lugar a dudas, el tema central de este gobierno, el que más pesó y por
el que será más recordado. Todo lo demás, positivo o negativo, pasará a
un segundo plano. A final de cuentas creo que Calderón pasará a la historia como el Presidente de una guerra fallida. ¿Por qué?
Para empezar porque la guerra se declaró a partir de un diagnóstico
equivocado basado en datos y argumentos falsos. Para el gobierno de Calderón,
el modelo del narcotráfico internacional había cambiado. Antes, los
narcos sudamericanos les pagaban en dinero a los criminales mexicanos
para pasar las drogas a Estados Unidos. Ahora les estaban pagando en
especie. Luego entonces, los narcos nacionales tenían que colocar la
droga en su mercado interno. Esto había desatado una violentísima lucha
de los cárteles por controlar las plazas más rentables para el
narcomenudeo. El problema es que, en realidad, el mercado interno
mexicano era —y sigue siendo— chiquitito, lejos de ser tan apetitoso
como para agarrarse a balazos por su control. Además, en 2007, el país,
lejos de estar viviendo una situación muy violenta, se encontraba en el
momento más pacífico de su historia con ocho homicidios por cada cien
mil habitantes.
En segundo lugar, nunca quedó claro cuál era el objetivo que perseguía el gobierno. Calderón
declaró una guerra no convencional en contra de un enemigo etéreo y
escondido dentro de la sociedad: el crimen organizado. En el centro de
la acción puso la intervención de las Fuerzas Armadas, pero sin metas
cuantificables específicas ni objetivos fijados con claridad. A lo largo
del sexenio se habló de la recuperación de territorios que los
delincuentes controlaban, de evitar que las drogas llegaran a nuestros
hijos, que los niños pudieran salir al parque a jugar con tranquilidad,
de abatir la violencia, de prevenir que el próximo presidente fuera
narco, de debilitar a los grandes cárteles delictivos, dividirlos y
descabezarlos. Objetivos todos ellos elusivos. Era imposible, por tanto,
evaluar si la guerra se iba ganando o perdiendo. En la medida en que la
violencia se incrementó (el número de homicidios en México por cada
cien mil habitantes se triplicó en cuatro años al pasar de ocho en 2007 a
24 en 2011), la opinión pública se quedó con la impresión de que más
bien se iba perdiendo, por más spots propagandísticos que el gobierno difundiera en los medios.
Al diagnóstico equivocado y la falta de objetivos claros hay que
sumar la carencia de una estrategia seria. Nunca existió un plan
completo y detallado. Ni siquiera se evaluó si las Fuerzas Armadas
estaban preparadas para enfrentar una guerra de este tipo.
Indirectamente, el propio Calderón lo confesó. Con
motivo de su V Informe de Gobierno, dijo sobre los delincuentes: “No
podemos permitir que anden con sus cinco o diez camionetas, repletas de
armas, extorsionando a éste, secuestrando a aquél, matando al otro a la
hora que se les da la gana, tenemos que enfrentarlos. Y si ellos salen
con diez camionetas tenemos que salir nosotros con 20 patrullas de
policías o del Ejército. Y si ellos salen con 20, nosotros con 40, por
supuesto que tenemos que enfrentarlos y en eso sí hemos ido avanzando,
les hemos pegado muy fuerte, hemos capturado ya a 21 o abatido a 21 de
37 de los líderes más buscados del crimen”.
Si tuviéramos que resumir esta doctrina, diríamos que Calderón
enfrentó a la delincuencia envalentonado, echándoles montón y
descabezando a las organizaciones. Si fuera así de sencillo, el Estado
hubiera ganado. Pero, de acuerdo con los resultados, no parece haberlo
hecho porque una guerra no se gana por la superioridad numérica de un
lado sobre el otro. La historia provee numerosos ejemplos de cómo una
fuerza inferior puede ganar con una mejor estrategia. No se trataba de
abrumar al enemigo con más recursos humanos y materiales. Se trataba de
agobiarlos en sus flancos débiles usando una combinación de inteligencia
y golpes quirúrgicos con objetivos bien planeados.
Las consecuencias están a la vista. Miles de muertos (ni siquiera
sabemos cuántos con exactitud) y la sensación de que esta guerra fue, en
el mejor de los casos, un ejercicio pueril y, en el peor, un sonado
fracaso. No por nada todos hablan de la necesidad de cambiar la
estrategia para enfrentar al crimen organizado. En este sentido, a Calderón se le recordará como un Presidente cargando una pesada lápida de muchos muertos sobre su espalda.
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