28 noviembre, 2012

La ley

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[Este ensayo se publicó en francés en 1850]
¡La ley pervertida! ¡La ley (y a su estela, todas las fuerzas colectivas de la nación), la ley, digo no solo se ha desviado de su dirección apropiada, sino que ha seguido una completamente opuesta! ¡La ley se ha convertido en la herramienta para todo tipo de codicia, en lugar de ser su control! ¡La ley culpable de esa misma iniquidad que era su misión castigar! Es verdad que es un hecho grave, si se produce, y uno al que me siento obligado a llamar la atención de mis conciudadanos.
Obtenemos de Dios el don que, en lo que a nosotros respecta, contiene todos los demás, la Vida (la vida física, intelectual y moral).
Pero la vida no puede sostenerse por sí misma. Quien nos la ha otorgado, nos ha encargado la tarea de sostenerla, desarrollarla y perfeccionarla. Para ese fin, nos ha proporcionado una serie de maravillosas facultades, nos ha colocado en medio de una variedad de elementos. Es por la aplicación de nuestras facultades a estos elementos por lo que se producen los fenómenos de asimilación y apropiación, por los que la vida continúa el círculo que la ha sido asignado.


Existencia, facultades, asimilación (en otras palabras, personalidad, libertad, propiedad), esto es el hombre.
Es de estas tres cosas de las que puede decirse, aparte de toda sutil demagogia, que son anteriores y superiores a toda legislación humana.
Personalidad, libertad y propiedad no existen porque los hombres hayan hecho leyes. Por el contrario, es porque existían previamente personalidad, libertad y propiedad, por lo que los hombres hacen leyes. ¿Qué es entonces la ley? Como hemos dicho en otro lugar, es la organización colectiva del derecho individual a una defensa legítima.
La naturaleza, o más bien Dios, ha concedido a todos nosotros el derecho a defender nuestra persona, nuestra libertad y nuestra propiedad, ya que son los tres elementos constituyentes o conservadores de la vida; elementos cada uno de los cuales se considera completado por los otros y que no pueden entenderse sin ellos. ¿Pues qué son nuestras facultades sino la extensión de nuestra personalidad? ¿Y qué es la propiedad sino una extensión de nuestras facultades?
Si todo hombre tiene derecho a defender, incluso por la fuerza, su persona, su libertad y su propiedad, un grupo de hombres tienen derecho a unirse, a extender, a organizar una fuerza común para atender constantemente a su defensa.
Así que el derecho colectivo tiene su principio, su razón para existir, su legitimidad en el derecho individual y la fuerza común no puede tener racionalmente ningún otro fin o ninguna otra misión, que la de las fuerzas aisladas a las cuales sustituye. Así que mientras que la fuerza de un individuo no puede legítimamente tocar las personas, libertad o propiedad de otro; por la misma razón, la fuerza común no puede utilizarse legítimamente para destruir la persona, libertad o propiedad de individuos o de clases.
Pues la perversión de la fuerza sería, tanto en un caso como en otro, una contradicción a nuestras premisas. ¿Pues quién se atrevería a decir que la fuerza nos ha sido dada, no para defender nuestros derechos, sino para aniquilar los derechos iguales de nuestros hermanos? Y si esto no es cierto para cada fuerza individual actuando independientemente, ¿cómo puede ser verdad para la fuerza colectiva, que es solo la unión organizada de fuerzas aisladas?
Por tanto nada puede ser más evidente que esto: La ley es la organización del derecho natural de legítima defensa, es la sustitución de las fuerzas individuales por las colectivas, con el fin de actuar en la esfera en la que tienen derecho a actuar, de hacer lo que tienen derecho a hacer, de asegurar personas, libertades y propiedades y de mantener a cada uno en su derecho, para hacer que la justicia reine sobre todos.
Y si un ha de existir un pueblo creado sobre esta base, me parece que debería prevalecer el orden entre ellos en sus actos, así como en sus ideas. Me parece que esa gente tendría el gobierno más sencillo, más económico, menos opresivo, menos notado, menos responsable, más justo y, por consiguiente, más solido que podría imaginarse, sea cual sea su forma política.
Pues bajo una administración como esa, todos sentirían que poseen todo la plenitud, así como toda la responsabilidad de su existencia. Mientras se garantice la seguridad personal, mientras el trabajo sea libre y los frutos de este estén asegurados contra todo ataque injusto, nadie tendría dificultades para enfrentarse al Estado. Es verdad que cuando somos prósperos no debemos tener que agradecer nuestro éxito al Estado, pero cuando somos desafortunados, menos debemos pensar en gravarlo con nuestros desastres, igual que nuestros campesinos no atribuyen a este  la llegada del granizo o la helada. Solo deberíamos conocerlo por la inestimable bendición de la Seguridad.
Puede afirmarse además que, gracias a la no intervención del Estado en asuntos privados, nuestros deseos y sus satisfacciones se desarrollarán en su orden natural. No deberíamos ver a familias pobres buscando instrucción literaria antes de que se les proporcione pan. No deberíamos ver pueblos poblados a costa de distritos rurales, ni distritos rurales a costa de pueblos. No deberíamos ver esos grandes desplazamientos de capital, de trabajo y de población que ocasionan las medidas legislativas: los desplazamientos hacen así inciertas y precarias las mismas fuentes de la existencia y agravan así en la misma medida la responsabilidad de los Gobiernos.
Desgraciadamente, la ley en modo alguno se confina a su propia área. Tampoco es algo simplemente indiferente y debatible la opinión de que ha dejado su ámbito apropiado. Ha hecho más que eso. Ha actuado en oposición directa a su fin apropiado, ha destruido su propio objeto, se ha empleado para aniquilar esa justicia que tendría que haber establecido al borrar del Derecho ese límite que era su verdadera misión al respecto, ha puesto a la fuerza colectiva al servicio de quienes desean traficar, sin riesgo ni escrúpulos, con las personas, la libertad y la propiedad de otros, ha convertido el saqueo en un derecho que puede proteger y la legítima defensa en un delito que puede castigar.
¿Cómo se ha producido esta perversión de la ley? ¿Y qué ha ocasionado?
La ley se ha pervertido por la influencia de dos causas muy distintas: el crudo egoísmo y la falsa filantropía.
Hablemos de la primera. La autoconservación y el desarrollo son aspiraciones comunes de todos los hombres, de tal manera que si todos disfrutaran del libre ejercicio de sus facultades y de la libre disposición de sus frutos, el progreso social sería incesante, ininterrumpido, inevitable.
Pero hay asimismo otra disposición que es común a ellas. Es decir, a vivir y desarrollarse, cuando puedan, a costa de otro. No es una acusación precipitada que derive de un espíritu negativa y no caritativo. La historia es testigo de la verdad de ello, por las incesantes guerras, las migraciones de razas, opresiones sacerdotales, la universalidad de la esclavitud, los fraudes en el comercio y los monopolios que abundan en los anales. Esta fatal disposición tiene su origen en la misma constitución del hombre, en ese sentimiento primitivo y universal e invencible que le dirige hacia su bienestar y le hace buscar escapar del dolor.
Los hombres solo pueden conseguir vida y placer de una perpetua búsqueda y apropiación, es decir, de una aplicación perpetua de sus facultades a objetos o del trabajo. Este es el origen de la propiedad.
Pero también puede vivir y disfrutar apropiándose de las producciones de las facultades de sus conciudadanos. Este es el origen del saqueo.
Ahora, al ser el trabajo un dolor en sí mismo y al estar el hombre inclinado naturalmente a evitar el dolor, de esto se deduce, y lo prueba la historia, que dondequiera que el saqueo sea menos gravoso que el trabajo, aquel prevalece y ni a religión ni la ética, en este caso, pueden impedir que prevalezca.
Entonces, ¿cuándo cesa el saqueo? Cuando se hace más gravoso y peligroso que el trabajo. Es muy evidente que el objetivo apropiado de la ley es oponer el poderoso obstáculo de la fuerza colectiva a esta tendencia fatal, que todas sus medidas deberían ser a favor de la propiedad y en contra del saqueo.
Pero la ley la hace generalmente un hombre o una clase de hombres. Y como la ley no puede existir sin la aprobación y apoyo de una fuerza preponderante, debe finalmente poner esta fuerza en manos de quienes legislan.
Este fenómeno inevitable, combinado con la tendencia fatal que, como hemos dicho, existe en el corazón del hombre, explica la casi universal perversión de la ley. Es fácil concebir que, en lugar de ser un control contra la injusticia, se convierte en su instrumento más invencible.
Es fácil concebir que, de acuerdo con el poder del legislador, destruya, para su propio beneficio y en distintos grados entre el resto de la comunidad, la independencia personal por la esclavitud, la libertad por la opresión y la propiedad por el saqueo.
Está en la naturaleza de los hombres levantarse contra la injusticia de la son víctimas. Por tanto, cuando el saqueo lo organiza la ley, en beneficio de los que lo perpetran, todas las clases saqueadas tienden a entrar de alguna forma en la redacción de las leyes, mediante medios pacíficos o revolucionarios. Estas clase, de acuerdo con el grado de ilustración al que hayan llegado, pueden proponerse dos fines muy diferentes cuando intentan así alcanzar sus derechos políticos: o pueden querer desear poner fin al saqueo legal o pueden desear tomar parte en el mismo.
¡Ay de la nación en la que este último pensamiento prevalezca entre las masas, en el momento en que, a su tiempo, se apropien del poder legislativo!
Hasta entonces, el saqueo legal se ha ejercitado por los pocos sobre los muchos, como en el caso de países en los que el derecho a legislar se limita a unas pocas manos. Pero ahora se ha convertido en universal y el equilibrio se busca en el saqueo universal. La injusticia que contiene la sociedad, en lugar de verse libre de esto, está generalizada. Tan pronto como las clases lesionadas han recobrado sus derechos políticos, su primer pensamiento es, no abolir el saqueo (esto les supondría poseer ilustración, que no tienen), sino organizar contra las demás clases, y en su propio perjuicio, un sistema de represalias, como si fuera necesario, antes de que llegue el reino de la justicia, que todos deban sufrir un cruel castigo, algunos por su iniquidad y algunos por su ignorancia.
Sería por tanto imposible introducir en la sociedad un cambio mayor y un mal mayor que este: la conversión de la ley de un instrumento de saqueo.
¿Cuáles serían las consecuencias de tal perversión? Harían falta tomos para describirlas todas. Debemos contentarnos con apuntar las más chocantes.
En primer lugar, borraría de la conciencia de todos la distinción entre justicia e injusticia. Ninguna sociedad puede existir sin que se respeten las leyes hasta cierto punto, pero la forma más segura de hacer que se respeten es hacerlas respetables. Cuando la ley y la moral se contradicen, el ciudadano se encuentra en la cruel alternativa de perder su sentido moral o perder su respeto por la ley, dos males de igual magnitud, entre los cuales sería difícil elegir.
Hay tanto en la naturaleza de la ley para apoyar la justicia que en las mentes de las masas son una y la misma. Hay en todos nosotros una fuerte disposición a considerar lo que es legal como legítimo, tanto que muchos deducen falsamente toda la justicia de la ley. Basta entonces que la ley ordene y apruebe el saqueo, para que pueda aparecer en muchas conciencias como justa y sagrada. La esclavitud, el proteccionismo y el monopolio encuentran defensores, no solo en quienes de benefician de ellos, sino en quienes los sufren. Si sugieres una duda acerca de la moralidad de estas instituciones, se te dice directamente: “Eres un peligroso innovador, un utópico, un teórico, un despreciador de las leyes: sacudirías las bases sobre las que se asienta la sociedad”.
Si investigamos acerca de moralidad o economía política, encontraremos cuerpos oficiales para hacer esta solicitud al Gobierno:
Que a partir de ahora la ciencia se enseñe no con sola referencia al libre intercambio (a la libertad, la propiedad y la justicia), como ha sido hasta el día de hoy, sino asimismo con referencia a los hechos y la legislación (contrarios a la libertad, la propiedad y la justicia) que regula la industria francesa.
Que, en púlpitos públicos pagados por el tesoro, el profesor se abstenga rigurosamente de poner en peligro en lo más mínimo el respeto debido a las leyes ahora en vigor.[1]
Entonces, si existe una ley que aprueba la esclavitud o el monopolio, la opresión o el saqueo en cualquier forma, no debe siquiera mencionarse, pues ¿cómo podría mencionarse sin dañar el respeto que inspira? Más aún, la moralidad y la economía política deben enseñarse en relación con esta ley, es decir, bajo la suposición de que debe de ser justa, solo porque es ley.
Otro efecto de esta deplorable perversión de la ley es que da una preponderancia exagerada a las pasiones humanas y las luchas políticas y, en general, a la política en su sentido propio.
Podría probar esta afirmación de mil maneras. Pero me limitaré, por medio de ejemplos, a exponer un asunto que ha ocupado últimamente la mente de todos: el sufragio universal.
Sea lo que sea que piensen sus adeptos de la escuela de Rousseau, que profesa ser muy avanzada, pero a la que considero atrasada en veinte siglos, el sufragio universal (tomada la expresión en su sentido estricto) no es uno de esos dogmas sagrados respecto de lo cuales su examen y duda resultan delitos.
Pueden hacerse serias objeciones.
En primer lugar, la palabra universal esconde un gran sofisma. En Francia hay 36.000.000 de habitantes. Para hacer universal el derecho de sufragio deberían considerarse 36.000.000 de electores. El sistema más extendido solo reconoce a 9.000.000. Así que tres personas de cada cuatro están excluidas y aún más, están excluidas por la cuarta. ¿Bajo qué principio se fundamenta esta exclusión? Bajo el principio de la incapacidad. Así que sufragio universal significa: sufragio universal de quienes son capaces. En realidad, ¿quiénes son los capaces? ¿Son edad, sexo y condenas judiciales las únicas condiciones a las que debe asociarse la incapacidad?
Al aproximarnos más al tema, podemos percibir pronto el motivo que causa que el derecho de sufragio dependa de la presunción de incapacidad: el sistema más extendido se diferencia solo en este aspecto del más restringido por la apreciación de estas condiciones de las que depende esta incapacidad y que constituye una diferencia no de principio, sino de grado.
El motivo es que el elector no decide para sí, sino para todos.
Si, como pretenden los republicanos de tono griego y romano, el derecho de sufragio habría recaído a todos al nacer, sería una injusticia que los adultos impidieran votar a mujeres y niños. ¿Por qué se prohíbe? Porque se presume que son incapaces. ¿Y por qué es la incapacidad un motivo de exclusión? Porque el elector no asume solo él la responsabilidad del voto, porque todo voto implica y afecta a la comunidad en su conjunto, porque la comunidad tiene un derecho a reclamar ciertas garantías respecto de los actos de los que dependen su bienestar y su existencia.
Sé lo que podría decirse en respuesta a esto. Sé qué podría objetarse. Pero no es el lugar para acabar con una polémica de este tipo. Lo que quiero observar es esto, que es esta misma polémica (en común con la mayor parte de las cuestiones políticas), que agita, excita y altera a las naciones, perdería casi toda su importancia si la ley hubiera sido siempre lo que tendría que ser.
De hecho, si la ley se limitara a hacer que se respetaran todas las personas, todas las libertades y todas las propiedades, si fuera meramente la organización del derecho individual y la defensa individual, si fuera el obstáculo, el control, el escarmiento de toda opresión, de todo saqueo, ¿es probable que debiéramos discutir tanto, como ciudadanos sobre el asunto de la mayor o menor universalidad del sufragio? ¿Es probable que comprometiera la mayor de las ventajas, la paz pública? ¿Es probable que las clases excluidas no esperaran tranquilamente su turno? ¿Es probable que las clases con derecho a voto fueran tan celosas de sus privilegios? ¿Y no está claro que siendo el interés de todos uno y el mismo, algunos actuarían sin muchos problemas para los demás?
Pero si llegara a introducirse el principio fatal de que, bajo la pretensión de organización, regulación, protección o estímulo, la ley debe tomar partido para dar a otro, haciendo que la riqueza adquirida por todas las clases pueda aumentar la de una sola, ya sea la de los agricultores, los fabricantes, los navieros o artistas o comediantes; entonces indudablemente, en este caso, no hay clase que no pueda pretender, y con razón, poner sus manos en la ley y demandar furiosamente su derecho de elegir y ser elegida y que prefiera derribarla a no conseguirlo. Incluso mendigos y vagabundos te demostrarán que tienen un incontestable derecho a ella. Dirán:
Nunca compramos vino, tabaco o sal sin pagar el impuesto y parte de este impuesto se entrega por ley en incentivos y gratificaciones a hombres que son más ricos que nosotros. Otros hacen uso de la ley para crear un aumento artificial en el precio del pan, la carne, el hierro o la ropa. Como todos trafican con la ley para su propio beneficio, deberíamos hacer lo mismo. Nos gustaría que hiciéramos que produjera el derecho de asistencia, que es el botín del hombre pobre. Para ello, tendrían que ser electores y legisladores, para poder organizar, a gran escala, limosnas para nuestra propia clase, como habéis organizado, a gran escala, protección para la vuestra. No nos digáis que asumiréis nuestra causa y nos echéis 600.000 francos para mantenernos callados, como si fuera un hueso para roer. Tenemos otras demandas y, en todo caso, queremos estipularlas nosotros mismos, igual que otras clases las han estipulado para sí mismas.
¿Cómo se respondería a este argumento? Sí, mientras se admita que la ley puede desviarse de su verdadera misión, que puede violar la propiedad en lugar de asegurarla, todos querrán redactar la ley, ya sea para defenderse del saqueo o para organizarlo en su propio beneficio. La cuestión política siempre será discriminatoria, predominante y absorbente; en una palabra, siempre se estará peleando en torno a las puertas del Palacio Legislativo. La lucha no será menos furiosa dentro de él. Para convencerse de esto, apenas basta ver lo que pasa en las cámaras en Francia e Inglaterra: basta para saber cómo está la cuestión.
¿Hay alguna necesidad de probar que esta odiosa perversión de la ley es una fuente perpetua de odio y discordia, que incluso tiende al desorden social? Mirad Estados Unidos. No hay país en el mundo en que la ley se mantenga más dentro de su dominio adecuado, que es garantizar a todos su libertad y su propiedad. Por tanto, no hay país en el mundo en el que el orden social parezca descansar sobre bases más sólidas. Sin embargo, incluso en Estados Unidos hay dos cuestiones, y solo dos, que desde el principio han puesto en peligro el orden social. ¿Y cuáles son estas dos cuestiones? Las de la esclavitud y los aranceles, que son precisamente las dos únicas cuestiones en las que, contrariamente al espíritu general de esta república, la ley ha adoptado el papel de un saqueador. La esclavitud es una violación, aprobada por la ley, de los derechos de la persona. El proteccionismo es una violación perpetrada por la ley contra los derechos de propiedad e indudablemente es muy notable que, en medio de tantos otros debates, este doble azote legal, la lamentable herencia del Viejo Mundo, deba ser el único que pueda causar, y quizá cause, la ruptura de la Unión. En realidad no puede concebirse un hecho más pasmoso en el corazón de la sociedad que este: Que la ley deba convertirse en un instrumento de injusticia. Y si este hecho ocasiona consecuencias tan formidables para Estados Unidos, donde solo hay una excepción, ¿qué debe pasar con nosotros en Europa, donde es un principio, un sistema?
M. Montalembert, adoptando el pensamiento de una famosa declaración de M. Carlier, decía: “Debemos hacer la guerra contra el socialismo”. Y por socialismo, según la definición de M. Charles Dupin, quería decir saqueo. ¿Pero a qué saqueo se refería? Pues hay dos tipos: saqueo extralegal y legal.
Respecto del saqueo extralegal, igual que el robo o la estafa, que está definido, previsto y castigado por el código penal, no creo que pueda adornarse con el nombre de socialismo. No es esto lo que amenaza sistemáticamente los fundamentos de la sociedad. Además, la guerra contra este tipo de saqueo no ha esperado a la señal de M. Montalembert o M. Carlier. Se ha realizado desde el principio del mundo; Francia la lleva librando desde mucho antes de la revolución de febrero (mucho antes de la aparición del socialismo), con todas las ceremonias de magistratura, policía, gendarmería, prisiones, mazmorras y cadalsos. Es la propi ley la que está dirigiendo esta guerra y, en mi opinión, hay que desear que la ley deba mantener siempre esta actitud con respecto al saqueo.
Pero no es el caso. La ley a veces se lleva su parte. A veces lo logra con sus propias manos, para ahorrar a las partes beneficiadas la vergüenza, el peligro y el escrúpulo.  Veces pone toda esta ceremonia de magistratura, policía, gendarmería y prisiones al servicio del saqueador y amenaza a la parte saqueada, cuando se defiende, como el delincuente. En una palabra, hay un saqueo legal y sin duda a este se refería M. Montalembert.
Este saqueo puede ser solo un defecto excepcional en la legislación de un pueblo y en este caso lo mejor que se puede hacer es, sin tantos discursos y lamentos, eliminarla lo antes posible, a pesar de las quejas de partes interesadas. ¿Pero cómo se va a distinguir? Muy fácilmente. Ved si la ley toma de algunas personas lo que les pertenece para darlo a otras lo que no les pertenece. Ver si la ley realiza, en beneficio de un ciudadano y en daño de otros, un acto que este ciudadano no pueda llevar a cabo sin cometer un delito. Derogad esta ley sin demora; no es solo una iniquidad: es una fértil fuente de iniquidades, pues invita a represalias y si no os ocupáis, el caso excepcional se extenderá, multiplicará y se convertirá en sistemático. No hay duda de que la parte beneficiada gritará: reclamará sus derechos adquiridos. Dirá que el Estado debe proteger y estimular su industria, alegará que es algo bueno para el Estado enriquecerse, que puede gastar más y así rebajar los salarios de los pobres trabajadores. Cuidad de no escuchar sus sofismas, pues es precisamente por la sistematización de estos argumentos por lo que el saqueo legal se convierte en sistemático.
Y esto es lo que ha pasado. El engaño del día es enriquecer a todas las clases a costa de las demás, es generalizar el saqueo bajo el pretexto de organizarlo. Ahora el saqueo legal puede ejercitarse en una multitud infinita de maneras. De ahí proviene una multitud infinita de planes de organización: aranceles, proteccionismo, gratificaciones, estímulos, impuestos progresivos, instrucción gratuita, derecho al trabajo, derecho al beneficio, derecho al salario, derecho a la asistencia, derecho a instrumentos de trabajo, gratuidad del crédito, etc., etc. Y todo lo que tienen en común estos planes, tomados en su conjunto, es el saqueo legal, que toma el nombre de socialismo.
Contra el socialismo, así definido y formando un cuerpo doctrinal, ¿qué otro tipo de guerra harías que no fuera una guerra doctrinal? Encuentras esta doctrina falsa, absurda, abominable. Rebátela. Será más sencillo, cuanto más falsa, más absurda y más abominable sea. Sobre todo, si deseas ser fuerte, empieza eliminando de tu legislación toda partícula de socialismo que pueda haberse colado y esto no será un trabajo brillante.
Se ha reprochado a M. Montalembert que deseara recurrir a la fuerza bruta contra el socialismo. Tendría que ser exonerado de este reproche, pues ha dicho sencillamente: “La guerra que debemos hacer contra el socialismo debe ser una que sea compatible con el derecho, el honor y la justicia”.
¿Pero cómo no ve M. Montalembert que está entrando en un círculo vicioso? Opondrías la ley al socialismo. Pero es la ley lo que invoca el socialismo. Aspira al saqueo legal, no al extralegal. Es de la propia ley, como los monopolistas de todo tipo, de la que quiere hacer un instrumento y una vez que tenga las leyes de su lado, ¿cómo serás capaz de dirigir la ley contra ello? ¿Cómo la pondrás bajo el poder de tus tribunales, tus gendarmes y tus prisiones? ¿Qué harás entonces? Quieres impedirle tomar parte alguna en la redacción de las leyes. Tendías que mantenerlo fuera del Palacio Legislativo. No tendrás en éxito en esto, me aventuro a profetizar, mientras el saqueo legal sea la base de la propia legislación.
Es absolutamente necesario que esta cuestión del saqueo legal deba resolverse y hay solo tres soluciones para ello:
  1. Cuando pocos saquean a muchos.
  2. Cuando todos saquean a todos.
  3. Cuando nadie saquea a nadie.
Tenemos que elegir entre saqueo parcial, saqueo universal o ausencia de saqueo. La ley solo puede producir uno de estos resultados.
Saqueo parcial. – Es el sistema que prevalecía mientras el privilegio electoral era parcial, un sistema al que se recurre para evitar la invasión del socialismo.
Saqueo universal. – Se nos ha amenazado con este sistema cuando el privilegio electoral se ha hecho universal, al haber concebido las masas la idea de hacer la ley sobre los principios de legisladores que las habían precedido.
Ausencia de saqueo. – Es el principio de la justicia, la paz, el orden, la estabilidad, la conciliación y el buen sentido, que proclamaré con toda la fuerza de mis pulmones (¡aunque sea muy inadecuada!) hasta el día de mi muerte.
Y, con toda sinceridad, ¿puede requerirse algo más de manos de la ley? ¿Puede la ley, cuya sanción necesaria es la fuerza, usarse razonablemente contra algo más allá de asegurar a cada uno su derecho? Desafío a cualquiera a eliminarla de este círculo sin pervertirla y consecuentemente oponiendo fuerza contra derecho. Y como esta es la perversión social más fatal, más ilógica que puede imaginarse, debe admitirse que la verdadera solución, después de mucho mirar, del problema social se contiene en estas sencillas palabras: LA LEY ES JUSTICIA ORGANIZADA.
Ahora es importante reseñar que organizar la justicia por ley, es decir, por fuerza, excluye la idea de organizar por ley o por fuerza cualquier manifestación de actividad humana: trabajo, caridad, agricultura, comercio, industria, educación, bellas artes, religión; pues cualquiera de estas organizaciones destruiría inevitablemente la organización esencial. ¿Cómo podemos, de hecho, imaginar aplicar la fuerza sobre la libertad de los ciudadanos sin infringir la justicia y actuar así contra su objetivo adecuado?
Aquí me encuentro con el prejuicio más popular de nuestro tiempo. No se considera suficiente que la ley deba ser justa, debe ser filantrópica. No basta con que deba garantizar a todo ciudadano el ejercicio libre e inofensivo de sus facultades, aplicado a su desarrollo físico, intelectual y moral: hace falta que extienda el bienestar, la educación y la moralidad directamente sobre la nación. Es el ledo fascinante del socialismo.
Pero, repito, estas dos misiones de la ley se contradicen. Tenemos que elegir entre ellas. Un ciudadano no puede al mismo tiempo ser libre y no libre. M. de Lamartine me escribió esto un día: -“Tu doctrina es solo la mitad de mi programa; te has detenido en la libertad, yo continuaré con la fraternidad”. Le respondí: “La segunda parte de tu programa destruirá la primera”. Y de hecho me es imposible separar la palabra fraternidad de la palabra voluntaria. No puedo concebir la fraternidad obligada por la ley sin que se destruya legalmente la libertad y se aplaste la justicia. El saqueo legal tiene dos raíces: una de ellas, como ya hemos visto, está en el egoísmo humano; la otra está en la falsa filantropía.
Antes de proceder, creo que tendría que explicarme respecto de la palabra saqueo.[2]
No la tomo, como se hace habitualmente, en un sentido vago, indefinido, relativo o metafórico. Lo uso en su acepción científica y expresando la idea opuesta a la propiedad. Cuando una porción de riqueza pasa de las manos de que quien la ha adquirido, sin su consentimiento y sin compensación, a las de quien no la ha creado, ya sea por fuerza o artificio, digo que se ha violado esa propiedad, que se ha perpetrado saqueo. Digo que esto es exactamente lo que la ley tendría que reprimir siempre y en todo lugar. Si la propia ley realiza la acción que tendría que reprimir, digo que se sigue perpetrando saqueo e incluso, desde un punto de vista social, bajo circunstancias agravantes. En este caso, sin embargo, quien se beneficia del saqueo no es responsable del mismo: es la ley, el legislador, la propia sociedad y aquí es donde reside el peligro político.
Hay que lamentar que haya algo ofensivo en la palabra. He buscado en vano otra, pues no quiero en ningún momento, y especialmente ahora, añadir una palabra irritante a nuestras discrepancias; por tanto, me crean o no, declaro que no quiero decir que ataque las intenciones ni la moralidad de nadie. Estoy atacando una idea que creo falsa, un sistema que me parece injusto y esto es independiente de intenciones, de que cada uno de nosotros se beneficie de él sin desearlo y sufra por él sin ser consciente de la causa.
Cualquier persona debe escribir bajo la influencia del espíritu de partido o del miedo, lo que pondría en duda la sinceridad del proteccionismo, del socialismo e incluso del comunismo, que son una y la misma cosa en tres distintos periodos de su crecimiento. Todo lo que puede decirse es que el saqueo es más visible por su parcialidad en el proteccionismo[3] y por su universalidad en el comunismo, de lo que se deduce que, de los tres sistemas, el socialismo sigue siendo el más vago, el más indefinido y consiguientemente el más sincero.
Sea como sea, concluir que el saqueo legal tiene una de sus raíces en la falsa filantropía es evidentemente poner las intenciones fuera de la cuestión.
Una vez explicado esto, examinemos el valor, el origen y la tendencia de esta aspiración popular, que pretende conseguir el bien general con el saqueo general.
Los socialistas dicen: si la ley organiza la justicia, ¿por qué no debería organizar el trabajo, la educación y la religión?
¿Por qué? Porque no podrían organizar el trabajo, la educación y la religión sin desorganizar la justicia.
Pues recordemos que la ley es fuerza y que consecuentemente el dominio de la ley no puede extenderse legítimamente más allá del dominio de la fuerza.
Cuando la ley y la fuerza mantienen a un hombre dentro de los límites de la justicia, no le imponen nada sino una mera negación. Solo le obligan a abstenerse de hacer daño. No violan ni su personalidad, ni su libertad, ni su propiedad. Solo preservan la personalidad, la libertad, la propiedad de otros. Se mantienen a la defensiva, defienden el mismo derecho para todos. Cumplen una misión cuya falta de daño es evidente, cuya utilidad es palpable y cuya legitimidad no se discute. Esto es tan cierto que, como me apuntó una vez un amigo mío, decir que el objetivo de la ley es hacer que reine la justicia es usar una expresión que no es rigurosamente exacta. Tendría que decirse que el objetivo de la ley es impedir que reine la injusticia. De hecho, no es la justicia la que existe por sí misma, es la injusticia. Una resulta de la ausencia de la otra.
Pero cuando la ley, a través del medio de su agente necesario (la fuerza) impone una forma de trabajo, un método o una materia de educación, un credo o un culto, ya no es negativa: actúa positivamente sobre los hombres. Sustituye su propia voluntad por la voluntad del legislador, su propia iniciativa por la iniciativa del legislador. No tienen que consultar, comparar o prever: la ley hace todo por ellos. El intelecto es para ellos un cachivache inútil, dejan de ser hombres, pierden su personalidad, su libertad, su propiedad.
Aventuraos a imaginar una forma de trabajo impuesta por la fuerza que no sea una violación de la libertad, una transmisión de riqueza impuesta por fuerza que no sea una violación de la propiedad. Si no podéis conseguir reconciliar esto, debéis concluir que la ley no puede organizar el trabajo y la industria sin organizar injusticia.
Cuando, en la soledad de su gabinete, un político echa un vistazo a la sociedad, se sorprende por el espectáculo de desigualdad que se le presenta. Se lamenta por los sufrimientos que son la suerte de muchos de sus hermanos, sufrimientos cuyo aspecto se hace más lamentable por el contraste con el lujo y la riqueza.
¿Tendría que preguntarse tal vez si esa situación social no se ha causado por el saqueo de tiempos antiguos, ejercitado por medio de conquistas y por saqueo de tiempos posteriores, realizado por medio de leyes? ¿Tendría que preguntarse si, dada la aspiración de todos los hombres al bienestar y la perfección, el reino de la justicia no bastaría para conseguir la mayor actividad de progreso y la mayor cantidad de igualdad compatible con esa responsabilidad individual que Dios ha concedido como justa retribución de la virtud y el vicio?
Nunca dedica un pensamiento a esto. Su mente se dedica a combinaciones, disposiciones, organización legales o artificiales. Busca el remedio perpetuando y exagerando lo que ha producido el mal.
Pues, justicia aparte, que hemos visto que es solo una negación, ¿hay alguna de estas disposiciones legales que no contemple el principio de saqueo?
Decís: “Hay hombres que no tienen dinero” y apeláis a la ley. Pero la ley no es una fuente que se abastezca a sí misma, en la que cada corriente pueda obtener suministros independientemente de la sociedad. Nada puede entrar en el tesoro público a favor de un ciudadano o una clase, salvo lo que se haya obligado a otros ciudadanos y otras clases a enviar allí.  Si alguien toma del él el equivalente a lo que haya contribuido, vuestra ley, es verdad, no es saqueadora, pero no hace nada por los hombres que quieren dinero (no promueve la igualdad). Solo puede ser un instrumento de igualación en la medida en que toma de una parte para dar a otra y entonces es un instrumento de saqueo. Examinad, a la vista de esto, la protección de los aranceles, las gratificaciones de estímulo, el derecho al beneficio, el derecho al trabajo, el derecho a la asistencia, el derecho a la educación, los impuestos progresivos, la gratuidad del crédito, los talleres sociales y siempre encontraréis en el fondo el saqueo legal, la injusticia organizada.
Decís: “Hay hombres que quieren conocimiento” y apeláis a la ley. Pero la ley no es una antorcha que dé luz más allá de lo que le es propio. Se extiende sobre una sociedad en la que hay hombres que tienen conocimiento y otros que no, ciudadanos que quieren aprender y otros que están dispuestos a enseñar. Solo puede hacer una de dos cosas: o permitir la libre operación de este tipo de transacciones, es decir, dejar que este tipo de deseo se satisfaga libremente o forzar la voluntad de la gente en el asunto y tomar de algunos de ellos lo suficiente como para pagar profesores encargados de educar gratuitamente a otros. Pero, en este segundo caso, no puede dejar de haber una violación de la libertad y la propiedad: saqueo legal.
Decís: “Hay hombres que flojean en moralidad o religión” y apeláis a la ley, pero la ley es fuerza y ¿tengo que decir lo violenta y absurda que es una empresa de introducir la fuerza en estos asuntos?
Como consecuencia de sus sistemas y sus esfuerzos, parecería que el socialismo, a pesar de su autocomplacencia, apenas puede ayudar a percibir el monstruo del saqueo legal. ¿Pero qué hace? Lo oculta inteligentemente de otro, e incluso de sí mismo, bajo los nombres seductores de fraternidad, solidaridad, organización, asociación. Y como no pedimos mucho en manos de la ley, como solo le pedimos justicia, supone que rechazamos fraternidad, solidaridad, organización y asociación y nos califican de individualistas.
Podemos asegurarles que lo que repudiamos no es la organización natural, sino la organización forzosa.
No es la libre asociación, sino las formas de asociación que nos impondrían.
No es la fraternidad espontánea, sino la fraternidad legal.
No es la solidaridad providencial, sino la solidaridad artificial, que es solo un desplazamiento injusto de responsabilidad.
El socialismo, como la antigua política de la que emana, confunde gobierno y sociedad. Y así, cada vez que protestamos ante algo que está haciendo el gobierno, concluye que objetamos a que se haga en general. Desaprobamos la educación por el estado, luego estamos contra la educación en general. Protestamos ante una religión de estado, luego no tendríamos ninguna religión en absoluto. Protestamos por una igualdad que produzca el estado, luego estamos en contra de la igualdad, etc. También podrían acusarnos de desear que los hombres no coman, porque protestamos ante el cultivo de grano por el estado.
¿Cómo es que la extraña idea de hacer que la ley produzca lo que no contiene (prosperidad, en un sentido positivo, riqueza, ciencia, religión) ha podido ganar terreno en el mundo político? Los políticos modernos, especialmente los de la escuela socialista, fundan sus distintas teorías sobre una hipótesis común e indudablemente no podría haber entrado en un cerebro humano una idea más extraña y más presuntuosa.
Dividen a la humanidad en dos partes. Los hombres en general, excepto uno, forman la primera; el propio político forma la segunda, que es con mucho la más importante.
De hecho, empiezan suponiendo que a los hombres carecen de cualquier principio de acción y de cualquier medio de discernimiento, que no tienen iniciativa, que son una materia inerte, partículas pasivas, átomos sin impulso, como máximo una vegetación indiferente a su propio modo de existencia, susceptibles de asumir, desde una voluntad y mano exterior, in infinito número de formas, más o menos simétricas, artísticas y perfeccionadas.
Además, cada uno de estos políticos no duda en asumir que él mismo, bajo los nombres de organizador, descubridor, legislador, instituidor o fundador, es esta voluntad y mano, esta iniciativa universal, este poder creativo, cuya misión sublime es reunir en la sociedad todos estos materiales dispersos, es decir, los hombres.
A partir de estos datos, como un jardinero de acuerdo a su capricho da a sus árboles forma de pirámides, parasoles, cubos, conos, vasos, espalderas, ruecas o abanicos; igualmente los socialistas, siguiendo su quimera, dan forma a la pobre humanidad en grupos, series, círculos, subcírculos, colmenas o talleres sociales, con todo tipo de variaciones. Y como el jardinero necesita hachas, podaderas, sierras y cizallas para dar forma a sus árboles, así el político, para dar forma a la sociedad, necesita las fuerzas que solo puede encontrar en las leyes: la ley arancelaria, la ley impositiva, la ley de asistencia y la ley de educación.
Es tan verdad que los socialistas ven a la humanidad como un sujeto de experimentos sociales que si por casualidad no están muy seguros del éxito de estos experimentos, pedirán una porción de la humanidad como sujeto de experimentación. Es sabido lo popular que es la idea de probar todos los sistemas y se sabe que uno de sus líderes ha reclamado seriamente a la Asamblea Constituyente una parroquia, con todos sus habitantes, en la que llevar a cabo sus experimentos.
Es por tanto como si un inventor fabricara una máquina pequeña antes de hacer una de tamaño normal. Como el químico sacrifica algunas sustancias, el agricultor alguna simiente y un rincón de su campo, para probar una idea.
Pero pensemos en las diferencias entre el jardinero y sus árboles, entre el inventor y su máquina, entre el químico y sus sustancias, entre el agricultor y su simiente. EL socialista piensa, con toda sinceridad, que hay la misma diferencia entre él y la humanidad.
No sorprende que los políticos del siglo XIX vean a la sociedad como una producción artificial del genio del legislador. La idea, resultado de una educación clásica, ha tomado posesión sobre todos los pensadores y grandes escritores de nuestro país.
Para todas estas personas, las relaciones entre la humanidad y el legislador parecen ser las mismas que existen entre la arcilla y el alfarero.
Además, si han consentido en reconocer en el corazón del hombre una capacidad de acción y en su intelecto una facultad de discernimiento, han considerado a este don de Dios como algo fatal y pensado que la humanidad, bajo estos dos impulsos, tiende fatalmente a la ruina. Han dado por supuesto que si se abandonan a sus propias inclinaciones, los hombres solo se ocuparían de la religión para llegar al ateísmo, de la instrucción para llegar a la ignorancia y del trabajo y el intercambio para extinguirse en la miseria.
Felizmente, según estos escritores, hay algunos hombres, llamados gobernadores y legisladores, sobre los que el Cielo ha depositado tendencias opuestas, no solo para su bien, sino para el del resto del mundo.
Mientras que la humanidad tiende al mal, ellos se inclinan al bien; mientras que la humanidad avanza hacia la oscuridad, ellos aspiran a la iluminación; mientras que la humanidad se dirige al vicio, ellos se ven atraídos por la virtud. Y, una vez concedido esto, reclaman la ayuda de la fuerza, por medio de la cual van a sustituir sus propias tendencias por las de la raza humana.
Basta con abrir, casi al azar, un libro de filosofía, política o historia, para ver lo fuertemente que está enraizada esta idea (hija de estudios clásicos y madre del socialismo) en nuestro país: que la humanidad es meramente materia inerte, recibiendo vida, organización, moralidad y riqueza del poder o si no, aún peor, que la propia humanidad tiende a la degradación y solo se evita esta tendencia por la misteriosa mano del legislador. El convencionalismo clásico nos muestra en todas partes, tras una sociedad pasiva, un poder oculto bajo los nombres del derecho o del legislador (o, por un modo de expresión que se refiera a alguna persona o personas de indiscutible peso y autoridad, pero no nombradas) que mueve, anima, enriquece y regenera a la humanidad.
Daremos una cita de Bossuet:
Una de las cosas que fue más fuertemente impresa (¿por quién?) en la mente de los egipcios fue el amor por su país. (…) No se permitía a nadie ser inútil para el estado; la ley asignaba a cada uno su trabajo, que pasaba de padre a hijo. No se permitía a nadie tender dos profesiones, ni adoptar otra. (…) Pero había una ocupación que se obligaba al común de todos, que era el estudio de las leyes y de la sabiduría; no se excusaba en ninguna condición de la vida la ignorancia de la religión y de las regulaciones políticas. Además, toda profesión tenía un distrito asignado (¿por quién?). (…) Entre las buenas leyes, una de las mejores era que se enseñaba todos a observarla (¿por quién?). En Egipto abundaban las invenciones maravillosas y no se dejaba de lado nada que pudiera hacer la vida más confortable y tranquila.
Así que los hombres, según Bossuet, no derivan nada por sí mismos: patriotismo, riqueza, invenciones, paternidad, ciencia, todo les viene de la operación de las leyes o de los reyes. Todo lo que tienen que hacer es ser pasivos. Es sobre esta base como Bossuet hace una excepción cuando Diodoro acusa a los egipcios de rechazar la lucha y la música. “¿Cómo es posible”, dice, “si estas artes fueron inventadas por Trismegisto?”
Lo mismo pasa con los persas:
Una de los primeros cuidados del príncipe era estimular la agricultura. (…) Igual que había puestos establecidos para la regulación de los ejércitos, había oficinas para la superintendencia de las obras rurales. (…) El respeto con el que los persas eran inspirados por la autoridad real era excesivo.
Los griegos, aunque llenos de inteligencia, no eran menos extraños a sus responsabilidades, tanto que, como los perros y los caballos, no se habrían aventurado en las cosas más simples. En un sentido clásico, es algo indiscutible que todo le viene a la gente desde fuera.
Los griegos, naturalmente llenos de espíritu y coraje, habían sido pronto cultivados por reyes y colonias que habían venido de Egipto. De ellos habían aprendido los ejercicios del cuerpo, las carreras a pie y a caballo y en carro. (…) Lo mejor que les habían enseñado los egipcios era a ser dóciles y a permitirse formarse por las leyes del bien público.

Fénelon – Criado en el estudio y la admiración de la antigüedad y testigo del poder del Luis XIV, Fénelon adoptó naturalmente la idea de que la humanidad debería ser pasiva y que sus desgracias y prosperidades, sus virtudes y sus vicios, estaban causados por la influencia externa que se ejercita sobre ella por la ley o por lo que hacen la ley. Así, en su utopía de Salento, pone a los hombres, con sus intereses, sus facultades, sus deseos y sus posesiones, bajo la dirección absoluta del legislador. Cualquiera que pueda ser el tema, no tienen ninguna voz en ello: el príncipe juzga por ellos. La nación es solo una masa amorfa, de la cual el príncipe es el alma. En él reside el pensamiento, la prevención, el principio de toda organización, de todo progreso; por tanto, en él reside toda la responsabilidad.
Para probar este aserto, podría transcribir todo el décimo libro de Telémaco. Remito a él al lector y me contentaré con citar algunos pasajes tomados al azar de esta célebre obra, a la cual, en todos los demás aspectos, soy el primero en rendir justicia.
Con la asombrosa credulidad que caracteriza a los clásicos, Fénelon, contra la autoridad de la razón y de los hechos, admite la felicidad general de los egipcios y la atribuye, no a su propia sabiduría, sino a la de sus reyes:
No podíamos dirigir nuestros ojos a las dos orillas sin percibir ricos poblados y distritos rurales agradablemente situados; campos que estaban cubiertos cada año, sin interrupción, con doradas cosechas; prados llenos de rebaños; trabajadores curvados bajo el peso de las frutas que la tierra derrochaba sobre su cultivadores y pastores que hacían que los ecos que nos rodeaban repitieran los suaves sonidos de sus flautas. “Feliz”, dijo Mentor, “es el pueblo que es gobernado por un rey sabio”. (…) Mentor deseó después remarcar la felicidad y abundancia que se extendió sobre el pueblo de Egipto, en el que podían contarse veintidós ciudades. Admiraba las excelentes regulaciones de policía de las ciudades; la justicia administrada a favor de los pobres contra los ricos; la buena educación de los niños, que estaban acostumbrados a la obediencia, el trabajo y el amor a las letras y las artes; el exactitud con la se realizaban todas las ceremonias de la religión; el desinterés, el deseo de honor, la fidelidad de los hombres y el miedo a los dioses, con el que todo padre inspiraba a sus hijos. No podía admirar lo suficiente el estado de prosperidad del país. “Felíz”, decía, “el pueblo a quien un rey sabio gobierna de esa manera”.
El idilio de Fénelon con Creta es aún más fascinante. Se hace decir a Mentor:
Todo lo que verás en esta maravillosa isla es el resultado de las leyes de Minos. La educación que reciben los niños hace al cuerpo sano y robusto. Se acostumbran desde el principio a una vida frugal y laboriosa; se supone que todos los placeres de los sentidos enervan el cuerpo y la mente; no se les presenta ningún otro placer sino el de ser invencibles por la virtud, el de adquirir mucha gloria (…) allí castigan tres vicios que no se castigan en otros pueblos: la ingratitud, el disimulo y la avaricia. Respecto de la pompa y disipación, no hay necesidad de castigarlas, pues son desconocidas en Creta. (…) No se permite ningún mueble costoso, ninguna ropa magnífica, ninguna fiesta deliciosa, ningún palacio dorado.
Es así como Mentor prepara a su pupilo para moldear y manipular, indudablemente con las mejores intenciones filantrópicas, al pueblo de Itaca y, para confirmarle en estas ideas, le da el ejemplo de Salento.
Así recibimos nuestras primeras nociones políticas. Se nos enseña a tratar a los hombres como Oliver de Serres enseñaba a los granjeros a gestionar y mezclar los terrenos.
Montesquieu – Para sostener el espíritu del comercio, es necesario que todas las leyes lo favorezcan; que estas mismas leyes, por sus regulaciones de dividir la fortunas en proporción a como el comercio las engrandece, pongan a cada ciudadano pobre en circunstancias los suficientemente sencillas como para permitirle trabajar como los demás y a cada ciudadano rico en tal mediocridad que deba trabajar para retenerlas o adquirirlas.
Así que las leyes han de disponer de todas las fortunas.
Aunque en una democracia, la igualdad real es el alma del estado, es tan difícil de establecer que una exactitud extrema esta materia  no sería siempre deseable. Basta con que se establezca un censo para reducir o fijar las diferencias hasta un cierto punto, a partir del cual, serían las leyes particulares, por decirlo así, las que igualen la desigualdad de cargas impuestas a los ricos y las ayudas concedidas a los pobres.
Aquí vemos de nuevo la igualación de fortunas por ley, por fuerza.
Hubo en Grecia dos tipos de repúblicas. Una era militar, como Esparta; la otra comercial, como Atenas. En una se deseaba (¿por quién?) que los ciudadanos estuvieran ociosos: en la otra, se animaba al amor al trabajo.
Merece que prestemos atención a la existencia del genio requerido por estos legisladores, que podemos ver cómo, confundiendo todas las virtudes, demostraban su sabiduría al mundo. Licurgo, mezclando el robo con el espíritu de justicia, la más dura esclavitud con la libertad extrema, los sentimientos más atroces con la mayor moderación, dio estabilidad a su ciudad. Parecía privarla de todos sus recursos, artes, comercio, dinero y murallas; había ambición sin la esperanza de ascenso; había sentimientos naturales donde el individuo no era niño, ni marido, ni padre. Incluso a la castidad de la privó de modestia. Por ese camino Esparta fue llevada a la grandeza y la gloria.
El fenómeno que observamos en las instituciones de Grecia se ha visto en medio de la degeneración y corrupción de nuestros tiempos modernos. Un legislador honrado ha creado un pueblo en el que la probidad ha aparecido tan natural como la bravura entre los espartanos. Mr. Penn es un verdadero Licurgo y aunque el primero tenía por objeto la paz y el segundo la guerra, se parecen en el camino singular por el que han llevado a sus pueblos, en su influencia sobre los hombres libres, en los prejuicios que han superado, las pasiones que han sometido.
Paraguay nos ofrece otro ejemplo. Se ha acusado a la sociedad del delito que considerar el placer de mandar como el único bien de la vida, pero siempre será algo noble gobernar a los hombres haciéndoles felices.
Quienes deseen formar instituciones similares establecerán la comunidad de propiedad, como en la república de Platón, la misma reverencia que éste daba a los dioses, separación de los extranjeros para la preservación de la moralidad y hacer que la ciudad y no los ciudadanos creen el comercio: deberían dar nuestras artes sin nuestro lujo, lo que queremos sin nuestros deseos.
La infatuación vulgar puede exclamar, si quiere: “¡Es Montesquieu! ¡Magnífico! ¡Sublime!” No temo dar mi opinión y decir: “¿Qué? ¿Tenéis la desfachatez de decir que eso está bien? ¡Es aterrador! ¡Es abominable! Y estos extractos, que puedo multiplicar, demuestran que, según Montesquieu, las personas, las libertades, la propiedad, la propia humanidad no son sino la molienda para el molino de la sagacidad de los legisladores”.
Rousseau – Aunque este político, la autoridad suprema de los demócratas, hace que el edificio social descanse en la voluntad popular, nadie ha admitido tan completamente la hipótesis de la completa pasividad de la naturaleza humana en presencia del legislador:
Si es verdad que un gran príncipe es algo raro, ¿cuánto más debe ser un gran legislador? El primero solo tiene que seguir el patrón que le propone éste último. Este último es el ingeniero que inventa la máquina; el primero es simplemente el operario que la pone en marcha.
¿Y qué papel tienen que realizar los hombres en todo esto? El de la máquina que se pone en marcha ¿o no son más bien la materia en bruto de la que se hace la máquina? Así, entre el legislador y el príncipe, entre el príncipe y sus súbditos, hay la misma relación que la que existe entre quien escribe de agricultura y el agricultor, el agricultor y los terrones de tierra. Así que se pone a esa inmensa altura al político, que gobierno por encima de los legisladores y les enseña su profesión en términos tan imperativos como los siguientes:
¿Daríais consistencia al estado? Juntad los extremos todo lo posible. Que no sufran ni los ricos ni los mendigos.
Si la tierra es pobre y estéril o el país demasiado reducido para lo habitantes, dedicadlo a la industria y las artes, cuyas producciones intercambiaréis por las provisiones que necesitéis. (…) En buena tierra, si tenéis pocos habitantes, prestad toda vuestra atención a la agricultura, que multiplica a los hombres y desterrad las artes, que solo sirven para despoblar el país. (…) Prestad atención a costas extensas y accesibles. Cubrid el mar con barcos y tendréis una existencia brillante y corta. Si vuestros mares solo tienen rocas inaccesibles, dejad que el pueblo sea bárbaro y comed pescado: vivirá más tranquilamente, tal vez mejor e indudablemente más feliz. En resumen, aparte de esas máximas que son comunes a todos, todo pueblo tiene sus propias circunstancias, que reclaman una legislación apropiada.
Así pasó que los hebreos, antes, y los árabes más recientemente, tenían a la religión como objeto principal; que los atenienses tuvieran a la literatura; que la gente de Cartago y Tiro el comercio; Rodas, los asuntos navales; Esparta, la guerra, y Rom, la virtud. El autor de “El espíritu de las leyes” ha demostrado el arte por el que cada legislador debería dar forma a sus instituciones hacia cada uno de estos objetos. (…) Pero si el legislador, equivocando su objeto, debe asumir un principio distinto de que deriva de la naturaleza de las cosas; si uno debería tender a la esclavitud y otro a la libertad; si uno a la riqueza y el otro a la población; uno a la paz y el otro a las conquistas; las leyes se harán insensiblemente cada vez más débiles, la constitución se trastornará y el estado estará sujeto a incesantes agitaciones hasta ser destruido o cambiarse y la invencible Naturaleza reconquistará su imperio.
Pero si la Naturaleza es suficientemente invencible como para reconquistar su imperio, ¿por qué no admite Rousseau que no hace falta que el legislador gane su imperio desde el principio? ¿Por qué no permite que, obedeciendo a su propio impulso, los hombres puedan por sí mismos aplicar la agricultura a un distrito fértil y el comercio a costas extensas y accesibles sin la interferencia de un Licurgo, un Solón o un Rousseau, que se encargarían de ello a riesgo de engañarse?
Sea como sea, con qué terrible responsabilidad inviste Rousseau a inventores, institutores, conductores y manipuladores de sociedades. Por tanto, es muy exacto respecto de ellos.
Quien se atreva a asumir las instituciones de un pueblo, tendría que sentir que puede, por así decirlo, transformar a cada individuo, que es por ´si mismo y todo perfecto y solitario, recibiendo su vida y ser de un gran todo del que forma parte, debe sentir que puede cambiar la constitución del hombre, fortificarla y sustituir con una existencia social y moral la física e independiente que todos hemos recibido de la naturaleza. En una palabra, debe privar al hombre de sus propios poderes, darle otros que le son extraños.
¡Pobre naturaleza humana! ¿En qué se convertiría su dignidad si se confiara a los discípulos de Rousseau?
Raynal
El clima, es decir, el aire y la tierra, es el primer elemento para el legislador. Sus recursos le prescriben sus tareas. Primero debe consultar su posición local. Una población ubicada en orillas marítimas debe tener leyes apropiadas para la navegación. (…) Si la colonia está ubicada en un territorio interior, un legislador debe proporcionar para la naturaleza del terreno y para su grado de fertilidad. (…)
Es más especialmente en la distribución de la propiedad en donde aparecerá la sabiduría del legislador. Por regla general, y en todos los países, cuando se funda una colonia, debería darse tierra a cada hombres, suficiente para sostener a su familia. (…)
En una isla sin cultivar, si estáis colonizando con niños solo haría falta que los gérmenes de verdad se expandan en los desarrollos de la razón. (…) Pero cuando estableces a gente mayor en un nuevo país, la habilidad consiste en solo permitir aquellas opiniones y costumbres injuriosas que sea imposible curar y corregir. Si queréis evitar que se perpetúen, actuaréis con la nueva generación mediante una educación general y pública de los niños. Un príncipe o legislador no tendría que fundar nunca una colonia sin enviar previamente a hombres sabios para instruir a los jóvenes. (…) En una colonia nueva, toda instalación está abierta a las precauciones del legislador que desee purificar el tono y las maneras del pueblo. Si tiene genio y virtud, las tierras y los  hombres que están a su disposición inspirarán su ánima con un plan de sociedad que un escritor solo puede trazar vagamente y de una forma que estaría sujeta a la inestabilidad de todas las hipótesis, que varían y se complican por una infinidad de circunstancias demasiado difíciles de prever y combinar.
Uno pensaría que era un profesor de agricultura que diciendo a sus alumnos:
El clima es el único gobernante del agricultor. Sus recursos le dictan sus tareas. Lo primero que tiene que considerar es su posición local. Si está en un terreno arcilloso, debe hacer esto y esto. Si tiene que luchar con la arena, esta es la manera en que debe actuar. Toda instalación está abierta al agricultor que desee roturar y mejorar el terreno. Si solo tiene la habilidad, el estiércol que tiene a su disposición le sugerirá un plan de operación, que un profesor solo puede trazar vagamente y de una forma que estaría sujeta a la inestabilidad de todas las hipótesis, que varían y se complican por una infinidad de circunstancias demasiado difíciles de prever y combinar.
¡Pero, oh, sublimes escritores, dignaos recordar a veces que esta arcilla, esta arena, este estiércol del que disponéis de una forma tan arbitraria son hombres, vuestros iguales, seres inteligentes y libres como vosotros, que han recibido de Dios, como vosotros, la facultad de ver, de prever, de pensar y de juzgar por sí mismos!
Mably - Supone que las leyes se desgastan con el tiempo y el descuido de la seguridad y continúa así:
Bajo estas circunstancias, debemos convencernos de que las bondades del gobierno son flojas. Dele una nueva tensión (se dirige al lector) y el mal de remediará. (…) Piense menos en castigar las faltas que en animar las virtudes que quiera. Por este método, conferirá a su república el vigor de la juventud. ¡Por la ignorancia de esto, un pueblo libre ha perdido su libertad! Pero si el mal ha avanzado tanto que los magistrados normales son incapaces de remediarlo en la práctica, pueden recurrir a una magistratura extraordinaria, cuyo periodo debe ser corto y su poder considerable. La imaginación de los ciudadanos requiere verse impresionada.
Sigue en este estilo durante 20 tomos.
Hubo un tiempo en que, bajo la influencia de enseñanzas como éstas, que son la abse de la educación clásica, todos se ubicaban más allá y por encima de la humanidad en disponer, organizar e instituir a su propio estilo.
Condillac
Asuma, mi señor, el papel de Licurgo o Solón. Antes de acabar de leer este ensayo, disfrute dando leyes a gente salvaje en América o África. Establezca a estos hombres errantes en moradas fijas; enséñeles a cuidar ganado. (…) Dedíquese a desarrollar las cualidades sociales que la naturaleza ha implantado en ellos. (…) Hágales empezar a practicar las tareas de la humanidad. (…) Haga que los placeres de las pasiones se conviertan en molestos para ellos mediante castigos y verá a estos bárbaros, con cada plan de su legislación, perder un vicio y ganar una virtud.
Todos estos pueblos han tenido leyes. Pero pocos entre ellos han sido felices. ¿Por qué pasa esto? Porque los legisladores casi siempre han ignorado el objeto de la sociedad, que es unir a las familias por un interés común.
La imparcialidad en el derecho consiste en dos cosas, en establecer igualdad en las fortunas y en la dignidad de los ciudadanos. (…) En proporción la grado de igualdad establecido por las leyes, más queridas se harán para cada ciudadano. ¿Cómo pueden la avaricia, la ambición, la disipación, el ocio, la pereza, la envidia, el odio o los celos animar a hombres que son iguales en fortuna y dignidad y a quienes las leyes no les dejan ninguna esperanza de perturbar su igualdad?
Lo que os ha sido dicho de la república de Esparta tendría que ilustraros en esta cuestión. Ningún otro estado ha tenido leyes más de acuerdo con el orden de la naturaleza o la igualdad.
No cabe preguntarse si los siglos XVII y XVIII han considerado a la raza humana como materia inerte, lista para recibir todo: forma, figura, impulso, movimiento y vida, de un gran príncipe o un gran legislador o un gran genio. Estas eras se basaron en el estudio de la antigüedad y la antigüedad presenta en todas partes: en Egipto, Persia, Grecia y Roma, el espectáculo de unos pocos hombres moldeando la humanidad a su gusto y a la humanidad esclavizada para este fin por fuerza o impostura. ¿Y qué prueba esto? Que porque hombre y sociedad sean improbables, el error, la ignorancia, el despotismo, la esclavitud y la superstición deben ser más prevalentes en los primeros tiempos. El error de los escritores citados antes no es que hayan afirmado este hecho, sino que lo han propuesto como regla para la admiración e imitación de generaciones futuras. Su error ha sido, con una inconcebible ausencia de discernimiento, y con la fe de un convencionalismo pueril, que han admitido lo que es inadmisible, es saber, la grandeza, dignidad, moralidad y bienestar de las sociedades artificiales del mundo antiguo; no han entendido que el tiempo produce y difunde ilustración y que en proporción a aumento de la ilustración, el derecho de que sostenerse por la fuerza y la sociedad recupera la posesión de sí misma.
Y de hecho, ¿cuál es la obra política que estamos tratando de promover? Nada menos que el esfuerzo instintivo de todo pueblo hacia la libertad. ¿Y qué es la libertad, cuyo nombre puede hacer latir a cada corazón y puede agitar el mundo, sino la unión de todas las libertades, la libertad de conciencia, de educación, de asociación, de prensa, de movimientos, de trabajo y de comercio; en otras palabras, el libre ejercicio para todos de todas las facultades inofensivas y también otras palabras, la destrucción de todos los despotismos, incluso del despotismo legal y la reducción de la ley a su única esfera racional, que es regular el derecho individual a la legítima defensa o a reprimir la injusticia?
Debe admitirse que esta tendencia de la raza humana, se ve bastante frustrada, particularmente en nuestro país, por la fatal disposición, resultante de la enseñanza clásica y común de todos los políticos, de ponerse por encima de la humanidad, para disponerla, organizarla y regularla de acuerdo con sus gustos.
Pues mientras la sociedad está luchando por conseguir la libertad, los grandes hombres que se ponen a su cabeza, imbuidos por los principio de los siglos XVII y XVIII, solo piensan en someterlo al despotismo filantrópico de sus invenciones sociales y que acepte con docilidad, según la expresión de Rousseau, el yugo de la felicidad pública como aparece en sus propias imaginaciones.
Éste fue el caso particularmente en 1789. Tan pronto como se destruyó el sistema antiguo, la sociedad fue sometida a otras disposiciones artificiales, siempre con el mismo punto de partida: la omnipotencia de la ley.
Saint-Just – El legislador ordena el futuro. A él corresponde velar por el bien de la humanidad. A él corresponde hacer  de los hombres que quiere que sean.
Robespierre – La función del gobierno es dirigir los poderes físicos y morales de la nación hacia el objeto de su institución.
Billaud Varennes – Un pueblo que haya de ser restaurado en la libertad debe formarse de nuevo. Deben destruirse los antiguos prejuicios, cambiarse las costumbres anticuadas, corregirse los afectos depravados, erradicarse los vicios inveterados. Para ello, será necesario una gran fuerza y un impulso vehemente. (…) Ciudadanos, la inflexible austeridad de Licurgo creó la base firme de la república espartana. La disposición débil y confiada de Solón llevó a Atenas a la esclavitud. Este paralelismo contiene toda la ciencia del gobierno.
LePelletier – Considerando el grado de degradación humana, estoy convencido de la necesidad de realizar una regeneración completa de la raza y, si puedo decirlo así, de crear un nuevo pueblo.
Por tanto los hombres no son sino materia prima. No es suya la voluntad de su propia mejora. No son capaces de ella; según Saint-Just solo lo es el legislador. Los hombres se limitarán a ser lo que éste quiera que deban ser. Según Robespierre, que copia literalmente a Rousseau, el legislador ha de empezar asignando el objetivo de las instituciones de la nación. Después de esto, el gobierno solo tiene que dirigir todas sus fuerzas físicas y morales hacia este fin. Todo este tiempo, la propia nación ha de mantenerse pasiva y Billaud Varennes nos enseñaría que no tendría que tener prejuicios, afectos ni desea, sino los autorizados por el legislador. Llega a decir que la inflexible austeridad de un hombre es la base de una república.
Hemos visto que, en casos en que el mal sea tan grande que los magistrados ordinarios sean incapaces de remediarlo, Mably recomienda una dictadura, para promover la virtud. “Recurrir”, dice “a una magistratura extraordinaria, cuyo periodo debe ser corto y su poder considerable. La imaginación de los ciudadanos requiere verse impresionada”. No se ha olvidado esta doctrina. Escuchemos a Robespierre:
El principio del gobierno republicano es la virtud y el medio para adoptarla, durante su establecimiento, es el terror. Queremos sustituir, en nuestro país, la autoindulgencia por la moralidad, el honor por la probidad, las costumbres por los principios, el decoro por los derechos, la tiranía de la moda por el imperio de la razón, el desdén ante la desgracia por el desdén ante el vicio, la insolencia por el orgullo, la vanidad por la grandeza de espíritu, el amor al dinero por el amor a la gloria, la buena compañía por la buena gente, la intriga por el mérito, el ingenio por el genio, la brillantez por la verdad, el hastío del placer por el encanto de la alegría, la pequeñez de los grandes por la grandeza del hombre, un pueblo fácil, frívolo y degradado por uno magnánimo, poderoso y feliz; es decir, sustituiríamos todos los vicios y absurdos de la monarquía por todas las virtudes y milagros de una república.
¡A qué enorme altura sobre el resto de la humanidad se coloca a sí mismo Robespierre! Y observad la arrogancia con la que habla. No se contenta con expresa un deseo de una gran renovación del corazón humano: ni siquiera espera ese resultado por un gobierno normal. No, trata de realizarlo él mismo y por medio del terror. El objeto del discurso del que se extraía esta masa pueril y laboriosa de antítesis era mostrar los principios de moralidad que tendrían que regir un gobierno revolucionario.
Además, cuando Robespierre pide una dictadura, no es simplemente para repeler a un enemigo exterior o acabar con las facciones: es poder él establecer, por medio del terror y como un prólogo a la operación de la constitución, sus propios principios de moralidad. Pretende nada menos que extirpar del país por medio del terror, el interés propio, el honor, las costumbres, el decoro, la moda, la vanidad, el amor al dinero, la buena compañía, la intriga, el ingenio, el lujo y la miseria. Hasta que él, Robespierre, no haya conseguido estos milagros, como justamente los llama, no permitirá al derecho recuperar su imperio. Verdaderamente estaría bien que estos visionarios, que piensan tan bien de sí mismos y tan mal de la humanidad, que quieren renovar todo, se contentaran con tratar de reformarse a sí mismos: la tarea sería lo suficientemente ardua para ellos. Sin embargo, en general, estos caballeros, los reformistas, legisladores y políticos no desean ejercitar un despotismo inmediato sobre la humanidad. No, son demasiado medrados y filantrópicos como para eso. Se contentan con el despotismo, el absolutismo, la omnipotencia de la ley. Solo aspiran a hacer la ley.
Para demostrar lo universal que ha sido en Francia esta extraña disposición, no solo habría tenido que copiar la totalidad de las obras de Mably, Raynal, Rousseau, Fenelon y haber hecho largos extractos de Bossuet and Montesquieu, sino que habría tenido que presentar todas las transacciones de los escaños de la Convención. Sin embargo no haré nada de eso sino que remitiré a ello al lector.
No cabe sorprenderse de que esta idea deba haberse ajustado a Bonaparte excelentemente. La abrazó con entusiasmo y la puso en práctica con energía. Actuando como un químico, Europa fue para él el material para sus experimentos. Pero este material reaccionó en su contra. Más que medio desengañado, Bonaparte, en Santa Helena, parecía admitir que hay una iniciativa en cada pueblo y se hizo menos hostil a la libertad. Pero eso no le impidió dar esta lección a su hijo en su testamento: “Gobernar es difundir moralidad, educación y bienestar”.
Tras todo esto, apenas necesito mostrar, con fastidiosas citas, las opiniones de Morelly, Babeuf, Owen, Saint Simon y Fourier. Me limitaré a unos pocos extractos del libro de Louis Blanc sobre la organización del trabajo.
En nuestro proyecto, la sociedad recibe el impulso del poder.
¿En qué consiste el impulso que da el poder a la sociedad? En imponerla el proyecto de M. Louis Blanc.
Por otro lado, la sociedad es la raza humana. Luego la raza humana va a recibir su impulso de M. Louis Blanc.
Hay libertad para hacerlo o no, se dirá. Por supuesta, la raza humana es libre de seguir el consejo de cualquiera, sea quien sea. Pero no es esta la manera en que M. Louis Blanc entiende la cosa. Quiere decir que su proyecto debería convertirse en ley y, por consiguiente, se imponga por el poder a la fuerza.
En nuestro proyecto, el Estado solo tiene que dar una legislación al trabajo, por medio de la cual el movimiento industrial podría y tendría que alcanzarse con total libertad. El Estado simplemente pone a la sociedad en una pendiente 8eso es todo) que puede descender, cuando uno se ubica ahí, por la mera fuerza de las cosas y por el curso natural de los mecanismos establecidos.
¿Pero cuál es esta pendiente? La indicada por M. Louis Blanc. ¿No lleva a un precipicio? No, lleva a la felicidad. Entonces, ¿por qué no va allí la sociedad por sí misma? Porque no sabe lo que quiere y requiere un impulso. ¿Qué va a dar ese impulso? El poder. ¿Y quién va a dar el impulso al poder? El inventor de la máquina, M. Louis Blanc.
Nunca saldremos de este círculo: humanidad pasiva y un gran hombre moviéndola por la intervención de la ley. Una vez en esta pendiente, ¿disfrutaría la humanidad de algo como la libertad? Sin duda. ¿Y qué es la libertad?
De una vez por todas: la libertad consiste no solo en el derecho otorgado, sino en el poder dado al hombre de ejercitar, de desarrollar sus facultades bajo el imperio de la justicia y bajo la protección de la ley.
Y no es una distinción vana: hay un profundo significado en ella y sus consecuencias no han de estimarse. Pues una vez que se admite que el hombre, para ser verdaderamente libre, debe tener el poder de ejercitar y desarrollar sus facultades, de ello se deduce que todo miembro de la sociedad tiene un derecho sobre dicha educación, y debe permitírsele mostrarlo y sobre los instrumentos de trabajo, sin los que la actividad humana puede encontrar espacio. Ahora bien, ¿por la intervención de quién va la sociedad a dar a cada uno de sus miembros la educación requerida y los instrumentos necesario de trabajo, si no es por la del Estado?”
Así que libertad es poder. ¿En qué consiste este poder? En poseer educación e instrumentos de trabajo. ¿Quién va a dar educación e instrumentos de trabajo? La sociedad, que los posee. ¿Por la intervención de quién va a la sociedad a dar instrumentos de trabajo a aquellos que no los poseen? Por la intervención del Estado. ¿De quién va a obtenerlos el Estado?
Queda para el lector responder a esta pregunta y advertir a dónde nos lleva todo esto.
Uno de los fenómenos extraños de nuestro tiempo, y uno que probablemente será materia de asombro para nuestros descendientes, es la doctrina que se fundamenta sobre esta triple hipótesis: la radical pasividad de la humanidad, la omnipotencia de la ley y la infalibilidad del legislador; este es el símbolo sagrado del partido que se proclama exclusivamente democrático.
Es verdad que profesa asimismo ser social.
En la medida en que es democrático, tiene una fe ilimitada en la humanidad.
En la medida en que es social, la pone por debajo del barro.
¿Se están discutiendo derechos políticos? ¿Hay que elegir a un legislador? Oh, entonces el pueblo posee conocimiento por instinto: está dotado de un tacto admirable, su voluntad siempre es correcta, la voluntad general no puede errar. El sufragio no puede ser demasiado universal. Nadie tiene ninguna responsabilidad para con la sociedad. La voluntad y la capacidad de elegir bien se dan por hecho. ¿Puede equivocarse el pueblo? ¿No vive una época de ilustración? ¡Qué! ¿Ha de llevar andadores por siempre el pueblo? ¿No ha adquirido sus derechos a costa de esfuerzos y sacrificios? ¿No ha dado suficiente prueba de inteligencia y sabiduría? ¿No ha llegado a la madurez? ¿No está en situación de juzgar por sí mismo? ¿No conoce su propio interés? ¿Hay un hombre o clase que se atreva a reclamar el derecho de ponerse en el lugar del pueblo, de decidir y actuar por él? No, no: el pueblo sería libre y lo será. Quiere dirigir sus propios asuntos y lo hará.
Pero una vez que es elegido el legislador, entonces se altera de verdad el estilo de su discurso. La nación vuelve a la pasividad, la inercia, la nada y el legislador toma posesión de la omnipotencia. A él le toca inventar, a él le toca dirigir, a él le toca impulsar, a él le toca organizar. La humanidad no tiene nada que hacer sino someterse; ha sonado la hora del despotismo. Y debemos darnos cuenta de que esto es decisivo, pues el pueblo, antes tan ilustrado, tan moral, tan perfecto, no tiene inclinaciones en absoluto, o si tiene alguna, lleva en picado a la degradación. ¡Y aun así tendría que tener un poco de libertad! ¿Pero no nos aseguraba M. Considerant que la libertad lleva fatalmente al monopolio? ¿No se nos dijo que la libertad es competencia? ¿Y que la competencia, según M. Louis Blanc, es un sistema de exterminación para el pueblo y de ruina del comercio? ¿Por esa razón, es exterminada y arruinada la gente en proporción a lo libres que es, como por ejemplo en Suiza, Holanda, Inglaterra y Estados Unidos? ¿No nos dice de nuevo M. Louis Blanc que la competencia lleva al monopolio y que, por la misma razón, lo barato lleva a precios exorbitantes? ¿Qué la competencia tiende a drenar las fuentes de consumo y requiere de la producción una actividad destructiva? ¿Qué la competencia obliga a la producción a aumentar y al consumo a disminuir, de lo que se deduce que el pueblo libre produce para no consumir, que no hay sino opresión y locura en él y que es absolutamente necesario que M. Louis Blanc mire por él?
¿Qué tipo de libertad se permitiría a los hombres? ¿Libertad de conciencia? Pero deberíamos ver a todos beneficiándose del permiso para convertirse en ateos. ¿Libertad de educación? Pero los padres estarían pagando a profesores para que enseñaran a sus hijos inmoralidad y errores; aparte, si creyéramos a M. Thiers, la educación, si se deja libre en la nación, dejaría de ser nacional y estaríamos educando a nuestros hijos con las ideas de turcos o hindúes, salvo los que, gracias al despotismo legal de las universidades,  tengan la buena fortuna de ser educados en las ideas de los romanos. ¿Libertad de trabajo? Pero esto es solo competencia, cuyo efecto es dejar todos los productos sin consumir, exterminar al pueblo y arruinar a los comerciantes. ¿La libertad de intercambio? Pero es bien conocido que los proteccionistas han demostrado, una y otra vez, que un hombre debe arruinarse cuando intercambia libremente y que para hacerse rico es necesario intercambiar sin libertad. ¿Libertad de asociación? Pero, según la doctrina socialista, libertad y asociación se excluyen entre sí, pues la libertad de los hombres es tacada al obligarles a asociarse.
Por tanto, debemos apreciar que los socialdemócratas no pueden en conciencia permitir a los hombres ninguna libertad, porque, por su propia naturaleza, tienden en todos los casos a todo tipo de degradación y desmoralización.
Por tanto solo nos queda conjeturar, en este caso, qué fundamento del sufragio universal reclaman para sí con tanta inoportunidad.
Las pretensiones de los organizadores sugieren otra pregunta, que les he planteado a menudo y a la cual no creo haber recibido nunca respuesta: Si las tendencias naturales de la humanidad son tan malas como para permitirle la libertad, ¿cómo resulta que las tendencias de los organizadores son siempre buenas? ¿No forman parte de la raza humana los legisladores y sus agentes? ¿Consideran que están compuestos de materiales diferentes que el resto de la humanidad? Dicen que la sociedad, abandonada a su suerte, se precipita hacia una destrucción inevitable, porque sus instintos son perversos. Pretenden detener su caída y darle una mejor dirección. Por tanto, han recibido del cielo inteligencia y virtudes que les ponen más allá y por encima de la humanidad: dejemos que muestren sus títulos de superioridad. Serían nuestros pastores y seríamos su rebaño. Esta disposición presupone en ellos una superioridad natural, sobre cuyo derecho estamos plenamente justificados a pedirles que la prueben.
Debéis observar que no estoy argumentando contra su derecho a inventar combinaciones sociales, a propagarlas, a recomendarlas y a probarlas consigo mismos, por su cuenta y riesgo, pero discuto su derecho a imponérnoslas por medio de la ley, es decir, por fuerza y por impuestos públicos.
No insistiré en que cabetistas, fourieristas, proudhonianos, académicos y proteccionistas renuncien a sus ideas particulares, solo les haría renunciar a esa idea que es común a todos ellos, a saber, la de someternos por la fuerza a sus propios grupos y series a sus talleres sociales, a su banca gratuita, a su moralidad grecorromana y a sus restricciones comerciales. Les pediría que nos dejaran la facultad de juzgar sus planes y no obligarnos a aceptarlos, si creemos que dañan nuestros intereses o repugnan nuestras conciencias.
Presumir poder recurrir al poder y los impuestos, además de ser opresivo e injusto, implica además la injuriosa suposición de que el organizado es infalible y la humanidad incompetente.
Y si la humanidad no es competente para juzgar por sí misma, ¿por qué hablan tanto acerca del sufragio universal?
Esta contradicción en las ideas se encuentra desgraciadamente también en los hechos y pese a que la nación francesa ha precedido a todas las demás en obtener sus derechos, o más bien sus reclamaciones políticas, esto no ha impedido en modo alguno que esté más gobernada y dirigida y más impuesta y encadenada y engañada que cualquier otra nación. Es asimismo entre todas donde se temen constantemente las revoluciones y es perfectamente natural que deba ser así.
Mientras se mantenga esta idea, que es admitida por todos nuestros políticos y es expresada tan enérgicamente por M. Louis Blanc en estas palabras: “La sociedad recibe su impulso desde el poder”, mientras los hombres se consideren como capaces de sentir, aunque pasivo e incapaces de alzarse por su propio discernimiento y por su propia energía hacia ninguna moralidad o bienestar y mientras esperen todo de la ley, en una palabra, mientras admitan que sus relaciones con el Estado son las mismas que las de un rebaño con el pastor, está claro que la responsabilidad del poder es inmensa. Fortuna y desgracia, riqueza e indigencia, igualdad y desigualdad, todo precede del él. Se le acusa de todo, asume todo, hace todo, por tanto tiene respuesta para todo. Si somos felices, tiene derecho a reclamarnos gratitud, pero si somos miserables, solo él debe asumir la culpa. ¿No están de hecho nuestras personas y propiedades a su disposición? ¿No es omnipotente la ley? Al crear el monopolio universitario, se ha dedicado a responder a las expectativas de padres de familias que se han visto privadas de libertad y si se frustran esas expectativas, ¿de quién es la culpa?
Al regular la industria, se ha dedicado a hacerla próspera, de otra forma sería absurdo privarla de su libertad y si sufre, ¿de quién es la culpa? Al pretender ajustar la balanza del comercio con el uso de aranceles, se dedica a hacerlo próspero y si, lejos de prosperar, lo destruye, ¿de quién es la culpa? Al conceder su protección a armamentos marítimos a cambio de su libertad, se ha dedicado a hacerlos lucrativos, se convierten en gravosos, ¿de quién es la culpa?
Así, no hay un motivo de queja en la nación para el que el Gobierno no se haya hecho responsable a sí mismo voluntariamente. ¿Cabe maravillarse de que todo fracaso amenace con causar una revolución? ¿Y cuál es el remedio propuesto? Extender indefinidamente el dominio de la ley, es decir, la responsabilidad del Gobierno. Pero si el Gobierno se dedica a aumentar y regular los salarios y no es capaz de hacerlo, si se dedica a asistir a todos los que pasan necesidades y no es capaz de hacerlo, si se dedica a proporcionar un asilo para cada trabajador y no es capaz de hacerlo, si se dedica a ofrecer crédito gratuito a todos los que ansían tomar prestado  y no es capaz de hacerlo, si, en palabras que lamentamos que hayan escapado de la pluma de M. de Lamartine, “el Estado considera que su misión es ilustrar, desarrollar, engrandecer, fortalecer, espiritualizar y santificar el alma del pueblo”, si fracasa en esto, ¿no es evidente que después de cada desengaño, que, después de todo, es más que probable, habrá una revolución no menos inevitable?
Reanudaré ahora el tema apuntando que inmediatamente después de la parte cómica[4] del asunto y al entrar en la parte política, aparece una pregunta esencial. Es la siguiente:
¿Qué es la ley? ¿Qué tendría que ser? ¿Cuál es su dominio? ¿Cuáles son sus límites? ¿Dónde reside de hecho la prerrogativa del legislador?
No tengo reparo en responder que la Ley es la fuerza común organizada para impedir la injusticia; en resumen, Ley es Justicia.
No es verdad que el legislador tenga poder absoluto sobre nuestras personas y propiedades, ya que preexisten y su trabajo es solo impedir que se dañen.
No es verdad que la misión de la ley sea regular nuestras conciencias, nuestras ideas, nuestra voluntad, nuestra educación, nuestros sentimientos, nuestras obras, nuestros intercambios, nuestros regalos, nuestros placeres. Su misión impedir que los derechos de uno interfieran con los de otro en cualquiera de estas cosas.
La ley, al tener fuerza para su necesaria sanción, solo puede tener como dominio legítimo el dominio de la fuerza, que es justicia.
Y como todo individuo tiene un derecho a recurrir a la fuerza solo en casos de legítima defensa, la fuerza colectiva, que es solo la unión de las fuerzas individuales, no puede utilizarse racionalmente para cualquier otro fin.
Así que la ley es únicamente la organización de los derechos individuales, que existían como legítima defensa.
Ley es justicia.
Lejos de poder oprimir a las personas del pueblo o de saquear su propiedad, incluso para un fin filantrópico, su misión es proteger a las primeras y garantizarles la posesión de las segundas.
Tampoco debe decirse que pueda ser filantrópica, mientras se abstenga de toda opresión, pues esto es una contradicción. La ley no puede evitar actuar sobre nuestras personas y propiedades; si no las garantiza, las viola si las toca.
La ley es justicia.
Nada puede ser más claro y sencillo, más perfectamente definido y limitado o más visible para cualquier ojo, pues la justicia es una cantidad dada, inmutable e intransferible y que no admite aumento ni disminución.
Fiera de este punto, haced a la ley religiosa, fraternal, igualitaria, industrial, literaria o artística y os perderéis en vaguedades e incertidumbre, estaréis en territorio desconocido, en una utopía forzosa o, lo que es peor, en medio de una multitud de utopías luchando por conseguir la posesión de la ley e imponérosla, pues la fraternidad y la filantropía no tienen límites fijos como la justicia. ¿Dónde os detendréis? ¿Dónde se detendrá la ley? Una persona, como M. de Saint Cricq, solo extenderá su filantropía a algunas de las clases industriales y pedirá que la ley disponga de los consumidores a favor de los productores. Otro, como M. Considerant, asumirá la causa de las clases trabajadoras y reclamará para ellos, por medio de la ley, ropa, alojamiento, comida y todo lo necesario para la vida a un tipo fijo. Un tercero, como M. Louis Blanc, dirá, con razón, que esto sería una fraternidad incompleta y que la ley tendría que proveerlos con instrumentos de trabajo y medios de formación. Un cuarto observaría que esa disposición sigue dejando espacio a la desigualdad y que la ley tendría que introducir en las aldeas más remotas el lujo, la literatura y las artes. Es el camino al comunismo; en otras palabras, la legislación sería (ahora lo es) el campo de batalla para los sueños y la codicia de todos.
Ley es justicia.
En esta propuesta representamos un Gobierno sencillo e inamovible. Y desafío a cualquier a que me diga de dónde podría provenir una revolución, una insurrección o una simple perturbación contra una fuerza pública confinada a la represión de la injusticia. Bajo ese sistema, habría más bienestar y ese bienestar estaría más equitativamente distribuido y respecto de los sufrimientos inseparables de la humanidad, nadie pensaría en acusar de ellos al Gobierno, pues sería tan inocente por ellos como de las variaciones de la temperatura. ¿Se ha sabido alguna vez que el pueblo se levante contra el tribunal de revocaciones o atacado a los jueces de paz para protestar por los salarios, reclamar crédito gratuito, instrumentos de trabajo, las ventajas del arancel o el taller social? Saben perfectamente que esto queda fuera de la jurisdicción de los jueces de paz y pronto aprenderían que no están dentro de la jurisdicción de la ley.
Pero si la ley se creara bajo el principio de la fraternidad, si se proclamara que de ella proceden todos los bienes y males, que es responsable de todo motivo individual de queja y de toda desigualdad social, se abriría la puerta a una interminable sucesión de quejas, irritaciones, problemas y revoluciones.
Ley es justicia.
¡Y sería muy extraño si pudiera ser adecuadamente cualquier otra cosa! ¿No es un derecho la justicia? ¿No son iguales los derechos? ¿Con qué tipo de derecho puede la ley interferir para someterme a los planes sociales de MM. Mimerel, de Melun, Thiers, o Louis Blanc, en lugar de someter a estos caballeros a mis planes? ¿Tiene que suponerse que la Naturaleza no me ha concedido suficiente imaginación como para inventar también una utopía? ¿Corresponde a la ley elegir entra tantas alternativas y hacer uso de la fuerza pública a su servicio?
Ley es justicia.
Y no dejemos que se diga, como se hace continuamente, que la ley, en este sentido, sería atea, individualista y despiadada y que haría a la humanidad a su propia imagen. Es una conclusión absurda, bastante digna de la obsesión gubernamental que ve a la humanidad en la ley.
¿Entonces qué? ¿Se deduce que si somos libres dejaremos de actuar? ¿Se deduce que si no recibimos un impulso de la ley no recibiremos ningún impulso en absoluto? ¿Se deduce que si la ley se limita a garantizarnos el libre ejercicio de nuestras facultades, se paralizarán nuestras facultades? ¿Se deduce que si la ley no nos impone formas de religión, modos de asociación, métodos de instrucción, normas de trabajo, instrucciones para el intercambio y planes de caridad nos despeñaremos ansiosamente en el ateísmo, el aislamiento, la ignorancia, la miseria y el egoísmo? ¿Se deduce que ya no reconoceremos el poder y la bondad de Dios, que dejaremos de asociarnos, de ayudarnos, de amar y ayudar a nuestros hermanos desafortunados, de estudiar los secretos de la naturaleza y de aspirar la perfección en nuestra existencia.
Ley es justicia.
Y es bajo la ley de la justicia, bajo en reino del derecho, bajo la influencia de la libertad, seguridad, estabilidad y responsabilidad como cada hombre alcanzará la medida de su dignidad, toda la dignidad de su ser y la humanidad alcanzará, con orden y calma (lentamente, es cierto, pero con seguridad) el progreso a ella decretado.
Creo que mi teoría es correcta, pues cualquiera que sea la cuestión sobre la que esté argumentando, ya sea religiosa, filosófica, política o económica, ya afecte al bienestar, la moralidad, la igualdad, el derecho, la justicia, el progreso, la responsabilidad, la propiedad, el trabajo, el intercambio, el capital, los salarios, los impuestos, la población, el crédito o el Gobierno, en cualquier punto del horizonte científico en el que empiece, llego invariablemente a lo mismo: la solución del problema social está en la libertad.
¿Y no tengo la experiencia de mi lado? Echad vuestra mirada sobre el planeta. ¿Cuáles son la naciones más felices, más morales y más pacíficas? Aquellas en las que la ley interfiere menos con la actividad privada, donde se nota menos el gobierno, donde el individualismo tiene más espacio y la opinión pública más influencia, donde la maquinaria de la administración  es menos importante y menos complicada, donde los impuestos son más ligeros y menos desiguales, el descontento popular se excita menos y está menos justificado, donde la responsabilidad de individuos y clases es más activa y donde, por consiguiente, si la moral no está en un estado perfecto, en todo caso tienden a corregirse a sí mismos, donde transacciones, reuniones y asociaciones  se ven menos limitadas, donde trabajo, capital y producción sufren menos por desplazamientos artificiales, donde la humanidad sigue casi completamente su curso natural, donde el pensamiento de Dios prevalece más sobre las invenciones de los hombres; estos son, en resumen, los que se encuentran más cerca de esta idea de que dentro de los límites del derecho, todo debería derivar de la acción libre, perfectible y voluntaria del hombre, nada debe intentarse por ley o por fuerza, excepto la administración de la justicia universal.
No puedo evitar llegar a esta conclusión de que hay demasiados grandes hombres en el mundo, hay demasiados legisladores, organizadores, instituidores de sociedades, conductores de pueblos, padres de naciones,. Etc. Demasiadas personas se ponen por encima de la humanidad, para gobernarla y tutelarla, demasiadas personas hacen negocio cuidando de ello. Se responderá: “Tú mismo te ocupas de ellos todo el tiempo”. Muy cierto. Pero debe admitirse que es en otro sentido exactamente de lo que estoy hablando y si me uno a los reformadores es solamente con el propósito de inducirles a aflojar sus riendas.
No lo hago como hizo Vaucauson con su autómata, sino como un psicólogo hace con la organización del ser humano: lo estudiaría y admiraría.
Actúo respecto de esto con el espíritu que anima a un famoso viajero. Se encontraba en medio de una tribu salvaje. Acababa de nacer un niño y una multitud de adivinos, magos y charlatanes lo rodeaban armados con anillos, ganchos y vendas. Uno decía: “Este niño nunca olerá el perfume de un calumet, si no le ensancho sus fosas nasales”. Otro decía: “No tendrá el sentido del oído si no alargo sus orejas hasta sus hombros”. Un tercero decía: “Nunca verá la luz del sol si no le doy a sus ojos una dirección oblicua”. Un cuarto decía: “No será capaz de pensar si no presionó su cerebro”. “¡Parad!”, dijo el viajero. “Lo que haga Dios, está bien hecho; no pretendáis saber más que Él y como Dios ha dado órganos a esta frágil criatura, permitid que esos órganos se desarrollen por sí mismos, se fortalezcan por el ejercicio, el uso, la experiencia y la libertad”.
Dios ha implantado también en la humanidad todo lo necesario para permitir alcanzar sus destinos. Hay una psicología social providencial, así como una psicología humana providencial. Los órganos sociales están constituidos así para permitirles desarrollarse armónicamente en el gran aire de la libertad. ¡Fuera, entonces, los charlatanes y organizadores! ¡Fuera sus anillos y sus cadenas y sus ganchos y sus pinzas! ¡Fuera sus métodos artificiales! ¡Fuera sus talleres sociales, sus caprichos gubernamentales, su centralización, sus aranceles, sus universidades, sus religiones de Estado, sus bancos gratuitos o monopolizadores, sus limitaciones, sus restricciones, sus moralizaciones y su igualación mediante impuestos! Y ahora, después de haber infligido en vano sobre el cuerpo social tantos sistemas, dejemos que acaben donde tendrían que haber empezado: rechazad todo los sistema y probad la libertad, la libertad que es un acto de fe en Dios y en Su obra.
[1] Consejo General de manufacturas, agricultura y comercio, 6 de mayo de 1850.
[2] La palabra francesa es spoliation.
[3] Si la protección se otorgara solo en Francia a una sola clase, por ejemplo, a los ingenieros, sería un saqueo tan absurdo que sería incapaz de mantenerse. Así que vemos que se combinan todos los comercios protegidos, hacen causa común e incluso reclutan de tal manera que parecen abarcar a la mayoría del empleo nacional. Entienden instintivamente que el saqueo se camufla al generalizarse.
[4] La economía política precede a la política: la primera tiene que descubrir si los intereses humanos son armoniosos o antagónicos, un hecho que debe haberse decidido antes de que la segunda pueda determinar las prerrogativas del Gobierno.

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