La transición y sus señales
Roberto Gil Zuarth*
El
largo periodo de transición entre dos administraciones —circunstancia
atípica mexicana— sirve, entre otras cosas, para allanar el arribo del
nuevo gobierno. Tiempo para la aproximación a los asuntos en marcha y
para la identificación de los pendientes. Pero su propósito no es
meramente informativo. La transición está llamada a ser un espacio para
la toma de decisiones, de quien se va y de quien llega. Para el
Presidente saliente es oportunidad para avanzar en ciertas agendas, en
particular en aquellas que resultan incómodas en función de los
intereses opuestos, tal y como sucedió recientemente con la reforma
laboral y la de contabilidad gubernamental. Para el Presidente entrante
es recurso para diluir compromisos y evadir costos, pero también para
definir los rieles sobre los cuales pretende que marche su gobierno.
El presidente Calderón cerrará su
gobierno con reformas por mucho tiempo diferidas y con una transición en
paz y cooperativa. El gobierno saliente supo leer sus circunstancias:
la segunda alternancia debilitaba los incentivos del PRI a la
obstrucción y la constitución aportaba un instrumento —la iniciativa
preferente— para provocar deliberaciones votadas. Como resultado, el
Presidente entrante contará con un mejor marco legal para generar
empleos y promover la responsabilidad financiera de estados y
municipios, marco que, por cierto, el PRI le negó al presidente Calderón
a lo largo de toda su gestión. Esas reformas de fin de sexenio son
muestra plástica de que el problema de muchas decisiones no fue la
supuesta incapacidad del gobierno para negociar las agendas, sino la
indisposición de la oposición para construirlas. Y es que lo único que
ha cambiado en estos meses es que el PRI ya no necesita hacer oposición
para ser gobierno.
El próximo presidente, Peña Nieto,
abrirá su gobierno con una reorganización de la administración pública
federal y con el debate sobre los mecanismos para ensanchar la
transparencia y combatir la corrupción. La agenda plasmada en sus
iniciativas responde a un propósito, legítimo y explicable, de definir
prioridades de su gobierno. Pero su contenido da cuenta de la visión del
poder y de los instrumentos que entiende necesarios para enfrentar sus
desafíos. Son los detalles los que revelan los alcances de los
diagnósticos y las premisas de las soluciones. Para el nuevo gobierno,
el IFAI debe ser una autoridad con autonomía constitucional y alcance
nacional, pero cuyas decisiones deben ser revisadas y sus titulares
nombrados por el Presidente. A su juicio, el combate a la corrupción
necesita un órgano constitucional colegiado con facultades
sancionatorias y alcance, directo o subsidiario, a todos los ámbitos y
órdenes de gobierno, pero designado directamente por el Ejecutivo y sin
la potestad de ejercer acción penal directa, es decir, sujeto al
arbitrio del Ejecutivo. En el diagnóstico del gobierno entrante el
problema de seguridad es de coordinación política, por lo que otorga al
secretario de Gobernación y al primero en la línea de sucesión en caso
de ausencia del Presidente, el mando sobre una fuerza civil (la Policía
Federal) y, además, sobre una corporación militarizada en cuanto a
reclutamiento y disciplina (la Gendarmería), sin proponer nuevos
controles democráticos a esa relevantísima concentración de poder
coactivo y sin mecanismos de arbitraje imparcial entre las distintas
agencias que participan en la función de seguridad. También, la nueva
administración entiende que para recuperar eficacia en la gestión de
gobierno necesita retomar el control de las “plazas de confianza”,
específicamente las direcciones generales y generales adjuntas y, por
tanto, propone expropiarlas del régimen del servicio profesional de
carrera, lo cual revela la trasnochada idea del gobierno como botín de
los inquilinos sexenales (sorprende una evidente contradicción: en la
iniciativa sobre corrupción, el PRI y el PVEM afirman que la Ley del
Servicio Profesional de Carrera de 2003 que ahora pretenden desmantelar,
es un instrumento para combatir “el amiguismo, el compadrazgo y la
gestión política del personal” como modalidades de corrupción).
La transición sirve para preparar
los cauces del trasvase de poder. Pero las primeras señales son
preocupantes: o los diagnósticos están extraviados o las soluciones son
erráticas. Transición inútil, salvo, claro está, las reformas
concretadas por el presidente que se va.
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