29 noviembre, 2012

Les pagamos para eso



Les pagamos para eso

¿A quién puedo cobrarle que el país esté paralizado desde 1992? ¿A quién le pido cuentas por las lágrimas que me produjo la decepción de que Vicente Fox me traicionara a los pies del Ángel de la Libertad? ¿A quién puedo reclamarle que, aunque tuviera muchas buenas intenciones, el dolor de México, los hijos desaparecidos y las noches más largas de todos los tiempos que nos dejó Calderón, sólo auguran tristeza para nosotros?

Antonio Navalón

La economía moderna, como la política, es solo un estado de ánimo.
 
¿Quién sabe cuánto oro hay para respaldar las monedas? Nadie. ¿Quién sabe por qué el valor –que se encuentra por encima de más de una tercera parte de los países– de la mayor compañía que solo inventa aparatos que han transformado el mundo, como es el caso de Apple? Nadie.

 
Conocemos la repercusión del trabajo y del sueño de Steve Jobs. Pero nunca sabremos, dólar a dólar, centavo a centavo, cuantificar en una unidad lo que nos da un iPhone, un iPad o un iPod, para que el valor de Apple se cotice en más que el presupuesto de la tercera parte de todas las naciones del planeta.


Aquí en México, –en uno de esos tantos Estados con menos presupuesto que la empresa de la manzana–, viene un gran acuerdo: los políticos parece que han entendido que, independientemente de que sean priistas, perredistas, panistas o morenos, están para servir.


Parece que empiezan a enterarse que la comida que hoy han comido, que el coche que los lleva, que el policía que los protege, que el sillón sobre el que se sientan, no tienen otro motivo de ser y existir más que procurar que ellos –los políticos– beneficien nuestra vida y cuiden nuestros intereses como ciudadanos. Por eso los elegimos, los tenemos y los soportamos.


Desde la confrontación entre Cuauhtémoc Cárdenas y Carlos Salinas de Gortari, el país perdió el norte.


Confundimos una pelea de sucesión por el trono, donde solo podía haber dos reyes con dos familias imperiales –los Cárdenas y los priistas–, con la obligación de darle a México algo.


Descubrimos la libertad, descubrimos que con otro partido seríamos mejores, descubrimos que podíamos, debíamos y tendríamos que ser un país distinto alejado de ese sistema que tanto nos gustó ser, es decir, la dictadura perfecta.


Ahora, a días de comenzar el sexenio de Enrique Peña Nieto, el PRD, el PAN y el PRI descubren que están para gobernar, para solucionar problemas y para hacer cambios: ¡Aleluya!


Pero, ¿a quién puedo cobrarle que el país esté paralizado desde 1992? ¿A quién le pido cuentas por las lágrimas que me produjo la decepción de que Vicente Fox me traicionara a los pies del Ángel de la Libertad? ¿A quién puedo reclamarle que, aunque tuviera muchas buenas intenciones, el dolor de México, los hijos desaparecidos y las noches más largas de todos los tiempos que nos dejó Calderón, sólo auguran tristeza para nosotros? 


¿A quiénes puedo pedir que tengan vergüenza, que me cumplan y que sean capaces de generar y ejercer leyes, reformas y sistemas que rompan con monopolios, que eviten que robarme e insultarme sea fácil, que impidan a los políticos convertirse en los enemigos del pueblo y que yo sólo sea un pobre pendejo que cada seis o tres años me cuento el cuento de que esta vez sí es posible?


Viene una gran reforma y, si la hace Peña Nieto, bienvenido sea. No tendré ningún problema –si gracias a ella México mejora– en proclamar que de Cárdenas a Salinas y de Salinas a Peña Nieto las cosas han salido y se han hecho en pro de nuestro país bajo un partido tricolor. 


No quiero seguir siendo un experto en fracasos, no quiero seguir explicando la razón de por qué, no pudo ser.


Quiero pertenecer a un país que sea capaz de abandonar una línea improductiva e inútil, fomentada por

Les pagamos para eso

¿A quién puedo cobrarle que el país esté paralizado desde 1992? ¿A quién le pido cuentas por las lágrimas que me produjo la decepción de que Vicente Fox me traicionara a los pies del Ángel de la Libertad? ¿A quién puedo reclamarle que, aunque tuviera muchas buenas intenciones, el dolor de México, los hijos desaparecidos y las noches más largas de todos los tiempos que nos dejó Calderón, sólo auguran tristeza para nosotros?
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La economía moderna, como la política, es solo un estado de ánimo.
¿Quién sabe cuánto oro hay para respaldar las monedas? Nadie. ¿Quién sabe por qué el valor –que se encuentra por encima de más de una tercera parte de los países– de la mayor compañía que solo inventa aparatos que han transformado el mundo, como es el caso de Apple? Nadie.
Conocemos la repercusión del trabajo y del sueño de Steve Jobs. Pero nunca sabremos, dólar a dólar, centavo a centavo, cuantificar en una unidad lo que nos da un iPhone, un iPad o un iPod, para que el valor de Apple se cotice en más que el presupuesto de la tercera parte de todas las naciones del planeta.
Aquí en México, –en uno de esos tantos Estados con menos presupuesto que la empresa de la manzana–, viene un gran acuerdo: los políticos parece que han entendido que, independientemente de que sean priistas, perredistas, panistas o morenos, están para servir.
Parece que empiezan a enterarse que la comida que hoy han comido, que el coche que los lleva, que el policía que los protege, que el sillón sobre el que se sientan, no tienen otro motivo de ser y existir más que procurar que ellos –los políticos– beneficien nuestra vida y cuiden nuestros intereses como ciudadanos. Por eso los elegimos, los tenemos y los soportamos.
Desde la confrontación entre Cuauhtémoc Cárdenas y Carlos Salinas de Gortari, el país perdió el norte. Confundimos una pelea de sucesión por el trono, donde solo podía haber dos reyes con dos familias imperiales –los Cárdenas y los priistas–, con la obligación de darle a México algo.
Descubrimos la libertad, descubrimos que con otro partido seríamos mejores, descubrimos que podíamos, debíamos y tendríamos que ser un país distinto alejado de ese sistema que tanto nos gustó ser, es decir, la dictadura perfecta.
Ahora, a días de comenzar el sexenio de Enrique Peña Nieto, el PRD, el PAN y el PRI descubren que están para gobernar, para solucionar problemas y para hacer cambios: ¡Aleluya!
Pero, ¿a quién puedo cobrarle que el país esté paralizado desde 1992? ¿A quién le pido cuentas por las lágrimas que me produjo la decepción de que Vicente Fox me traicionara a los pies del Ángel de la Libertad? ¿A quién puedo reclamarle que, aunque tuviera muchas buenas intenciones, el dolor de México, los hijos desaparecidos y las noches más largas de todos los tiempos que nos dejó Calderón, sólo auguran tristeza para nosotros? 
¿A quiénes puedo pedir que tengan vergüenza, que me cumplan y que sean capaces de generar y ejercer leyes, reformas y sistemas que rompan con monopolios, que eviten que robarme e insultarme sea fácil, que impidan a los políticos convertirse en los enemigos del pueblo y que yo sólo sea un pobre pendejo que cada seis o tres años me cuento el cuento de que esta vez sí es posible?
Viene una gran reforma y, si la hace Peña Nieto, bienvenido sea. No tendré ningún problema –si gracias a ella México mejora– en proclamar que de Cárdenas a Salinas y de Salinas a Peña Nieto las cosas han salido y se han hecho en pro de nuestro país bajo un partido tricolor. 
No quiero seguir siendo un experto en fracasos, no quiero seguir explicando la razón de por qué, no pudo ser.
Quiero pertenecer a un país que sea capaz de abandonar una línea improductiva e inútil, fomentada por una bola de inútiles llamada clase política, que saquean nuestros bolsillos, ofenden nuestra inteligencia y maltratan nuestros sentimientos.


Habrá un acuerdo. ¡Vaya! Ya era hora, porque yo no estoy dispuesto –y sugiero que usted tampoco– a seguir perdiendo el tiempo de nuestros hijos y lapidando la fortuna de nuestro país por seguir siendo el México que siempre llega tarde a donde nunca pasa nada.

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