Cuando los caudillos desaparecen
Por Carlos Alberto Montaner
Firmas Press
Chávez lo sabía desde hace algún tiempo. Incluso, él
mismo se lo comunicó a varios gobernantes amigos. Su muerte inminente, o
a corto plazo, era una noticia demasiado importante para callarla. Les
pedía discreción a sus colegas, pero los políticos no se caracterizan
por ese rasgo. Guardar secretos es cosa de curas, urólogos y notarios,
no de presidentes. O presidentas.
Chávez, tenía, claro, una esperanza vaga en el
milagro. Es un fenómeno que suele sucederles a las personalidades
narcisistas que rebasan ciertos obstáculos difíciles. Que Chávez
estuviera sentado en Miraflores al frente del estado venezolano era tan
improbable como el nacimiento de una jirafa bicéfala y, además, albina.
Como todos los caudillos mesiánicos, había interpretado su suerte como
el signo inequívoco de haber sido escogido para cumplir un destino
superior. Era invulnerable.
Max Weber explicó muy bien los tres orígenes de la
legitimidad política. La tradición era el más antiguo. Los reyes, las
dinastías y los linajes derivan de este fenómeno. Al rey y al duque se
les obedecía porque así había sido siempre. Era la costumbre y se
aseguraba que el mandato estaba vinculado a la voluntad divina.
Cuando se debilitó esa fuente de autoridad compareció
la legitimidad racional. El absolutismo fue sustituido por las
Constituciones y la regla de la mayoría. Así se gobiernan las
democracias maduras del planeta y algunas autocracias de mano dura como
China o Irán, que descansan en otro tipo de racionalidad: burócratas
ideologizados y santones religiosos.
Pero la legitimidad más vistosa era la tercera: el
carisma. Los caudillos eran obedecidos por los rasgos de su
personalidad. Una parte sustancial de la sociedad, a veces la mayoría,
delegaba en ellos la facultad de pensar y decidir. Podían saltarse a la
torera las reglas y las instituciones. El papel de las personas era
aplaudir y repetir consignas: “lo que usted ordene y cuando lo ordene,
Jefe”.
El gran problema del caudillo carismático es que no
puede transmitir su poder. Pueden designar herederos, pero la relación
entre éstos y los gobernados es muy diferente. El previo endiosamiento
del caudillo sustituido pesa como una losa sobre la imagen del delfín.
En Argentina nadie ha podido calzar las botas de
Perón, aunque todos invocan su santo nombre en vano, mientras en Cuba
Raúl Castro sufre la constante comparación con su hermano Fidel. En voz
baja y con mala leche le llaman el “Mínimo Líder”.
Esto viene a cuento del caso venezolano. Aunque
Nicolás Maduro es el candidato seleccionado por Hugo Chávez y por los
Castro, deseosos de mantener viva esa inmensa vaca lechera que es
Venezuela, proveedora de un subsidio total calculado en diez mil
millones de dólares anuales por la investigadora Vanessa López del
Instituto de Estudios Cubanos de la Universidad de Miami, el
exsindicalista posee muy pocas probabilidades de consolidar una zona
indiscutible de autoridad dentro de las filas del chavismo.
Tiene fuertes retadores. El reciente exvicepresidente
Elías Jaua, sociólogo y profesor universitario, cree que está
intelectualmente mucho mejor equipado para ocupar el puesto. Francisco
Arias Cárdenas, exmilitar con mando, golpista junto a Chávez y político
exitoso, supone que él debe ser el sucesor natural del Caudillo
bolivariano. Diosdado Cabello, también exoficial y constructor del PSUV,
gran operador político y presidente del Parlamento, piensa lo mismo. Y
está el hermano Adán, quien le enseñó a Hugo las primeras letras del
radicalismo colectivista, algo así como el toilet training
ideológico, y hoy gobierna el Estado de Barinas. ¿Por qué, si Hugo es
tan castrista en todo, no escogió la fórmula dinástica de Fidel-Raúl
como sucedió en Cuba? (El secreto es que los Castro, que lo tuvieron en
la Isla de embajador, no confían en él o no creen en sus condiciones de
líder, pero Adán no lo sabe).
Si hay alguna moraleja en esta triste historia, es
que el mesianismo y los caudillos carismáticos son tremendamente
perjudiciales para las sociedades. No hay sustituto para el poder
racional arraigado en las instituciones, la subordinación a la ley, la
meritocracia, la competencia, la rotación ordenada de los mandatarios y
la cordialidad cívica con el adversario. Es así como se gobiernan las
treinta naciones más exitosas del planeta. No es así como se gobierna
Venezuela. Por eso, después de Chávez, es probable que sobrevenga el
diluvio.
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