por Gabriela Calderón de Burgos
Gabriela Calderón es editora de ElCato.org, investigadora del Cato Institute y columnista de El Universo (Ecuador).
En la asamblea se reparten tierras, se decide dónde podemos fumar y
qué podemos fumar, quiénes deberán pagar más o menos impuestos y quiénes
recibirán lo recaudado por el fisco, incluso hasta qué se hará con el
cuerpo de las personas que en vida no expresaron qué deseaban como
destino para sus órganos, tejidos y células. Los asambleístas tienen el
poder de afectar directamente aspectos así de íntimos y cruciales en
nuestras vidas. Mucha gente considera que el Estado es responsable de
todo. “¡¿Cómo no va a haber una ley para
prohibir/regular/controlar/dirigir/fomentar esto?!” Como se considera
que a todo problema corresponde una ley, muchos países —el nuestro
incluido— han llegado a padecer de lo que el abogado italiano Bruno Leoni denominó “inflación legislativa”.
No se trata de cuestionar la existencia del Estado o de las leyes.
Desde una perspectiva liberal, el Estado se constituye para proteger —no
conceder— “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Solo quiero recordar que para la mayoría de problemas colectivos
hay soluciones alternativas y superiores a la legislación. A lo largo
de la historia los seres humanos se han organizado de manera espontánea
no solo para participar en intercambios voluntarios en el mercado sino
también para formar familias, asociaciones, clubs, comités de barrio,
etc. Estos tipos de organizaciones espontáneas han ido descubriendo
normas de comportamiento que son generalmente aceptadas.
El verdadero problema, decía Montesquieu, es que “las leyes innecesarias debilitan las necesarias”.
Leoni considera que un principio que parece haber sido olvidado
actualmente es aquel presente en los Evangelios e incluso antes de eso
en la filosofía de Confucio: “No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”.
Si nuestros asambleístas tendrían en cuenta este principio al momento
de legislar, tal vez contendrían la mayoría de sus impulsos de legislar
cualquier cosa que se mueve y se eliminaría una gran cantidad de leyes
que en lugar de resolver problemas existentes los complican o crean
nuevos. En otras palabras, los asambleístas pueden ser tan productivos
que le dificultan al resto de los mortales serlo.
Además, es más fácil que la gran mayoría de individuos en una
sociedad logre un acuerdo acerca de una ley que castigue el asesinato, a
que estas mismas personas se pongan de acuerdo en torno a qué teoría de
la creación del mundo se le debe enseñar a los niños en las escuelas.
Volviendo al principio de Confucio, a los asambleístas –quienes también
tienen propiedades y negocios propios— no les gustaría que se apruebe
una ley que les confisque alrededor de la mitad de sus utilidades
anuales. Sin embargo, la semana pasada solamente 5 asambleístas de 124
votaron en contra de algo que no les gustaría que les hagan a ellos.
Leoni dice que “Tanto los romanos como los ingleses compartieron la idea de que la ley es algo que se debe descubrir
más bien que promulgar, y que nadie debe ser tan poderoso en su
sociedad como para poder identificar su propia voluntad con la ley del
país”. Considerando esto, en lugar de juzgar a los asambleístas por
cuántas veces hablaron, llenaron el puesto o presentaron propuestas,
deberíamos juzgarlos por: “¿Cuántas veces utilizaron su poder para
proteger los derechos individuales —la propiedad privada incluida?”
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