El Estado: prescindible o privatizable
Por Juan Ramón Rallo
La semana pasada, gracias a la gentileza del Instituto Juan de
Mariana y sobre todo de la Fundación Rafael del Pino, pudimos disfrutar
de tres conferencias de David Friedman, hijo del difunto Nobel de
Economía Milton Friedman, quien acudió a España para presentar la
traducción al español de su libro La maquinaria de la libertad (Editorial
Innisfree). Físico de formación académica y experto en análisis
económico del Derecho por devoción intelectual, en apenas unas jornadas
pudimos atender a reflexiones eruditas en muy diversos campos:
alternativas liberales al Estado, los riesgos y las oportunidades para
la libertad que conllevan los avances tecnológicos, por qué un dinero de
naturaleza privada habría evitado la crisis, recetas de cocina
medievales que los Friedman han rescatado y reeditado en formato libro, o
incluso vertientes antiestatistas de la poesía de Kipling. El vástago
de Milton es lo que en EEUU llamaríamos un libertario radical opuesto a
toda forma de coacción estatal, como lo sigue siendo, a su vez, su
propio hijo, Patri Friedman, fundador del imaginativo y eventualmente
revolucionario Instituto Seasteading.
En un momento de sus charlas, David trajo a colación la máxima de
otro importantísimo pensador libertario fallecido hace casi dos décadas:
Murray Rothbard. De acuerdo con David y Murray: “Las funciones del
Estado se dividen en dos: aquellas que se pueden privatizar y aquellas
que se pueden eliminar”. La frase es toda una declaración de los
objetivos últimos del movimiento liberal-libertario y a muchos, ajenos a
debate tan apasionante, puede parecerles un slogan absolutamente
alejado de la cruda realidad que en estos momentos atraviesan España y
otros países de la periferia europea.
Un debate de actualidad
Sin embargo, mal haríamos en rechazar de plano el rico contenido que
semejante sentencia posee, pues, pese a las apariencias, no podría estar
más de actualidad. Al fin y al cabo, buena parte del estancamiento y de
la depresión de nuestras economías actuales se debe a la hipertrofia de
un Estado muy superior al que los debilitados sectores privados
actuales se pueden permitir. De hecho, en mi libro Una alternativa liberal para salir de la crisis,
planteo como paso imprescindible para la recuperación el pinchazo de la
burbuja estatal –el concienzudo adelgazamiento del gasto público– que
nos permita evitar el colapso. Son muchos quienes, empero, rechazan
instintivamente cualquier reducción del tamaño del Estado por cuanto han
sentido en sus propias carnes cuánto les han perjudicado las que ya
hemos experimentado.
Y ciertamente, en tanto el Estado reparte numerosas rentas y
prebendas, el quedarse sin alpiste (tras reventar la burbuja
inmobiliaria que le nutría de fondos) va a obligar a que mucha gente
salga escaldada y perjudicada (del mismo modo que el pinchazo de la
mentada burbuja inmobiliaria dejó a promotores y obreros de la
construcción sin ingresos). Ahora bien, dentro de las inevitables
molestias que causará un Estado con menos pan y circo que ofrecer, es
evidente que los recortes pueden efectuarse minimizando el malestar –o,
mejor dicho, multiplicando el bienestar– de unos ciudadanos que, en su
mayoría, son clientes cautivos de ese Estado. ¿Cómo? Pues aplicándonos
la máxima anterior: primero, identifiquemos todas las funciones actuales
del Estado que o son directamente dañinas (legislación anticompetencia,
subvenciones a empresas, burocracias arancelarias, intromisión
regulatoria en la legislación empresarial, barreras de entrada en los
mercados, etc.) o del todo prescindibles (superestructura de cargos
políticos o empresas públicas que son simples agencias de colocación y
capturadoras de rentas) para, inmediatamente a reglón seguido, comenzar
por lo privatizable (básicamente, todo lo demás).
Dentro de lo privatizable habría que distinguir, a su vez, entre
aquello que el mercado seguiría proporcionando sin un coste para el
consumidor directo (privatizaciones de las televisiones públicas, de la
moneda, de la promoción del deporte y de la cultura, etc.) y aquellos
que inevitablemente se financiaría vía precios y que, por tanto,
acarrearía un coste explícito para sus consumidores (privatización de la
educación, de la sanidad, de las pensiones o de ciertas empresas
públicas que proporcionen servicios de utilidad). Las primeras pueden
trasladarse al mercado de inmediato y sin molestia alguna por parte de
los ciudadanos (salvo de los grupos de presión que vivan de ellas). Las
segundas, sólo si no se mantiene la asfixiante presión fiscal actual y
si se liberalizan lo suficiente tales sectores como para que se oferten
servicios con muy variopintas condiciones; en caso contrario, la
privatización funcionará mucho peor de lo que podría e inevitablemente
degenerará en rechazo social.
El problema de las privatizaciones parciales
Al cabo, ¿qué cabe prever que suceda con un servicio al que el Estado
le fija buena parte de sus contenidos y de su inflada estructura de
costes en un contexto de altísima exacción tributaria de rentas? Pues
que gran parte de su potencial clientela será simplemente excluida: los
empresarios no podrán ofertar los bienes tan baratos y con tanta calidad
como en realidad les sería posible (por culpa de las restricciones
estatales de la oferta) y muchos consumidores no podrán pagar sus
agigantados precios (por culpa de la rapiña fiscal de la demanda).
Ejemplos los tenemos a patadas: el privado pero ultrarregulado sector
eléctrico español, la privada pero hipersocializada sanidad estadounidense o una eventual educación privada que se siguiera sometiendo el corsé del sistema de enseñanza nacional en lugar de permitir su auténtica revolución vía múltiples modelos de negocio competitivos (educación online,homeschooling,
cooperativas de profesores, enseñanza reglada en el interior de las
empresas, combinación flexible de todas ellas en itinerarios formativos
flexibles, etc.).
En definitiva, si aspiramos a lograr una sociedad más libre y más
próspera, tendremos inevitablemente que reformar nuestro Estado, tanto
para reducir su tamaño cuanto para restringir su ámbito de actuación.
Sin embargo, un empeño tan saludable encontrará, a buen seguro, un
frontal rechazo de, primero, los receptores netos de rentas de ese
Estado y, segundo, buena parte de unos contribuyentes netos que,
paradójicamente, contemplan esta imprescindible reforma como una amenaza
y no como una oportunidad para multiplicar su bienestar. A los aquéllos
será difícil convencerles de que el Estado –su Estado– tiene que
retraerse (aunque no es imposible, pues las desventajas que les atañen
pueden verse compensadas con ganancias en el resto de áreas
privatizadas); a éstos, sólo si no afrontamos el proceso de reforma de
manera lógica y coherente: primero, suprimir las funciones del Estado
prescindibles (en especial, las contraproducentes); segundo, o
simultáneamente, privatizar los cometidos útiles que el sector privado
pueda desempeñar en estos momentos sin coste o a muy bajo coste para el
consumidor; tercero, privatizar las funciones útiles y costosas de
sufragar mientras se procede a su profunda liberalización y a una
intensísima reducción de impuestos.
En España, por desgracia, estamos asistiendo a un proceso
descoordinado de privatizaciones muy parciales con sangrantes subidas de
impuestos que en absoluto garantizan su éxito final. En tal caso, lejos
de reducir el asfixiante peso del Estado en nuestras sociedades,
terminaremos viéndole recuperar un poder todavía mayor. El caos es el
caldo de cultivo preferido por el Leviatán, y nada más efectivo para
seguir creciendo que generar o favorecer la extensión de ese caos
mediante reformas muy sesgadas, muy limitadas y condenadas de antemano
al fracaso. Primero eliminemos lo eliminable; luego privaticemos lo
menos gravoso; y finalmente hagámosle retroceder en todo lo demás.
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