por Gabriela Calderón de Burgos
Gabriela Calderón es editora de ElCato.org, investigadora del Cato Institute y columnista de El Universo (Ecuador).
Una estrategia exitosa de venta es hacerle creer al potencial
comprador “esto no es un gasto, ¡es una inversión!”, que supuestamente
generará ingresos posteriores superiores al gasto. Esto, trasladado al
campo del desarrollo económico, deriva en lo que el economista Peter
Bauer denominó “El fetiche de la inversión”,1
mediante el cual “Mucho del gasto en Occidente y el Tercer Mundo es
aceptado de manera acrítica como deseable o incluso necesario,
simplemente cuando sus partidarios son capaces de llamarlo inversión”.
Además, Bauer apuntaba a que no toda inversión es igual dado que “Los
políticos y los burócratas no gastan su propio dinero o el de sus
donantes. De hecho, su prestigio, influencia y poder muchas veces se
beneficia de un gasto a gran escala”.
Cuando se le indica al gobierno que la inversión privada ha caído,
tanto la extranjera como la nacional, este suele responder que eso no
importa porque la inversión pública ha compensado el declive de la
inversión privada.
Veamos las cifras. En 2006 el país invertía 20,7% de su PIB y 15,8%
venía de privados mientras que solo un 4,1% del Estado. Para 2011, el
país invertía 23,9% de su PIB pero en 2011 más de la mitad (12,6%) venía
del Estado y el resto de privados (11,3%).2
¿Estamos igual o incluso mejor en cuanto a inversión? Si todo lo que se
clasifica como inversión mereciera el nombre y si la inversión pública y
privada fueran igual de productivas, pues si.
Pero ambas presunciones son discutibles. Bauer indicaba que se suele
asumir que más inversión equivale a una mayor productividad —léase,
producir más con menos— cuando los aumentos en la productividad tienen
que ver con otros factores como las condiciones del mercado y el marco
institucional. Eduardo Lora y Carmen Pagés del Banco Mundial indican que
el problema de Latinoamérica no ha sido falta de recursos sino su
escasa mejora en productividad. Ellos estiman que si la productividad de
la región hubiese crecido al mismo paso que creció la de EE.UU. entre
1960 y 2009 el ingreso per cápita de los latinoamericanos fuese 54% más
alto hoy.3
La literatura de economía de desarrollo está repleta de ejemplos de
“elefantes blancos” —mega proyectos de inversión que resultaron ser
rentables políticamente para algún líder y sus partidarios pero cuyo
costo para la sociedad se manifestó años después. Mencionemos ejemplos
actuales y locales. El gobierno “invirtió” $53 millones en el aeropuerto
de Santa Rosa, del cual tres años después de su inauguración solo salen
dos vuelos diarios.4 Otro ejemplo es la “inversión” en “la rotativa más moderna de América Latina” de diario El Telégrafo,
que a pesar de ser permanentemente subsidiado por la obligación que
tienen las instituciones públicas de pautar en él y comprar sus
ejemplares, generó pérdidas acumuladas entre 2007 y 2010 de $3 millones.5
A todo el festín de “inversión” pública de dudosa rentabilidad hay
que agregar toda la “inversión” privada que el gobierno ha subsidiado,
promovido o exigido y que de otra manera no tendría sentido. Bauer decía
que “Mucha de la inversión clasificada como privada es subsidiada con
fondos públicos, o realizada para mantener la buena voluntad de los
políticos y burócratas”. Y habrá más de esto conforme se politice cada
vez más la economía ecuatoriana.
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