04 marzo, 2013

Peña y el libro que sí leyó

Víctor Beltri
Conoce bien El Príncipe: tiene el poder, sabe ejercerlo, y no duda en hacerlo. Sabe que es mejor ser temido que ser amado. 
Peña y el libro que sí leyó
Tras el espectacular golpe en contra de Elba Esther Gordillo, una de las preguntas obligadas es ¿por qué hasta ahora?, y otra es ¿quién sigue después? Las respuestas, evidentemente, no serán dadas por la administración actual. Tampoco responderá el gobierno anterior, cuyos integrantes se pierden entre silencios y contradicciones. Y mucho menos lo harán los críticos sempiternos de cualquiera que no los favorezca. La respuesta la da, como siempre en cuestiones relativas al poder, Nicolás Maquiavelo.


En el capítulo IV de El Príncipe, Maquiavelo explica por qué el reino de Darío, ocupado por Alejandro, no se sublevó contra los sucesores de éste, después de su muerte. Para resolverlo, pone como ejemplo dos gobiernos de la época: el del Gran Turco y el del rey de Francia. El primero es el que nos ocupa ahora, y a tales efectos me permitiré copiar el texto y substituir —únicamente— los nombres del original por unos más actualizados, los cuales estarán en negritas.
El sindicato de maestros está gobernado por un solo señor, del cual los demás habitantes son siervos; un señor que divide su reino en sanjacados, nombra sus administradores y los cambia y reemplaza a su antojo. (…) se verá que hay, en efecto, dificultad para conquistar el SNTE, pero que, una vez conquistado, es muy fácil conservarlo. Las razones de la dificultad para apoderarse del sindicato residen en que no se puede esperar ser llamado por los demás dirigentes del propio sindicato, ni confiar en que su rebelión facilitará la empresa. Porque, siendo esclavos y deudores del príncipe, no es nada fácil sobornarlos, y aunque se lo consiguiese, de poca utilidad sería, ya que, por las razones enumeradas, los traidores no podrían arrastrar consigo a los maestros. De donde quien piense en atacar a La Maestra reflexione antes en que hallará el sindicato unido, y confíe más en sus propias fuerzas que en las intrigas ajenas. Pero una vez vencido y derrotado en campo abierto de manera que no pueda rehacer sus ejércitos, ya no hay que temer sino a la familia del príncipe; y extinguida ésta, no queda nadie que signifique peligro, pues nadie goza de crédito entre los maestros; y como antes de la victoria el vencedor no podía esperar nada de los otros dirigentes, nada debe temer después de ella”.
El golpe no se dio con anterioridad no sólo porque los gobiernos panistas vieron a Elba Esther Gordillo con una mezcla de temor e interés, sino porque no supieron plantear de manera correcta la estrategia para lograrlo, porque nunca pusieron en su justa dimensión lo que significa el ejercicio del poder y la amenaza de convivir con un príncipe —princesa— que sí lo sabía y no dudaba en llevarlo hasta sus últimas consecuencias. En términos reales, no se trata de que la princesa en cuestión tuviera más o menos poder que los presidentes pasados, sino que sabía ejercerlo de mejor manera. Por eso el golpe ocurrió hasta ahora, porque los panistas nunca entendieron el poder, y por lo mismo no se atrevieron a oponer el poder del Estado al poder de un sindicato.
A la pregunta de “quién sigue después” la respuesta es sencilla: de momento, nadie. La explicación la brinda, de nuevo, Maquiavelo, pero ahora en su capítulo XVII: De la crueldad y la clemencia; y si es mejor ser amado que temido, o ser temido que amado. Proseguimos con el mismo método de substitución de nombres en negritas.
“(…) un presidente no debe preocuparse porque lo acusen de cruel, siempre y cuando su crueldad tenga por objeto el mantener unidos y fieles a los ciudadanos; porque con pocos castigos ejemplares será más clemente que aquellos que, por excesiva clemencia, dejan multiplicar los desórdenes, causas de matanzas y saqueos que perjudican a toda una población, mientras que las medidas extremas adoptadas por el presidente sólo van en contra de uno. Y es sobre todo un mandatario nuevo el que no debe evitar los actos de crueldad, pues toda nueva dominación trae consigo infinidad de peligros.
(…) Surge de esto una cuestión: si vale más ser amado que temido, o temido que amado. Nada mejor que ser ambas cosas a la vez; pero puesto que es difícil reunirlas y que siempre ha de faltar una, declaro que es más seguro ser temido que amado. (…) Y los hombres tienen menos cuidado en ofender a uno que se haga amar que a uno que se haga temer; porque el amor es un vínculo de gratitud que los hombres, perversos por naturaleza, rompen cada vez que pueden beneficiarse; pero el temor es miedo al castigo que no se pierde nunca (…)”’.
La sorpresa para muchos podría ser que el Presidente sí lee y conoce bien El Príncipe: tiene el poder, sabe ejercerlo, y no duda en hacerlo. Sabe a la perfección que es mejor ser temido que ser amado. Por eso no sigue nadie en la lista —a no ser lo que Maquiavelo llama “la familia del príncipe” y que en este caso representa a todos los allegados de Elba Esther— porque el mensaje a los poderes fácticos y los opositores a las reformas está más que claro: es de esperarse que de ahora en adelante las mismas transiten sin problema. Sin embargo, ante este panorama, y viviendo en democracia, los contrapesos al poder son más importantes que nunca. Contrapesos que hasta ahora, con un PAN en crisis profunda y una izquierda desdibujada, no existen, y son no sólo necesarios, sino urgentes.

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