Las naciones se enamoran de las
palabras con gran facilidad. Con la misma facilidad alrededor de las
palabras erigimos tabúes que se convierten en los barrotes de una
prisión mental. Crecemos entre palabras, las adoptamos como propias, con
frecuencia las amamos o las odiamos sin analizarlas. La abstracción no
es un ejercicio popular. Hace años manejaba por la Ciudad de México con
Peter Eigen, el fundador de Transparencia Internacional como pasajero,
cuando con toda ingenuidad me preguntó, cómo le pueden poner a una calle
Revolución. La revolución es un llamado a la destrucción de las
instituciones, en Alemania -su país de origen- esto estaría prohibido.
Traté de explicarle las implicaciones históricas del maderismo y de la
revolución social, de la Constitución del 17, etc. La revolución no sólo
es aceptada popularmente, sino incluso venerada.
Le mencioné que dos partidos políticos llevan en sus siglas a la
Revolución. En esas estábamos cuando me preguntó, qué quiere decir
Insurgentes, el nombre de la próxima gran avenida. Ahí sí me derrotó.
Revolución, nacionalismo, insurgencia corren por la sangre de los
mexicanos. Pero hay otros barrotes mentales que debemos destruir. Locke
decía que el verdadero acto de gobierno supone la modificación de
hábitos y los hábitos incluyen a las palabras que usamos. Cancelar la
crítica a las palabras supone aceptar la prisión.
Los barrotes mentales se pueden quitar. Hace dos décadas la expresión
libre comercio era para muchos mexicanos una gran amenaza. Aquí estamos
en 2013 como uno de los principales socios comerciales de la primera
potencia económica del mundo y vendiéndoles al día más de mil millones
de dólares. Ese TLC ha sido uno de los mayores impulsos al desarrollo
del México moderno. Hoy la gran mayoría de los mexicanos (60 por ciento,
ENVUD, FEP-BANAMEX) piensa que el libre comercio es benéfico para el
País. Sólo 18 por ciento piensa que es malo. Los acuerdos comerciales
con la Unión Europea o con la alianza del Pacífico o muchos más, no
encontraron oposición. Hace años, treinta quizá, la expresión equilibrio
fiscal era vista como reaccionaria. Gastar más de lo que se ingresa sin
importar las consecuencias en inflación y pérdida del poder adquisitivo
era un acto de justicia. Así nos fue. Pero ya enterramos ese tabú.
Hoy enfrentamos nuevos retos. Ante la inminente e imprescindible reforma
energética la palabra privatizar es una amenaza muy popular. Es
increíble la irritación y furia que genera. Pero esa palabra tiene una
connotación muy precisa: pasar bienes públicos a manos privadas. Sin
embargo, en ninguno de los planteamientos gubernamentales, que hasta
ahora son sólo bosquejos, hay una propuesta concreta que implique tal
acción. Hay por eso un diálogo barroco, de sordos. Nadie ha hablado de
vender Pemex, de que los mexicanos perdamos derechos sobre los
hidrocarburos o algo similar y ya se responde que la privatización no
pasará.
Va desde abajo, el fisco mexicano depende brutalmente, 40 por ciento,
del ingreso petrolero. A Pemex se le ordeñan sus utilidades, 60 por
ciento, sin consideración. Por eso la empresa está descapitalizada, sin
cómo crecer e invertir más en exploración que es el área más redituable.
Hay actividades como la perforación en aguas profundas en las cuales
Pemex no debe ir solo. Imaginemos un accidente como el que sufrió
British Petroleum en el Golfo de México, el descontrol de un solo pozo
le costó a la empresa más de 200 mil millones de dólares. Queremos eso
para Pemex, esa sería una deuda nacional. Por eso se requiere la
asociación.
Ahogados en nuestras propias palabras somos incapaces de comunicarnos.
Hay más tabúes. México tiene una de las peores distribuciones del
ingreso del orbe. El índice de Gini no se mueve, quiere decir que el
sistema fiscal en uso no redistribuye, no genera más justicia. Y sin
embargo la expresión reforma fiscal provoca que muchos saquen las garras
de entrada, ya no digamos IVA generalizado que puede ser causal de
motín. Las últimas elecciones nos han mostrado que PRI, PAN o PRD pueden
llegar a la Presidencia en 2018. Todos deberían querer heredar una
situación fiscal más holgada y un Pemex sólido.
La competencia se dará y nada está escrito. La gran diferencia sería que
la misma experiencia ocurre en un país más próspero o en el mismo. Para
ese año los Estados Unidos, dada su creciente producción interna,
podrían ya no ser importadores de crudo. En contraste, de no haber
reforma, México, pasaría de ser exportador a importador neto. Genial. Ni
los nacionalistas más acendrados ni el cardenismo auténtico quieren una
empresa quebrada y un país importador.
Calentar la plaza pública con esos tabúes y fantasmas incluso antes de
iniciar la discusión es un acto de traición al sentido común. Si
queremos prosperidad y justicia comencemos por no invocar a los tabúes.
El Pacto por México ha mostrado ser un buen instrumento para que los
partidos se encuentren lejos del clientelismo que todos practican. Allí
podrían comenzar por una pregunta: ¿Quién ha hablado de privatizar? |
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