04 abril, 2013

¿En qué se parecen Humala y Bill Gates?

por Alfredo Bullard

Alfredo Bullard es un reconocido arbitrador latinoamericano y autor de Derecho y economía: El análisis económico de las instituciones legales. Bullard es socio del estudio Bullard Falla y Ezcurra Abogados.
Esta semana falleció, a los 93 años de edad, James M. Buchanan. Considerado uno de los fundadores de la escuela del Public Choice o de la Elección Pública, fue uno de los Premios Nobel de Economía más influyentes de los últimos años.
Buchanan ayudó a responder la pregunta del título de este artículo. Siempre se había asumido que en los mercados, los empresarios se movían por su propio interés, a fin de maximizar sus beneficios. Pero la política era harina de otro costal. En ella el interés público y el bien común eran la inspiración de las decisiones. Los empresarios eran egoístas. Los políticos eran desprendidos y dadivosos.


Buchanan acabó con la visión romántica de la política. La idea de que los políticos actúan guiados por el interés común es falsa. Es el egoísmo (entendido como la búsqueda del propio bienestar) la guía de toda acción humana, sin importar si esa acción se da en el mercado o en la política.
Gates y Humala actúan motivados por el mismo incentivo. Ambos buscan maximizar su propio interés. El primero busca ganar más dinero. El segundo busca concentrar más poder para sí mismo, para su familia y para sus amigos. Ambos quieren vivir mejor; solo siguen caminos distintos para lograrlo.
El romanticismo de la política es un espejismo creado por un discurso de formas sin contenido. Los empresarios entregan productos de mejor calidad si es que los consumidores están dispuestos a pagar por el beneficio que reciben. Los políticos solo generaran buenas políticas públicas si reciben, a cambio, un beneficio. Este puede ser la reelección (o la elección de su esposa), popularidad, trabajo para sus hermanos o amigos, un sueldo asegurado por cinco años o la oportunidad de generar negocios sean estos legítimos o ilegítimos (corrupción o venta de influencias).
El dilema no es entonces si se privatiza o no el Estado. El Estado ya está privatizado. Los funcionarios, desde el presidente de la República hasta el ventanillero de una municipalidad, son privados, con sus propios intereses y con la intención de beneficiarse y de beneficiar a sus familias y amigos. La pregunta no es si se privatiza. La pregunta es en realidad cómo se privatiza.
Si vas y compras una computadora y te entregan otra de menor calidad, puedes exigir que te entreguen la correcta. Por supuesto que el proveedor puede ganar más si te vende una computadora cara y luego te entrega una barata. Pero para eso están los contratos que evitan que el interés particular del empresario se desboque.
Pero si Humala hace una promesa electoral y luego no la cumple, entonces no hay contrato que exigir. La democracia es un método de privatización bastante imperfecto. Solo la existencia de instituciones políticas sólidas, que incluyen derechos individuales claros, puede corregir los incentivos de los políticos a preferir su propio bienestar sobre el bienestar del país.
Pero hay más: los empresarios les generan beneficios a los demás que van más allá de los que ganan. ¿Se han preguntado cuanto más ganamos gracias a la tecnología desarrollada por personas como Bill Gates o Steve Jobs? ¿Cuánto aumenta la productividad de todos gracias a estos avances? El deseo por ganar más hace que otros también ganen.
En teoría, lo mismo debería pasar con la política. Pero no es así. Como no hay límites, las decisiones políticas suelen orientarse a usar lo ajeno (los recursos públicos y los privados) en beneficio del gobernante de turno que busca maximizar su poder con populismo, sobrerregulación o simplemente corrupción.
Parafraseando un dicho popular, la política es el arte de beneficiarse obteniendo el dinero de los ricos y el voto de los pobres, con el pretexto de proteger a los unos de los otros.

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