04 abril, 2013

Vargas Llosa y el difícil aprendizaje de la libertad

por Mauricio Rojas
Mauricio Rojas es profesor adjunto en la Universidad de Lund en Suecia y miembro de la Junta Académica de la Fundación para el Progreso (Chile).
Mario Vargas Llosa cumplió el 30 de marzo 77 años. Su lugar en la historia está ya asegurado como uno de los más grandes escritores en lengua hispana de todos los tiempos. Como tal lo he leído y sigo leyendo con pasión, pero con el ilustre peruano me une otro vínculo que me ha permitido conocerlo un poco más de cerca: compartir una evolución desde las deslumbrantes ideas revolucionarias que nos llaman al delirio redentor al liberalismo, esa doctrina modesta y tranquila, que no ofrece paraísos en la tierra ni hombres nuevos, sino sólo el derecho a la libertad y el deber de la responsabilidad.


Ese viaje común desde “nuestros años verde olivo” nos distanció de muchos y nos condenó a “una enorme orfandad”, como dijo Vargas Llosa en Madrid en 2010 al presentar el libro que escribí sobre su pensamiento político. Fue “perder las ilusiones de la utopía socialista” y “esa varita mágica que nos pone en la mano la adhesión a cualquier ideología de tipo totalitario”, con sus “repuestas automáticas para todas las preguntas y sus soluciones para todos los problemas”.
Así resumía Vargas Llosa “el difícil aprendizaje de la libertad” y lo relacionaba con la obra de ese gran pensador liberal que fue Karl Popper. Su obra central, La sociedad abierta y sus enemigos, fue escrita durante los años aciagos de la Segunda Guerra Mundial como un acto de resistencia frente a los totalitarismos pardo y rojo que estaban devastando a Europa.
Para Popper el totalitarismo es una reacción ante el gran desafío de la libertad individual, un intento brutal de restablecer el orden tribal o colectivista que la libertad necesariamente amenaza. Ser libres es otorgarnos el derecho a cambiar todo lo que existe, cuestionar todo aquello en que hemos creído, dejar obsoletas tanto nuestras ideas como nuestras formas de producir y organizarnos. La libertad crea el desorden del cambio, del experimento, de la “destrucción creativa” como diría Schumpeter. Por ello genera una prosperidad nunca vista, pero conlleva también la responsabilidad de elegir y el riesgo de fracasar, es exigente y no nos da escusas, nos obliga a mejorar constantemente y a vivir con la incertidumbre; y por todo ello la libertad pesa, cuesta e incluso cansa.
Por eso surgen los caudillos y las ideologías liberticidas, para liberarnos de la carga de la libertad y ofrecernos “orden y progreso” a cambio de nuestra sumisión e idolatría. Vargas Llosa lo dijo muy bien a propósito de la muerte de Chávez: el caudillo “revela ese miedo a la libertad que es una herencia del mundo primitivo, anterior a la democracia y al individuo, cuando el hombre era masa todavía y prefería que un semidiós, al que cedía su capacidad de iniciativa y su libre albedrío, tomara todas las decisiones importantes sobre su vida”.
Por décadas, Vargas Llosa no ha cejado en denunciar las consecuencias fatídicas de esta renuncia a la libertad. Por ello es que hoy sobran los motivos para hacer un salud por este escritor libertario que con su ejemplo nos invita a perseverar en el difícil aprendizaje de la libertad.

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