por Gabriela Calderón de Burgos
Gabriela Calderón es editora de ElCato.org, investigadora del Cato Institute y columnista de El Universo (Ecuador).
El 1 de mayo se celebró en varios países del mundo “El día del trabajo” y las llamadas “conquistas sociales” de las que gozan los trabajadores gracias a la intervención del Estado en el mercado laboral.
Implicado en esto esta la popular idea de que cuando no interviene el
Estado todo empresario procede a explotar vilmente a sus trabajadores, y
que hacerlo le resulta rentable a largo plazo.
La narrativa predominante nos habla de la explotación de trabajadores que se dio durante la Revolución Industrial,
que se inició en Inglaterra a fines del siglo dieciocho y principios
del siglo diecinueve. Tanto economistas como filósofos, clérigos,
conservadores y revolucionarios coincidían en su odio hacia las fábricas
y en la creencia de que los cambios económicos habían degradado el
trabajo.1
Sin embargo, los datos cuentan una historia de un progreso sin precedentes. El historiador inglés T.S. Ashton
documentó el impresionante aumento de la calidad de vida del inglés
promedio durante el periodo más intenso de la industrialización en ese
país (1790-1830). La población aumentó considerablemente debido a la
reducción de la tasa de mortalidad. Y este aumento de la población no
ocasionó una depresión de los salarios como lo predecía la teoría de Malthus
sino que todos los datos reunidos por Ashton de la época indican que la
renta per cápita crecía a una tasa que superaba el crecimiento de la
población.2
Además las innovaciones tecnológicas con miras a la producción para
consumo masivo, algo inexistente antes de la Revolución Industrial,
hicieron posible la caída de los precios de productos que antes eran
considerados de lujo y reservados para una élite de la población.
La narrativa popular idealiza las condiciones en las que trabajaban
las personas antes de la Revolución Industrial. Es cierto que para
nuestros estándares modernos (derivados de un nivel de riqueza mucho
mayor) las condiciones de las fábricas inglesas del periodo 1790-1850
son deplorables. Pero mucho más lo serían las condiciones de dependencia
a las que estaban sometidos los trabajadores en el sistema anterior, en
el cual dependían del muy exclusivo acceso a un gremio autorizado por
un monarca.
El simple hecho de que se dio una masiva migración voluntaria de
trabajadores del campo a la ciudad revela que los trabajadores preferían
trabajar en una fábrica que en el campo, tan idealizado por los
intelectuales críticos de la industrialización.
También se suele decir que aunque si hubo mucho crecimiento económico, este estuvo concentrado en unos pocos. El historiador australiano R.M. Hartwell explica
que “Una expansión económica de tan amplio alcance y de tan larga
duración como la revolución industrial fue posible sólo por la gran
ampliación del mercado, con la creación o el descubrimiento de mercados
cada vez más amplios y accesibles, con consumidores deseosos y capaces
de adquirir una producción cada vez mayor de bienes y servicios”.3
Es decir, los incentivos de los empresarios estaban alineados con aquel
de los consumidores, que también eran los trabajadores.
Este relato basado en datos empíricos de la Revolución Industrial
apuntaría a que los intereses de los trabajadores y los empleados no
están en conflicto. Al contrario, ambos pueden prosperar sin la
intervención estatal en el mercado laboral, como sucedió en la
Revolución Industrial.
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