por Carlos Alberto Montaner
Carlos Alberto Montaner es periodista cubano residenciado en Madrid.
¿Cuáles son sus “ventajas comparativas” para la batalla electoral?
Es joven, pero con una larga experiencia que incluye la presidencia
del congreso en Florida. Es un abogado elocuente. Es hispano bilingüe y
bicultural, lo que quiere decir que el mainstream no lo rechaza mientras
los hispanos pueden verlo con simpatía, aunque no sea mexicano, grupo
que acapara al 70% de la etnia. Es cristiano, circunstancia que acaso lo
ayuda entre ciertas personas creyentes. Es conservador a la manera
reaganiana, es decir, desconfía de la capacidad del gobierno para
beneficiar a los individuos. Tiene fama de ser un hombre de familia y
está dotado de una personalidad agradable.
Su biografía, además, casa perfectamente con la historia del estadounidense self-made-man
que viene de un hogar de inmigrantes pobres y escala la ladera social
por medio del trabajo y los estudios. Su triunfo dentro del partido
contra el candidato natural, el gobernador Charlie Crist, y luego su
exitosa batalla por llegar al senado federal, lo acreditan como alguien a
quien hay que tomar en cuenta. Sabe jugar sus cartas con destreza, pero
también con rudeza si es necesario.
¿Cuáles son los factores que tiene en contra? Su partido republicano,
en general, ha decidido controlar la entrepierna de los estadounidenses
y se las ha arreglado para enfrentarse a las mujeres que desean tener
el control sobre su propio cuerpo —léase el derecho a interrumpir el
embarazo—, y a los homosexuales y lesbianas, a quienes les regatea el
derecho a contraer matrimonio, o les niega a gays y lesbianas el derecho
a formar parte de las fuerzas armadas mientras, simultáneamente,
proclaman su orientación sexual.
En el terreno económico, su partido republicano, además de ser
percibido como antiinmigrante, se ha dejado colocar la etiqueta de ser
un club de blancos ricos, insensibles a las necesidades de los pobres, y
enemigos de los intereses de los pensionados, a quienes les van a
quitar o disminuir el seguro médico o la jubilación, en lugar de
presentarse, como en la era de Reagan, como el partido proinmigrante que
sabía cómo se creaba la riqueza y cómo se malgastaba.
Esta limitación de los republicanos se confirmó claramente durante
las últimas elecciones. El 90% del tiempo, el candidato Romney se vio
obligado a defender sus ideas y propuestas, como si él fuera el
mandatario, mientras el presidente Obama no tenía que explicar su obra
de gobierno, ni la enorme deuda pública, ni el pobre desempeño del
mercado laboral, porque su hábil maquinaria de comunicación había
convertido al Partido Demócrata en una institución compasiva defensora
de los más necesitados. El problema eran las supuestas ideas de Romney,
no la obra de gobierno de Obama.
En todo caso, el factor más importante para entregarle o negarle a
Marco Rubio la Casa Blanca, no serán sus virtudes personales, y ni
siquiera la buena o mala imagen del republicanismo, sino el desempeño de
los demócratas en este segundo período de Obama.
Lo que hizo presidente a Reagan en 1981 no fueron su simpatía, ni su
experiencia como gobernador de California, ni el poder de sus ideas
liberales basadas en la visión de Hayek y Friedman. Fue el desastre del
gobierno de Jimmy Carter, a quien casi todo lo hizo o le salió mal,
desde la inflación, hasta el secuestro de los estadounidenses en
Teherán, pasando por el espasmo imperial de Moscú en Afganistán. Como
suelen decir los españoles: si compraba un circo, le crecían los enanos.
La política tiene ese componente siniestro: las posibilidades del
candidato aumentan o disminuyen con la suerte del gobernante anterior.
Romney no resultó electo porque al gobierno de Obama, en realidad, no le
había ido tan mal (búsquese en Google The Keys to the White House).
A Marco Rubio, como a cualquier opositor, le conviene que se hunda su
adversario. Si eso sucede, y si logra modificar la percepción de su
partido, puede ser el primer hispano que ocupe la Casa Blanca. Llegaría
al poder a bordo del fracaso de Obama. Como Reagan.
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