por Carlos Federico Smith
Carlos Federico Smith es un frecuente colaborador de la Asociación Nacional de Fomento Económico de Costa Rica (ANFE).
Por supuesto que no podían faltar algunos agoreros, principalmente
domésticos, que nos dijeran que, ante la actual crisis económica
mundial, estaban contados los días del libre comercio.
Sin embargo, al menos la evidencia, hasta el momento, es que los gobernantes
de la mayoría de las naciones no parecen promover un regreso a la autarquía
que aún anhelan los proteccionistas de toda índole. Pero sí
se han dado algunos intentos por introducir políticas comerciales que
limiten al actual régimen comercial básicamente sustentado en
la libertad de intercambio.
Un caso interesante de esto fue la propuesta que inicialmente consideró
el Congreso de los Estados Unidos, en el marco del plan especial de ampliación
de gasto gubernamental por $800.000 millones que la nueva administración
Obama impulsó para salir de la recesión actual. Inicialmente
se introdujo una cláusula llamada de “contenido nacional”,
mediante la cual los recursos contenidos en dicho proyecto de ley para obras
de infraestructura (una suma récord en la economía estadounidense)
sólo podrían emplearse en proyectos que emplearan hierro, acero
y otros bienes manufacturados en los Estados Unidos.
Afortunadamente aún existe el acuerdo comercial llamado TLCAN (Tratado
de Libre Comercio para América del Norte), de una zona de amplio libre
comercio entre los Estados Unidos, Canadá y México, que excluye
este tipo de políticas proteccionistas. En consonancia con la medida
propuesta por el Congreso estadounidense, tanto Canadá como México
advirtieron de que dicha medida presupuestaria era violatoria del NAFTA y
que más bien podría estimular a que esos dos países impulsaran
medidas compensatorias. En dos palabras, hablaron de la posibilidad de represalias
comerciales. Al mismo tiempo, uno de los principales socios comerciales de
los Estados Unidos, China, país crucial en el esfuerzo multinacional
de coordinación de políticas económicas para enfrentar
la recesión actual, de inmediato señaló que esas medidas
ponían en serio peligro el futuro del comercio mundial, que, en un
lenguaje que todos entendemos, significa que, de aprobarse, no dudarían
en tomar represalias restrictivas del comercio entre ambas naciones. Similar
fue la reacción de la Comunidad Económica Europea, siempre advirtiendo
de los riesgos que involucraba esa práctica contraria al sistema de
libre intercambio conformado gradualmente a partir de la Segunda Guerra Mundial.
Para que haya una ley en el Congreso de los Estados Unidos se requiere de
la aprobación, en primer lugar, de su Asamblea Legislativa o Casa de
Representantes y, luego, del Senado. Y, en caso de que ambos proyectos difieran,
se debe formular un proyecto de ley nuevo que ponga de acuerdo a ambas versiones.
Esta versión conjunta es luego votada y así el proyecto se puede
convertir en una ley. Fue en este proceso y en medio de la amenazadora reacción
posible de los otros participantes en el comercio mundial, que se diluyó
la norma de “contenido nacional” y el mundo se salvó de
una tragedia económica mayor que la que actualmente vive.
Algo similar ha sucedido en Europa, en donde algunos países han tratado
de introducir legislación que le permita a algunas de sus industrias
recibir apoyo gubernamental directo, que no es sino una nueva versión
del proteccionismo. El abanderado de esta pretensión, por variar, ha
sido Francia, con algún respaldo alemán y de algunas de las
antiguas economías comunistas del centro de Europa. Sin embargo, hasta
la fecha, ha primado la posición librecambista que se opone a cualquier
nueva imposición proteccionista, introducida bajo el prurito de asegurar
el empleo doméstico de cada uno de los países.
He enfatizado que esta ha sido la posición “hasta hoy”,
pero es de esperar que, en tanto la recesión se mantenga, habrá
nuevos y diversos intentos por tratar, a través de prácticas
proteccionistas, de que el desempleo de los países proteccionistas
disminuya a cambio de su aumento en los países con los cuales intercambian
(lo que se llama en inglés políticas de “beggar-thy-neighbor”,
que me atrevo a traducir como “pasarles los muertos a los otros”;
esto es, políticas diseñadas para mejorar la riqueza propia
a costas de aquélla de otros). El punto clave que ha frenado este intento
de introducir el proteccionismo es la posibilidad de que los países
afectados en sus exportaciones restringidas por dicha práctica, impongan
medidas compensatorias que a su vez restrinjan las importaciones que ellos
efectúan de los países que originalmente introdujeron esas medidas
proteccionistas. Es la amenaza de represalias lo que se ha convertido en un
freno a la estulticia.
Digo estupidez (estulticia) con todo el énfasis, porque ya la humanidad
experimentó la introducción de restricciones al libre comercio
como política dirigida a revertir la recesión económica
durante la llamada Gran Depresión de los años treintas, cuyo
nefasto efecto sobre las economías del mundo ha sido ampliamente documentado.
Si algo bueno puede darse en estos momentos es hacer ver estos resultados
a algunos proteccionistas criollos, quienes ya han rodado la especie de que
es conveniente, en el marco de la recesión, reintroducir aranceles
que estimulen la producción doméstica a costas de la importada.
Fue el presidente Hoover quien en 1929 propuso una ley que aumentaría
la protección a los sectores agrícolas, como forma de “ayudar”
a los agricultores. Sin embargo, conforme avanzaba el debate en el Congreso
de los Estados Unidos (allá, tal como aquí, también funciona
aquello de que en la Asamblea Legislativa las cosas se saben cómo comienzan,
pero no cómo terminan), se fue ampliando la protección a toda
la economía estadounidense e incluso hasta menos de la que inicialmente
se propuso para el sector agrícola. La tarifa arancelaria general aumentó
de un 40,1% a un 53,2%, aunque hubo bienes, tales como el trigo duro importado
de Canadá, que aumentó en un 40% o los instrumentos científicos
de vidrio, que pasaron de un 65% a un 85%. En general esta ley, firmada el
17 de junio de 1930 en medio de la profunda recesión, aplicó
tarifas a niveles récord a más de 20.000 bienes importados.
Es interesante reseñar que, entre los muchos llamados al presidente
Hoover para que vetara la ley, 1.028 economistas de los más diversos
Departamentos de Economía de las Universidades de Estados Unidos publicaron
un llamado oponiéndose a la promulgación de esta ley de aumento
de aranceles y de restricciones al libre comercio conocida como Smoot-Hawley.
Años después uno de los organizadores del escrito, el connotado
economista Frank Fetter, escribió que “Las Escuelas de Economía,
que varios años después se encontrarían inmersas en una
fuerte división acerca de la política monetaria, el financiamiento
del déficit y el problema ocasionado por las grandes empresas, prácticamente
eran una sola en su creencia de que la Ley Smoot-Hawley era una pieza de legislación
perversa” (Citado en The Economist, 18 de diciembre del 2008).
Como resultado de la vigencia de dicha Ley, más de 60 países
ejercieron represalias restringiendo sus importaciones desde Estados Unidos.
El impacto sobre el comercio mundial fue devastador: en 1933 las exportaciones
totales fueron sólo una tercera parte de las de 1929. Aunada a la recesión
en el crecimiento de la producción estadounidense, en ese período
la restricción en el comercio no sólo se originó por
barreras arancelarias proteccionistas, sino también por prácticas
de adquisiciones preferenciales desde ciertos países o regiones, cuotas
de importación, monopolios estatales para el comercio internacional,
etcétera, además de la sustitución de acuerdos comerciales
bilaterales en vez del antiguo sistema multilateral basado en la “cláusula
de la nación más favorecida”. La lección es clara:
ceder a las presiones proteccionistas condujo a una disminución notable
de la actividad exportadora y comercial en general, agravando significativamente
la crisis que ya se vivía.
Por el contrario, ha sido una grata sorpresa ver cómo se ha elevado
la voz en el país en favor de reducir los aranceles en los momentos
actuales, como medio para aumentar el ingreso real de los grupos de menores
ingresos, en el marco del llamado Plan Escudo impulsado por el gobierno de
Costa Rica. Así, el economista Bernal Jiménez Monge, quien en
el pasado más bien había abogado en favor del proteccionismo,
propuso en un reciente programa de radio que se bajaran los altos aranceles
que se tenían para ciertos productos alimenticios, tales como pollo,
cerdo, granos básicos (arroz, maíz y frijoles) y, aunque no
lo mencionó, pero también entraría en esa misma categoría,
el azúcar. En esta ocasión, tomo partido por la sugerencia de
don Bernal.
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